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Historia

Acerca de la masonería y su implicación en la historia de España (I)

La masonería propiamente dicha surgió en 1717 por obra de los pastores protestantes ingleses James Anderson y J. T. Desaguliers, continuadores del movimiento espiritual inspirado por Comenio. Recibe una estructuración sistemática y definida en 1723, cuando publica Anderson, The Constitutions of the free-masons. Desde entonces, la masonería recogió las influencias de las corrientes intelectuales del enciclopedismo del siglo XVIII y del racionalismo y liberalismo del siglo XIX. Se difundió muy rápidamente por Europa: en 1721, se constituyó la primera logia en Francia; en 1717, en Rusia, establecida por Pedro I; en 1723, en España; en 1734, en La Haya; en 1738, en Boston; etc.

La establecida en Francia, de origen escocés, estuardista, fue favorecida por el espíritu racionalista francés: instauró como rito el «escocés antiguo y aceptado», frente al de York de las logias inglesas; y, en 1738, al fundarse la Gran Logia de Francia, la francesa quedó desvinculada de la inglesa, encontrándose desde entonces en abierta oposición. De esta división nacieron las tres ramas principales de la masonería actual: Rito inglés, Rito escocés, Rito simbólico francés. Frente al carácter aristocrático y puritano de la masonería inglesa, la francesa evolucionó hasta un difuso deísmo, inspirado en el racionalismo naturalista que poco a poco le hace perder el matiz religioso que tenía aquélla; más adelante, en un segundo proceso de transformación, cambia su concepción de una base aristocrática de la sociedad por una estructura más democrática, intelectual y politizada. Siempre ha negado vehementemente su vinculación con la política, especialmente a partir de la Revolución francesa y no solo porque a ello induce el lema coincidente de «libertad, igualdad y fraternidad», sino porque a partir de ese momento es más evidente su gran defensa de las nuevas tendencias liberales. Masón y liberal serán términos coincidentes en algunos países europeos; durante el siglo XIX, la burguesía mercantil, intelectual o militar, desplaza al aristocratismo y al afán de perfectibilidad humana que la dominaban al nacer. La Masonería ha intentado convencer de sus buenas intenciones al proclamar, con enorme insistencia, que tan sólo es una fraternidad que realiza buenas obras.

Las Constituciones de Anderson, 1723

Las Constituciones de Anderson, 1723

Masonería en España.

 

En España, la masonería moderna o especulativa, que es la masonería en el sentido actual de la palabra, fue establecida en 1727 al fundarse la Matritense, primera logia de Madrid, por Lord Wharton, si bien funcionaba otra desde 1726 en Gibraltar. Años después, en 1739, Lord Raimond constituía la Gran Logia Provincial de España, con sede en Andalucía. Son logias de fundación y obediencia inglesas que, durante el siglo XVIII, mantuvieron, en gran parte, el espíritu inicial que las creara, formando parte de las mismas una minoría ilustrada española, de carácter selectivo aristocrático e intelectual. La figura más destacada de este periodo es el conde de Aranda, quien en 1780 fundó el Grande Oriente Nacional de España (primer antecedente del actual Grande Oriente Español) del que fue su primer Gran Maestro. Pertenecieron a esta Obediencia, entre otros: el duque de Alba, consejero de Estado; don Manuel de Roda, ministro de Gracia y Justicia; don José Nicolás de Azara, embajador en Roma; don Pablo Antonio de Olavide, síndico de Madrid y superintendente de las colonias de Sierra Morena; don Melchor de Macanaz, (fiscal del Consejo de Castilla en el reinado del rey Felipe V), don José Moñino, nombrado por Carlos III conde de Floridablanca. Masones ilustres de la época fueron también don Manuel Luis de Urquijo, ministro de Carlos IV; don Juan Antonio Llorente, secretario del Santo Oficio; el General O’Farril, el conde de Cabarrús, el conde de Campo Alange y el célebre dramaturgo Leandro Fernández de Moratín. A pesar de la pertenencia a la Masonería de tan encumbrados personajes, la Orden vivió durante el siglo XVIII constantemente perseguida, con más o menos saña según el momento, lo que la obligó a mantenerse como sociedad secreta y, en consecuencia, apenas nos han llegado testimonios documentales. Por ello, en los registros mundiales no figura ninguna logia española hacia 1787. Sí está comprobada la relación de un grupo de ilustrados masones, integrantes de aquel primitivo Grande Oriente Español, con las actividades políticas republicanas conocidas como la conspiración del cerrillo de San Blas (3 de febrero de 1795),[1] de la que fue dirigente destacado don Juan Mariano Picornell y Gomila, miembro de la Respetable Logia España (Madrid). Con él colaboraron en aquel intento revolucionario don José Lax, don Pedro Pons Izquierdo, don Sebastián Andrés, don Manuel Cortés, don Bernardino Garasa, y don Joaquín Villalba, todos compañeros de la secta, fueron condenados a muerte, aunque gracias a las presiones del embajador de Francia, a su vez condicionado por los también masones españoles don José Marchena y don Andrés María de Guzmán, activos colaboradores en la revolución francesa, la pena  fue conmutada por la de prisión perpetua en Panamá. Esta es prueba de la fraternidad masónica que ejercen exclusivamente con sus adictos.

