Del gran apóstol del Medioevo, San Bernardo de Claraval, del que con lágrimas suplicamos a Dios algún brote para nuestro tiempo, se cuenta que oyó, como si se le abrieran los cielos, a un coro de ángeles cantar la Salve. Dice la leyenda que mientras entraba en la catedral de Spira se fue arrodillando a cada una de las exclamaciones: O clemens, O pia, O dulcis Virgo María, dejando la milagrosa huella de sus rodillas en las losas del suelo…
De esto no pocos, en especial franceses, concluyen que la Salve Regina es obra de San Bernardo. No escatimaré elogios a tan gran figura de aquel tiempo (1090-1153), a la cual corresponde el honor de haber sido el mayor difusor de esta hermosísima antífona. Pero me parece infantil atribuirle toda la oración. Se dice de San Bernardo que oyó a los ángeles cantarle a la Santísima Virgen María en sones y voces que le raptaron en éxtasis… Y eso no es difícil de aceptar. Dios da a veces estos regalos, y no sólo a los santos canonizados. Pero no pasemos a más elucubraciones de un episodio del que ya resulta chocante que en el cielo se esté «gimiendo y llorando en un valle de lágrimas».
Seguidamente propongo algunas consideraciones, y pido a mis lectores el favor de corregirme para ganancia de este modesto pero atrevido artículo.
La invasión árabe de la Hispania visigoda.
Se me hace ocioso subrayar que la invasión árabe fue fulgurante, arrolladora. Aunque su asentamiento duró ocho siglos, hasta su total expulsión, el alcance de sus límites geográficos como ocupantes no se demoró apenas una docena de años. Fijémonos que entraron con la batalla del Guadalete, Cádiz, en 711, y era el 722, o quizás el 718, cuando Don Pelayo los enfrentaba en Covadonga (Asturias).
La invasión árabe fue fruto de las divisiones políticas, de las desmedidas ambiciones territoriales y, por encima de ello, un castigo a la herejía arriana que desmembró el reino visigodo en su esencia. El arrianismo fue la primera gran incursión humanista, materialista y desacralizadora de la figura de Jesucristo.
En los inicios del siglo X Hispania pasaba por uno de sus periodos más tristes. El Islam se había apoderado de cuatro quintas partes de la Península Ibérica. Miles de imágenes de Nuestra Señora y Madre del Salvador habían sido escondidas, o enterradas, o se exiliaban una y otra vez más hacia el norte. De Toledo a Madrid, de Madrid a Zamora, de Zamora a Astorga y de allí a los Picos de Europa. Las mal guarnecidas plazas del reino visigodo, dividido en disputas latifundistas, fueron fácil presa para los invasores que arrasaban pueblos y expoliaban haciendas, derruían templos, incendiaban casas y graneros, esclavizaban a los habitantes que quedaban vivos y se cobraban nuestras hijas doncellas. Esta fue la realidad de los invasores en el rigor de la conquista militar. La política de convivencia hogaño tan piropeada no se había conocido aún, ni yo creo que se diera tal como la proponen nuestros actuales intérpretes.
A este artículo le ha dado impulso la situación que vive España hoy mismo, sumida en una gran depresión económica no fortuita sino preparada, como sospechan no pocos especialistas. «La Revolución necesita cuatro millones de parados», dijo Pasionaria al volver de la URSS. Además de la recidiva división política que amenaza de secesión en Basconia y Cataluña, por el respaldo de treinta y cinco años de intoxicación de las nuevas generaciones con el término ciudadanía, hijo de la Revolución del s.XVIII, para disolverlas en la desidentidad, contrario al término españoles que nos aglutina en un solar y patria comunes. A lo cual se suma una artificial depresión de la fe católica impuesta por los errores de gobierno de las nuevas autoridades de la Iglesia.
No será, pues, inoportuno hermanar este hoy de España con el ayer de la Iberia Musulmana, muy en particular por la actualidad de la pretendida separación de vascos y catalanes. Porque si la invasión árabe no pudo evitarse, pocos saben que fue porque Don Rodrigo, el último rey godo, debió acudir a toda prisa al norte para sofocar la rebelión de los bascones y la, ya entonces, no primera secesión de la Septimania Inferior, la fenicia maestra de comerciantes, tan dada a la usura y la insolidaridad. Así ésta, hundida en su egoísmo, pactó con Tarik para que se la respetara en sus conquistas, ajena a los reinos hermanos que eran atacados. Mas como la ceguera y la traición siempre tienen el mismo destino, pronto los moros tomaron aquel pacto por papel mojado haciendo botín de guerra de todos aquellos apátridas.
San Pedro de Mezonzo
Contemplemos ahora aquella privilegiada región de la Cristiandad situada en la extrema esquina del suroeste de Europa, lejos y aislada de sus corrientes culturales. A la Península Ibérica se la miraba con piadoso abandono desde los reinos del interior continental una vez que Carlos Martel, Mayordomo de los Holgazanes, hubo detenido el empuje islámico en la Galia de los francos.
