Este título se lo robo a Jardiel Poncela, genial autor de un librito desternillante con título muy parecido. Porque voy a contarles una anécdota relacionada con un ascensor.
En una vida se presentan innumerables ocasiones para conectar con Dios o, mejor, deberíamos decir que Dios mismo las aprovecha para con sus nudillos, tímidamente, pedir permiso y entrar en nuestro yo total. Nosotros nada más tenemos que ser receptivos. Para lo cual nos basta estar atentos a sacar esperanza de nuestras limitaciones en este fugaz pero largo y formidable regalo de la vida. Sólo necesitamos tener configurada el alma hacia Él, la inteligencia interior atenta a oírle.
Desde que nacemos, el soporte físico que nos lleva se va desarrollando sin nosotros darnos cuenta, pero el espíritu y la inteligencia – no la picardía, que crece también sola – no siempre van a la par. Así el espíritu puede sufrir raquitismo extremo y la inteligencia quedarse en el peor analfabetismo. El avance socioeconómico nos hace más altos, más guapos y más preparados pero no puede hacernos mejores personas. Diríamos que el deslumbre de la tecnología nos hace más difícil esa ascensión iniciada en el Bautismo que exige, en medida personalizada, una actitud de trascendencia para que toda nuestra voluntad se ponga en las manos de Dios.
«Señor, no me des pobreza con la que te maldiga ni riqueza con la que me olvide de Tí. (…) no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Pero quién es el Señor? O que siendo pobre, hurte*, y blasfeme tu nombre, Dios mío. » Proverbios 30:7-9
Puesto que en casa la familia mengua mientras crece en los que se salieron a formar su propia familias, nos hemos mudado a un soleado piso de menor espacio, sito en una urbanización de buenas instalaciones comunes y, sobre todo, de buen vecindario. Pero dado que están cercanas las familias de mis hijos, quiero decir los que viven en Madrid, es corriente tener de huésped algún nieto, de entre uno a doce años.
Tiempo atrás llevaba días revisando en el cuarto trastero viejos papeles, cacharros y fardos que roban espacio. Tarea que no termina nunca porque nos demoramos a desprendernos de retales de los pasados con fecha de caducidad temiendo tirar, inconscientes, aquella carpeta con el Acta de Matrimonio, la orla del abuelo, las fotos de los bisabuelos, los recuerdos de aquellos viajes… Porque hay pasados que son presentes continuos, como huellas de eternidad.
Una tarde me acompañó una nieta de apenas cinco años. Como mi lector puede suponer, me ayudaba con el proverbial: “Esto me lo pido”. De pronto me di cuenta de que no era bueno continuar mucho rato en aquel ambiente ligeramente húmedo y de olores poco recomendables, con los cuartos de basura no muy distantes. Así que apuré la tarea y nos volvimos al ascensor.
La niña quería apretar el botón. “- Que no puedes, mi nena.” “- Que sí que puedo”, me contestó muy firme y segura. Mas yo me recreaba insistiendo: “- ¿Pero no ves que eres pequeñita y no llegas?” Y entonces la niña me iluminó con este sencillo argumento: “- Ya, sí, pero… Si tú me aúpas…” Y de esta manera aquel botón fue toda una lección sobre la condición del hombre.
Todas las virtudes, teologales y cardinales, quedaron comprimidas en ese: “Si tú me aúpas…” Y aquel ascensor, en aquel instante, se convirtió para mí en una mágica cabina de descompresión de todas las dudas, impotencias, vanidades y miedos que algunas veces se afincan en mi cabeza con éxito desproporcionado.
Ese botón del ascensor al que mi nieta no llega me convenció de que también la Iglesia Católica puede volver a su ser si torna sus ojos al que la hizo suya, Jesucristo, en vez de atender tan interesada a lo que opinen los que siempre serán «hijos de las tinieblas». Si le pedimos y, sobre todo, si le vemos como el Señor de la historia. Para que nos aúpe hacia la luz de la vida desde un sótano repleto de olvidos.
«Yo os lo aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. (…) Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre.» (Mt 18, 3-5; 10)