Pedro Pablo Abarca de Bolea (1719 —1798), X Conde de Aranda

Pedro Pablo Abarca de Bolea (1719 —1798), X Conde de Aranda

En 1804, La Gran Logia General de Francia se convierte con Napoleón en el primer centro impulsor de la masonería en Europa, siendo designado gran maestre José Bonaparte, quien desarrolló gran actividad en España. Eugenio de Palafox y Portocarrero, VII conde de Montijo, sucesor de Aranda, se convirtió en figura principal en las actividades masónicas de la Gran Logia Nacional de España o Gran Oriente de España, en quien se ha querido ver uno de los responsables del motín de Aranjuez (el conocido como “el tío Pedro”). De este personaje, un masón contemporáneo, Antonio Alcalá Galiano, comenta en sus Memorias que “En 1817 la cabeza de la sociedad masónica no estaba en Madrid, sino en Granada; donde era capitán general el conde de Montijo… (el cual) estableció allí la sociedad secreta, que se difundió por toda la monarquía siendo el general cabeza de la sociedad inmediato presidente… Se multiplicaron las sociedades, hubo una en Madrid. No podía faltar una en Cádiz, pues, me tocó hacer un mediano papel en ella” (A. Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, I). Entre los altos dignatarios de la Orden estaba Bartolomé Gallardo, secretario de Montijo en 1808. Sin embargo, en 1818, las persecuciones contra los masones motivaron que en “Granada hubiera desaparecido la autoridad superior de un cuerpo tan temible. El conde de Montijo ya no mandaba allí y, o cansado del oficio de conspirador, no obstante tenerle suma afición, o temeroso, vivía sin ser molestado” (A. Alcalá Galiano, Recuerdos de un anciano, I). En 1820 le encontramos formando parte de la logia madrileña Los Amigos reunidos de la Virtud Triunfante en compañía de su hermano Cipriano Palafox, conde de Teba y el zaragozano marqués de Ariño. Dicha logia decidió abandonar la politizada y muy radical Gran Logia Nacional de España y pidió su “regularización” al Grande Oriente de Francia.

Al iniciarse el siglo XIX, la influencia masónica en España es doble: hay logias de inspiración francesa favorecidas por la presencia en España de José Bonaparte, y las hay de inspiración inglesa. De aquéllas forman parte los ilustrados llamados afrancesados; de éstas los patriotas, entre los cuales se forman los cuadros de los liberales que intervienen en las Cortes de Cádiz. Existe constancia de que una de las primeras logias que se instauraron de nuevo en España fue la fundada por el general Lacy, (en aquel momento general jefe del ejército de reserva y capitán general del reino de Galicia), miembro del Supremo Consejo de la Logia Constitucional de la Reunión Española.[2] Miguel  José de Azanza y Agustín Argüelles fueron Soberanos Gran Comendador. Con la retirada de las tropas francesas, la masonería española sufrió una dispersión de sus miembros que se refugiaron en Francia donde fundaron tres importantes logias: la José Napoleón, la San Luis de la Beneficiencia y la Perfecta Fraternidad. Durante el período 1814-1820 se procedió a la restauración absolutista. Esto molestó a los liberales (divididos en moderados y exaltados) y a los realistas reformistas, conocidos como “persas”[3]. Ambas fuerzas radicalizaron sus posiciones y se entregaron, sobre todo los liberales, a la conspiración y el pronunciamiento bajo el impulso del carbonarismo y la masonería. Sin embargo, fue la execrable conducta observada por Fernando VII la que propició las sublevaciones y dio vida a las sociedades secretas, como por ejemplo, la conocida como Carcoma, nombre formado con la primera sílaba de Carbonarios, Comuneros y Masones[4].