En Iberia, el dominio musulmán se había extendido por ley de las armas del caudillo Almanzor, hasta las benditas tierras que recibieron los restos del Santo Apóstol Santiago. Saqueos, destrucción, fuego y sangre. Era el año 997. Almanzor llegó por fin a aquella deseada meta en la que iba a arrancar a los cristianos sus sagradas reliquias.
A caballo, con sus más leales se adentró en el templo del que el obispo Pedro de Mezonzo (931-1003) había ordenado esconder imágenes, reliquias, platas y oros que el celoso pastor guardó de la avaricia y del odio de los invasores. Las columnas y paredes de la nave estaban desnudas. Puede mi lector imaginar conmigo la sorpresa de los asaltantes. Veámoslos atentos a lo que decidirá hacer su jefe.
Han pasado el atrio, los cascos y el resoplar de los caballos emiten ecos de muerte en la nave desierta. Almanzor, sin desmontar, se separa del grupo y se acerca al fondo, iluminado por una docena de velas que alumbran a un solitario sacerdote arrodillado ante una caja o sarcófago. Es Pedro de Mezonzo, el santo obispo de Compostela y único personaje que le espera en silencio. Sigue absorto en su oración quieto sin apenas respirar, sin volverse a mirar al Omeya invencible. Preparado para oír desenvainarse una espada que, sin duda, le cortará la cabeza.
Almanzor mira en silencio al obispo. Pasa un minuto, dos, tal vez una eternidad. Almanzor no dice nada. Vuelve a mirar en su derredor y… suavemente tira de una brida y se da la vuelta. «¡Vámonos!, dice a los suyos. Y gracias a este milagro, misterio inexplicado, choque de emociones y perplejidades inéditas en el invicto Almanzor, los restos de Santiago, el Mayor, fueron preservados para la devoción de miriadas de peregrinos que en pocos años llegarían desde todos los rincones del mundo.
A lo que debe decirse que fue por gracia del cielo concedida al Obispo de Compostela que el Camino de Santiago iluminó el firmamento para guiarnos por su galaxia. De este santo imperturbable, nacido en Curtis, municipio de La Coruña, en la comarca de la romanísima Betanzos. San Pedro de Mezonzo, pastor eficiente de las almas que la Iglesia le confió y en cuyo nombre había compuesto y recitado oración tan bella como la Salve Regina. Oración de rendidos hijos angustiados, perseguidos y humillados por el desánimo general. Fue San Pedro de Mezonzo, antes de la anécdota de Almanzor, cierta aunque aquí novelada, el que compuso a finales del s.X las frases más hermosas con que se haya dirigido nunca un alma a la Madre de Nuestro Salvador.
Cuando repaso sus frases y las asocio a lo que ustedes acaban de leer entiendo mejor la inspiración de su extraordinario autor, en tan penosos tiempos de la Iglesia y la Hispania visigoda. Vean ustedes aquí la letra y música de la Salve Regina:
Salve Regina, Mater misericórdiae,
vita dulcédo et spes nostra, salve.
Ad te clamámus, éxsules, filii Hevae.
Ad te suspirámus, gementes et flentes
in hac lacrimárum valle.
Eia ergo, advocáta nostra, illos tuos
misericórdes óculos ad nos convérte.
Et Jesum, benedictum fructum ventris tui,
nobis, post hoc exsílium osténde.
O clemens! O pia! o dulcis Virgo Maria!
Y aquí acababa. Mas luego, en el s.XI, San Gregorio, Abad de Cluny pero nacido en la Toscana italiana, añadió: «Ruega por nosotros Santa Madre de Dios para que seamos dignos de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.»
Referencias:
Walter Goetz, Historia Universal; Ailbe J. Luddy, San Bernardo; Fernando D. Cabanas López, San Pedro de Mezonzo y la Salve Regina; Cesáreo Gil, San Pedro de Mezonzo; Claudio Sánchez Albornoz, España Musulmana; Hilaire Belloc, Las grandes herejías.
Extraña sobremanera que alguna conocida obra de consulta dé por sentado que los más fieles datos se encuentren paradójicamente fuera de sus fuentes originales y sin filtrar la veracidad de los relatos de su tiempo. Así la ‘GER online’, de Rialp, que certifica esta entrada, Salve Regina, con nombres alemanes, suizos y sobre todo franceses; recurriendo incluso a Gonzalo de Berceo que vivió 200 años después de Pedro de Mezonzo.
Muy arraigado está este culto paleto hacia los autores exóticos, especialmente en España y en la intelectualidad más perezosa o, peor aún, más afrancesada. Es como si queriendo saber de Rodrigo Diaz de Vivar, el Cid, acudiéramos antes a Pierre Corneille que a Guillén de Castro o al Romancero Español.