Fernando VII desencadenó una gran represión contra la masonería bonapartista y afrancesados en general. Se inició una persecución que llevó a presidio al Gran Comendador Argüelles y a los Grandes Inspectores Antillón, Gallego, Gallardo, Cangas-Argüelles, García Page, Cepero, Martínez de la Rosa, Larrazábal, García Herreros, Quintana, Felice, Villanueva, Muñoz Torrero, Manuel Cano, Álvarez Guerra, O´Donoju, Capaz, Isidoro Máiquez, Bernardo Gil, Campos, Calatrava y los también masones aunque no miembros  del Supremo Consejo, Porlier, Zorraquín y Ramos Arispe. Algunos pudieron escapar exiliándose, entre ellos el conde de Toreno, (que lo hizo a Inglaterra, donde se le conocía como el vizconde de Matarrosa), Javier Istúriz, Díaz del Moral, Cuartero y el general Mina.  Romero Alpuente y el general Van-Halen fueron los únicos supervivientes de la logia de Murcia. Esto no significó la falta de actividad de los masones en España; se reunían clandestinamente, de noche y a oscuras, sin levantar actas ni formar expedientes de iniciación para no dejar rastros escritos. En 1811 se forma el Supremo Consejo de Estado entre cuyos miembros se hallaban, según Los Anales Masónicos de la India Occidental, el general Riego, Gálvez, Agustín Argüelles, Evaristo San Miguel, Palacios y otros. La masonería española adquiere entonces unas características peculiares: carácter conspirador y reducto del militarismo romántico liberal, pues a ella pertenecen todos aquellos (Lacy, Riego, Torrijos, etc.) que protagonizaron en España, de manera sistemática y continuada, el sinfín de pronunciamientos propios del siglo XIX hispánico, como por ejemplo el que llevó a cabo el coronel Rafael del Riego en Las Cabezas de San Juan (Sevilla) en enero de 1820, en contra de ser embarcados para dominar la insurrección hispanoamericana. A comienzos de marzo, mientras se iban dispersando las tropas de Riego, estalló una insurrección liberal en Galicia que se expandió por todo el país, llegando en Madrid a acorralar al rey en el Palacio Real, quien, obligado a jurar la Constitución de Cádiz, dijo: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, famosa frase que, como se comprobó poco después, solo era una fórmula para ganar tiempo.

 En contra de la opinión de los masones que niegan su influencia en la política. Jaime Vicens Vives, renombrado maestro de historiadores, describió la  importancia de la labor masónica en el desarrollo de los hechos cruciales sucedidos en España y Raymond Carr estableció la hipótesis de que la Masonería española entre 1814 y 1820 fue un movimiento que seguía tres cauces: una francmasonería con resabios conservadores, difundida por los franceses entre las castas vinculadas al régimen en tiempos de la ocupación; un grupo nacional-liberal, que tal vez acusaba influencias de la masonería inglesa y que acabaría haciéndose fuerte en Cádiz (se trataría de la masonería de Istúriz, Alcalá Galiano y Mendizábal) y una masonería puramente militar de jóvenes oficiales activistas, entre los que habría que citar a Van Halen, Antonio Mª del Valle, José Mª Torrijos, Juan Romero Alpuente. De modo que en la Guerra de la Independencia había masones en ambos bandos y alguno de ellos, como Alcalá Galiano, colaboraron con la monarquía posteriormente. Sucede a continuación el llamado Trienio Liberal, momento del más fuerte influjo político de la masonería española, particularmente en 1822 pero duró poco.

En 1824, la masonería está prohibida y de nuevo en clandestinidad, aunque Fernando VII el llamado “Rey felón” que tanto la combatió, según José A. García de Diego se inició en la Orden durante su estancia en Francia, en lo que abunda también Roa Bárcena y don Francisco de Asís Aguilar, obispo de Segorbe que afirma que fue iniciado masón en Valency y así lo señala en su Historia Eclesiástica. También lo afirman Miguel Morayta y Van Halen, quien procuró convencerle de que se pusiera a la cabeza de la Masonería como único medio de conservar su corona, según manifiesta el primero en sus memorias.

En la llamada Década Ominosa (1823-1833) se consolida el absolutismo como fórmula de gobierno con la ayuda de Los Cien Mil Hijos de San Luis, al frente de los cuales figuraba un masón, el duque de Angulema acompañado por el general Guillerminot, Venerable de la Logia de los Filadelfos y el mariscal conde de Beurnonville, Gran Maestre del Gran Oriente de Francia[5], quienes continúan inmiscuyéndose en política, de modo que, a veces, puede parecer que el pueblo español es el “pagano” de los enfrentamientos entre las distintas tendencias masónicas. Se inicia una gran represión; el rey firma varios edictos que terminan con la petición de la pena de muerte para los francmasones. Siguiendo a Sánchez Casado, mencionamos al marqués de Lebriñana, al capitán Fernando Álvarez de Sotomayor, Antonio Caso, Torrijos y al general Lacy. En esta época desempeñaba el cargo de Soberano Gran Comendador del Supremo Consejo de España el infante D. Francisco de Paula de Borbón, hermano del monarca quien al mismo tiempo era Gran Maestre de la masonería simbólica del Gran Oriente Nacional de España.

Fernando VII retratado por Goya

Fernando VII retratado por Goya

Fernando VII, efectivamente, fue un gran represor de la masonería, el Gran Verdugo, le llaman, pero, al tiempo, los incluía en sus gobiernos, como por ejemplo al duque de San Carlos, Macanaz, Góngora, Salazar, Eguía, San Miguel, Argüelles o Martínez de la Rosa. Una incongruencia más del monarca, pero que demuestra la imbricación de la masonería en la política del Estado. Así lo cree Díaz y Pérez cuando afirma que la Orden se puso al servicio del sistema liberal y mayormente desde la muerte del Rey en que todos los hombres que rodeaban a María Cristina y a la Reina niña, contaron con el trabajo de las logias como principal factor para la causa de la libertad.[6] Así ocurrió cuando la reina mandó avisar a sus partidarios liberales y al infante don Francisco de Paula ante la firma derogatoria de la Pragmática que dejaba a su hija sin el trono. El infante y sus hermanos lograron el destierro de Calomarde (el primer inductor del rey), el nombramiento de heredera del trono a favor de la futura Isabel II y la proclamación de Doña Cristina como Regente del Reino. Se abrieron las Universidades y se dictó un decreto de amnistía general, por el que regresaron algunos masones emigrados, (según afirma V. Guarner), si bien la lista se vio ampliada al reponerles en la posesión de sus bienes, derechos y honores, autorizándoles a ocupar cargos públicos. Todo ello permitió un reforzamiento del Partido Liberal, claramente trufado de masones.

Con el nombramiento de la princesa Isabel como heredera del trono de España, surgen las guerras carlistas se forma la Orden de los Libres Masones Españoles, una masonería altamente politizada que no tuvo reparo en declarar:”(…)la Orden de los Libres Masones tiene por objeto el ejercicio de perfeccionar el bien de la humanidad y obedecer bien y fielmente al legítimo Gobierno Constitucional de su Majestad Isabel II, al bien general de la Península[7] y al exterminio de la guerra civil contra los tiranos usurpadores.

El período 1833-1843, lejos de ser un período de persecución y clandestinidad sería de esplendor, pues caído Cea Bermúdez, casi todos los restantes jefes de Gobierno o ministros del período serán miembros de la institución. Se repiten nombres de los más conspicuos masones con habilidad suficiente para participar en todos o casi todos los gobiernos. Entre ellos, Juan Álvarez Mendizábal, quien en 1836 decretó la famosa desamortización que lleva su nombre por la que se suprimieron todas las órdenes religiosas que no tuvieran como fin la beneficencia, al tiempo que expropiaba sus bienes y los ponía en venta. Aunque lo propusieron como medida social, el proceso no tuvo efecto igualitario alguno, pues el método de subasta dirigía los bienes hacia unas pocas manos, las que disponían de capital. No se formó en España ninguna burguesía agraria, pues sólo la nobleza terrateniente se interesó por las grandes pujas. La reforma acrecentó el latifundismo en el sur y atomizó los minifundios del norte. Tampoco logró el flujo de capital deseado[8], pues el proceso de venta fue lento y el dinero llegó con cuentagotas[9]. Pero consiguió el fin que más les preocupa, atacar a la Iglesia. Poder y sociedad sólo pueden vivir en el respeto a las instituciones y observancia de las leyes», afirmaba Nicomedes Pastor Díaz, si bien, la idea de «libertad bajo la ley» era todavía una quimera en España. En 1836 los progresistas, agrupados alrededor de Mendizábal, estaban muy lejos de aceptar el resultado de las urnas y alegando un posible pacto entre moderados y carlistas se dispusieron a romper el marco del Estatuto por la vía insurreccional. Y así, el 12 de agosto estallaba el célebre Motín de la Granja que obligó a la regente doña María Cristina a firmar un decreto restableciendo la Constitución de 1812.

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Tras el motín, formó gobierno el masón don Manuel María de Calatrava, en el que desempeñaron cartera los también “hermanos” don Joaquín María López, don José Ramón Rodil, don Andrés García Camba y, de nuevo, don Juan Álvarez Mendizábal. Las Cortes constituyentes convocadas por este último Gobierno fueron presididas por el correligionario Gómez Becerra. Y obtuvieron escaño los también miembros de la secta, Argüelles, Alonso Cordero, Álvarez Gómez, Acuña, Alcalá Zamora, Ayguals de Izco, Aspiroz, Ballesteros, Beltrán de Lis, de los Cuetos, Cantero, Caballero, Cano Manuel, Espartero, Espoz y Mina, Ferros Montaos, Fernández del Pino, Fernández de los Ríos, Feliú y Miralles, Fernández Baeza, Ferrer, Flores Estrada, González Antonio, Gracia Blanco, Garrido, Martín de los Heros, Huelves, Infante, Llanos, Madoz, Matheu, Millan Alonso, Olózaga, Olleros, Padilla, Roda, Seoane, Salvato, San Miguel, Sancho, Vadillo y Vicens.

Aquellos acontecimientos significaron la ruptura definitiva del gran partido liberal español y la irrupción del juego sucio entre sus dos familias: moderada y exaltada. Ya no podía gobernarse con los principios abstractos de 1812, como querían los progresistas, ni con los restrictivos principios del Estatuto Real como querían los moderados. Era necesario encontrar un consenso básico entre los liberales para afrontar la guerra carlista y, sobre todo, la construcción del Estado y la administración.

El Real decreto de abril de 1834 se limita a amnistiar las actuaciones pasadas, pero sigue manteniendo prohibida la pertenencia a la Masonería, bajo penas de prisión, destierro e inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos. A pesar de ello y, en contra de la opinión de Ferrer Binimeli que reitera una y otra vez que nunca actuaron en política,  durante la regencia de la «reina gobernadora» formó Gobierno, como presidente, el ya mencionado masón Martínez de la Rosa, figurando al frente de respectivas carteras ministeriales los también compañeros Garelly, Burgos, Zarco del Valle y Vázquez Figueroa, lo que facilitó la disminución de la presión policial. De entre los miembros de la Francmasonería española en aquellos años, destacan los generales: Espoz y Mina, Porlier, Lacy, Miláns, Álava, Van Halen, O’Donojú, Torrijos, O’Donnell, Santander, Zayas, Morillo, Moreda, Valdés y Martínez de San Martín. Los jefes y oficiales: don Ramón Latas, don Joaquín Vidal, don Ignacio López Pintos, don Eusebio Polo, don Patricio Domínguez, don Facundo Infante, don Antonio Quiroga, don Felipe Azo, don Juan Sánchez, don Ramón -Álvarez, don Francisco Merlo, don Cipriano Lafuente, don Tomás Murciano, don Laureano Félix, don José Ortega, don Joaquín Jacques, don Juan Antonio Caballero, don Ramón Maestre, don Francisco Vituri, don Vicente Llorca, y don José Ramonet.

Y, de entre los civiles, además de los indicados anteriormente destacaron don Vicente Cano Manuel, presidente de las Cortes y su hermano don Antonio Cano Manuel, ministro de Gracia y Justicia; don Juan Álvarez Guerra, varias veces diputado y senador y Ministro del Interior en 1835; don Álvaro Flórez Estrada, diputado que tomó parte activa en la revolución de 1820; el Marqués de Tolosa, activo fundador de Logias; don Antonio Romero Alpuente que llegaría a ser diputado en 1880; don Martín Batuecas activo luchador por las ideas republicanas; don Alfonso María de Barrantes, don Antonio Pérez de Tudela, que fuera Gran Comendador de la Orden; don Mateo Seoane, diputado en 1823 que votó a favor de la destitución de Fernando VII; don Juan Manuel Vadillo, varias veces diputado y senador; el célebre poeta don José de Espronceda, incansable activista a favor de la Masonería; don Bartolomé José Gallardo, que fuera bibliotecario de las Cortes de Cádiz, don Juan Hurtado, don José Alonso Partes, don Manuel Figueroa, don Pascual Navarro, don Antonio Oliveros, don Antonio Zarrazábal, don José Zorraquin, don Francisco Fernández Golfin, don Ramón Félix, don Juan Antonio Yandiola, don Sebastián Fernández Valera, don José María Montero, don Mamerto Landáburu, don Francisco Alvarez, don Francisco Lonjedo, don Gregorio Iglesias, don Domingo Badia (Alí Bey), don Claudio Francisco Grande, don Nicolás Paredes, don Tomás Francos, don Domingo Ortega, don Francisco Meseguer y don Francisco Fidalgo[10]. Muchos de ellos diputados o senadores en distintos gobiernos, reiteramos, participaron en política como exigían sus cargos, pero según las directrices de la Orden.

El resultado fue la Constitución de 1837 que diseñaba un régimen de «soberanía compartida», un sistema constitucional y parlamentario perfectamente homologable con los más avanzados que en aquel momento se podían encontrar en Europa. Los progresistas coincidían en aquel momento con lo propugnado por los centristas de Istúriz en las abortadas Cortes de 1836: el texto constitucional reconocía la «soberanía popular», incluía una declaración de derechos individuales, establecía la libertad de imprenta, la tolerancia religiosa, el poder judicial y la milicia nacional tal como querían los progresistas, pero incluía también principios moderados como el sistema bicameral, el veto del monarca y el derecho de disolución. Fue pues, la primera Constitución claramente consensuada por los dos principales partidos españoles.

Mientras tanto la guerra se inclina a favor de los carlistas. Además, en 1842 las tropas de Juan Van Halen en el gobierno de Espartero bombardearon Barcelona porque  la ciudad se rebeló contra la política librecambista del gobierno que amenazaba al proteccionismo exigido por los industriales catalanes para mantener el monopolio de sus productos textiles en España. Las medidas liberales progresistas de Espartero, promovían la apertura de las fronteras españolas a los productos ingleses, competidores en aquel momento por calidad y precios de los fabricados en Cataluña. Las negociaciones librecambistas con Inglaterra concluyeron con el anuncio de un tratado comercial, ocasionando  el desencanto  e indignación de la Burguesía Catalana (la Junta Popular) y de las asociaciones de obreros que pedían la protección de la Industria Catalana en contra del resto de los españoles. El 8 de junio de 1843 se produjo otra insurrección de tropas contra el gobierno. El objetivo era conseguir la mayoría de edad de Isabel II y su coronación. En la lucha entre las distintas facciones o ramas masónicas se alza Prim quien ordena un segundo bombardeo de Barcelona. Se inició éste desde la Ciudadela y se lanzaron cerca de 3000 bombas durante los dos meses que duró el asedio.

La España isabelina se convirtió en la España de los pronunciamientos militares, cada uno provocaba un cambio constitucional, aunque no eran Constituciones civiles. Los notables de turno eran los que regían y de sus intereses, a veces contrapuestos según la logia, dependían los cambios,[11] el pueblo no tenía derecho a voto ni a instrucción pública. Esta situación inestable creaba constantemente revueltas, por lo que para garantizar el orden público se creó ese año la Guardia Civil. Los acontecimientos políticos llevaron a que la reina concediera en mayo de 1844, la jefatura del Gabinete a Narváez quien, además, se adjudicó la cartera de Guerra. Durante los dos años de su gobierno termina con Martín Zurbano y encarcela a Prim acusándolo de participar en un complot contra él, por el atentado sufrido en Madrid en la calle del Desengaño esquina a Luna ante la parroquia de San Martín. Ese día se trasladaba en berlina en compañía de su ayudante el comandante Baseti y don Salvador Bermúdez de Castro, duque de Ripalda y de Santa Lucía y marqués de Lema. El primero resultó muerto y el segundo, herido. Narváez resultó ileso. Al poco, fue depuesto y sustituido por otro masón, Istúriz.

Dos años después de estos sucesos, el 9 de noviembre de 1846, el papa Pío IX, continuando con la línea de sus predecesores, ̶ Clemente XII en 1738 (bula In eminenti) y Benedicto XIV en 1751 (bula Providas), ̶  promulga la nueva encíclica “Qui pluribus” contra la masonería, de la que conviene recordar algún párrafo:

“Sabemos, Venerables Hermanos que, en los tiempos calamitosos que vivimos, hombres unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina, cerrando sus oídos a la verdad, han desencadenado una guerra cruel y terrible contra todo lo católico, han esparcido y diseminado entre el pueblo toda la clase de errores, brotados de la falsía y de las tinieblas. Nos horroriza y nos duele en el alma considerar los monstruosos errores y los artificios varios que inventan para dañar; las insidias y maquinaciones con que estos enemigos de la luz, estos artífices astutos de la mentira se empeñan en apagar toda piedad, justicia y honestidad; en corromper las costumbres; en conculcar los derechos divinos y humanos, en perturbar la Religión católica y la sociedad civil, hasta, si pudieran arrancarlos de raíz”.

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A partir de la publicación de este documento  se produjo una reacción en España. Muchos masones emigraron, pero según afirma Sánchez Casado[12], “la regularidad del Supremo Consejo fue perfecta y sus trabajos se acomodaron a las vicisitudes de la época”, es decir, actuaron más solapadamente, pero las luchas entre las distintas líneas masónicas continuaron. Así, cuando por la amnistía de 1847 puede volver Espartero a España y es nombrado senador vitalicio, Narváez, muy irritado, entra en el Consejo de Ministros e implanta su dictadura que durará tres años con el breve paréntesis del gabinete relámpago de Cleonard. Mientras, triunfan los movimientos progresistas y revolucionarios en Francia, Prusia, Austria, Hungria y en los Estados Pontificios que darán unidad a Italia como estado.

El 28 de junio de 1854 se produjo “La Vicalvarada[13] bajo las órdenes del general O´Donnell. Se inició como resultado del malestar de los militares conservadores, pero acabó convirtiéndose en un conjunto de reivindicaciones de tipo progresista. Esto trajo consigo de nuevo el regreso de Espartero al poder en coalición con O`Donnell. Durante el Bienio Progresista Cándido Nocedal fue un activo defensor del Partido Moderado que se encontraba en grave situación, y a él se atribuye haber podido mantener las filas del mismo organizadas frente a los movimientos de los progresistas y la aparición de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, con quien se enfrentó abiertamente, tanto en las Cortes como a través de la publicación satírica y neocatólica que fundó, El Padre Cobos. Tan ardiente defensa de la reacción le permitió ser nombrado ministro de Gobernación en 1856 tras la caída del Bienio. Después, y aprovechando la holgada mayoría parlamentaria conservadora de las elecciones generales que había organizado desde el Ministerio, impulsó la derogación de distintas leyes progresistas del periodo anterior, aprobando una Ley de Imprenta que es considerada la más restrictiva del periodo del reinado de Isabel II. A pesar de que los esfuerzos de O’Donnell por ganarse a los moderados a la causa de la Unión Liberal tuvieron éxito en muchos casos, Cándido Nocedal, líder de los neocatólicos, defendió la tradición contra la revolución, se resistió incluso a la oferta de presidir el Congreso de los Diputados y ser embajador en Roma (1867). Puso especial empeño en despertar la conciencia nacional católica a través de los periódicos La Estrella y  La Constancia, desde donde manifestaba su intención de detener a las fuerzas revolucionarias que amenazaban España.

De nuevo la rama radical de los masones protesta y agita a estudiantes y obreros contra el Gobierno. Se producen duros enfrentamientos en lo que se conoce como  la noche de San Daniel[14] (1865) al cargar la Guardia Civil, apoyada por unidades de Infantería y de Caballería, contra la muchedumbre; el enfrentamiento se saldó con el triste balance de 14 muertos, 193 heridos y 66 fusilados. Destituido O’Donnell, se traslada a Biarritz por problemas de salud donde falleció el 5 de noviembre de 1867, especulándose sobre su posible envenenamiento. Años después también surgirán sospechas sobre la explicación del asesinato de Prim. En ambos casos se señala como culpables a los masones del grupo contrario.

A principios de 1866 estalló la primera crisis financiera de la historia del capitalismo español. Aunque estuvo precedida de la crisis de la industria textil catalana, cuyos primeros síntomas aparecieron en 1862 a consecuencia de la escasez de algodón provocada por la Guerra de Secesión norteamericana, el detonante de esta crisis de 1866 fueron las pérdidas sufridas por las compañías ferroviarias, que arrastraron con ellas a bancos y sociedades de crédito. Las primeras quiebras de sociedades de crédito vinculadas a las compañías ferroviarias se produjeron en 1864, pero fue en mayo de 1866 cuando la crisis alcanzó a dos importantes sociedades de crédito de Barcelona, la Catalana General de Crédito y el Crédito Mobiliario Barcelonés, lo que desató una oleada de pánico. A la crisis financiera de 1866 se sumó una grave crisis de subsistencias en 1867 y 1868 motivada por las malas cosechas de esos años. Los afectados no fueron los hombres de negocios o los políticos, como en la crisis financiera, sino las clases populares debido a la escasez y carestía de productos básicos como el pan. Se desataron motines populares en varias ciudades, en Sevilla, por ejemplo, donde el trigo llegó a multiplicar por seis su precio, o en Granada, al grito de “pan a ocho [reales]”. La crisis de subsistencias se vio agravada por el crecimiento del paro provocado por la crisis económica desencadenada por la crisis financiera, que afectó sobre todo a dos de los sectores que más trabajo proporcionaban, las obras públicas —incluidos los ferrocarriles— y la construcción. La coincidencia de ambas crisis, la financiera y la de subsistencias, creaba unas condiciones sociales explosivas que daban argumentos a los sectores populares para incorporarse a la lucha contra el régimen isabelino.

La desaparición de O`Donnell permitió a los unionistas iniciar una convergencia con progresistas y moderados, que culminará en El Pacto de Ostende, que recibe su nombre por el de la ciudad de Bélgica donde se firmó el 16 de agosto de 1866. Fue una iniciativa del general progresista Juan Prim con el objetivo de derribar la Monarquía de Isabel II. La Unión Liberal aceptaba la entrada en un nuevo proceso constituyente y en la búsqueda de una nueva dinastía, la soberanía única de la nación y el sufragio universal. La respuesta de Narváez fue acentuar su política autoritaria. Las Cortes cerradas en julio de 1866 fueron disueltas y se convocaron nuevas elecciones para principios de 1867. La “influencia moral” del gobierno dio una mayoría tan aplastante a los diputados ministeriales que la Unión Liberal, lo más parecido a una oposición parlamentaria, quedó reducida a cuatro diputados. Además en el nuevo reglamento de las Cortes aprobado en junio de 1867, tres meses después de haber sido abiertas, se suprimió el voto de censura, reduciendo así sensiblemente su capacidad para controlar al gobierno. El 23 de abril de 1868 falleció el general Narváez dando paso al clima de conspiración contra el reinado de Isabel II que desembocará en la revolución de 1868.


[1] Se trata de fue una conspiración política que se produjo durante el reinado de Carlos IV.  Fue llamada así porque fue descubierta el 3 de febrero de 1796, día de San Blas. Estaba encabezada por el ilustrado mallorquín Juan Picornell —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública— y los conjurados trataban de dar un golpe de estado apoyado por las clases populares madrileñas para «salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza». Tras el triunfo del golpe se habría formado una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia. Picornell y los otros tres detenidos fueron condenados a morir en la horca, pero la pena fue conmutada por la de cadena perpetua que debían cumplir en la prisión de La Guaira en Venezuela, de donde consiguieron escapar de allí el 3 de junio de 1797, colaborando a partir de entonces con los criollos partidarios de la independencia de las colonias españolas de América.

[2] Esta logia tuvo que retirar de su nombre la palabra Constitucional como consecuencia de la represión ejercida por Fernando VII. SÁNCHEZ CASADO, GALO:”Los altos grados de la masonería” p 183

[3] Después del retorno de Fernando VII a España, el 12 de abril de 1814, 69 diputados partidarios del Antiguo Régimen dirigieron al rey un manifiesto, con el propósito de que el monarca aboliera la Constitución del 1812. El objetivo era justificar un golpe de Estado del propio Monarca, Fernando VII para reinstaurar el Absolutismo del Antiguo Régimen. Efectivamente, Fernando VII utilizó el Manifiesto de los Persas como base para llevar a cabo la restauración del absolutismo. El nombre del manifiesto se debe a su encabezamiento: «Es costumbre de los persas...».

[4] SÁNCHEZ CASADO, GALO:”Los altos grados de la masonería” p 184

[5] [5] SÁNCHEZ CASADO, GALO:”Los altos grados de la masonería” p 195

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[6] SÁNCHEZ CASADO, GALO:”Los altos grados de la masonería” p 184

[7] Es necesario aclarar que esta Orden tenía gran vinculación con el Gran Oriente Lusitano.

[8] Para subsanarlo, veinte años después, Madoz, realizará una nueva desamortización con el mismo resultado.

[9] Los miembros de la familia Rotschild (James, Nathan y su hijo Lionel, etc.) judíos y masones, lograron, al parecer no muy limpiamente, la explotación de las minas de mercurio de Almadén (que les reportaba entre 1,5 y 2 millones de francos anuales de 1835, por el apoyo fraternal de Toreno y Mendizábal) y de las que España NUNCA percibió ganancias.

[10] RESPETABLE LOGIA SIMBÓLICA MORIÁ Nº 143:”La Masonería en España”

[11] Recordemos la pertenencia de los mismos a la Masonería,  pero dentro de ella existían logias supeditadas a diferentes obediencias.

[12] Galo Sánchez Casado nació en 1949. Sociólogo, periodista, publicitario y viajero incansable, iniciado en la masonería en 1986 en la logia San Juan de Catalunya, n.º 1 de la GLdE, ha sido oficial en varias ocasiones de la Gran Logia de España. Aunque apasionado del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, esto no le ha impendido conocer otros ritos, por lo que es grado 33.º del REAA, Mark Mason y Royal Arch Mason, además de pertenecer al rito de Emulación y Schroëder o haber trabajado en el rito de York o Escocés Rectificado. Actualmente como grado 33.º, está dedicado al Supremo Consejo del REAA para España, del que es oficial y miembro de la Comisión Rectora, Delegado de Comunicación, Director de la Revista Zenit y Delegado para Cataluña.

[13] La Vicalvarada fue un pronunciamiento de militares «progresistas” (en su mayoría compuesto por masones radicales), dirigido por los generales Leopoldo O´Donnell y Domingo Dulce contra el gobierno moderado. Consecuencia del golpe de estado finaliza la década moderada los progresistas se hacen con el poder (1854-1856), lo que se denomina el bienio progresista. El levantamiento ocurrió el 28 de junio de 1854, las tropas de los sublevados se enfrentan a las del gobierno en Vicálvaro (entonces pueblo, hoy incorporado  a Madrid). Con el triunfo revolucionario, Espartero, también liberal progresista, es nombrado Presidente del Consejo de Ministros y O’Donnell ocupa la cartera de Guerra.

Este pronunciamiento dio lugar durante varios días a una verdadera revolución en Madrid con resultados muy relevantes en personas y edificios. Los revolucionarios asaltaron las casas de los nobles y de los Ministros del Gobierno. Importantes fueron los daños causados en la Puerta del Sol  y en los palacios del marqués de Salamanca y de María Cristina, que fueron asaltados e incendiados. Igualmente fueron asaltadas la casa del Ministro de Fomento, en la calle Prado con León y la del Ministro de Hacienda. Las barricadas se vieron por la zona de la Puerta del Sol, produciéndose numerosos daños y asesinatos. Destacado fue el linchamiento y maltrato público del jefe de la policía que acabó su vida siendo fusilado en la Plaza de la Cebada.

[14] El motivo fue la decisión del Gobierno de España de enajenar una parte del Patrimonio Real para hacer frente a la delicada situación que atravesaba la Hacienda Pública. Este hecho motivó la repulsa de un sector de la población que era contrario a que se hiciera entrega del 25% a la Reina Isabel II. Don Emilio Castelar, catedrático de Historia en la Universidad Central, se puso al frente de aquel movimiento publicando varios artículos contrarios a la usurpación de los bienes del pueblo para favorecer, en cierta medida, a la Monarquía. Por aquella época, los catedráticos tenían vetado cualquier posicionamiento cercano al “krausismo”, que defendía la libertad de cátedra y la tolerancia académica. Asimismo, les estaba prohibido emitir opiniones contrarias al «Concordato de 1851», que había puesto fin a la desamortización de los bienes eclesiásticos lo que había disgustado profundamente a los masones anticlericales. Como consecuencia de todo ello, el Gobierno presionó al Rector, don Juan Manuel Montalbán, para que destituyera a Castelar pero, su negativa a tomar esta medida, motivó el cese de ambos y la dimisión de otros catedráticos en solidaridad con sus compañeros. En la fecha en que tomaba posesión el nuevo Rector, los estudiantes se echaron a la calle arropados por obreros, intelectuales y miembros de diversos partidos políticos. Al caer la noche del 10 de abril, los manifestantes se concentraron en la Puerta del Sol para dar una serenata de apoyo a Montalbán, que había sido prohibida con anterioridad por el Ministro de la Gobernación.

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Licenciada en Geografía e Historia, fue profesora hasta su jubilación.

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