La bomba ha estallado en todos los medios del mundo: El Papa quiere dimitir, descansar, abdicar… Toda clase de verbos lo más ajustados al motivo serán barajados por los traductores, pero eso no importa. Sea como sea, el cese voluntario de un papa no es sólo la noticia del siglo sino la de los siglos. (Séis que no dimitía un papa desde Gregorio XII).
Hoy, pocos hubieran propuesto esta realidad. Tenemos que pellizcarnos para descartar de la fantasía algo que ni a Dan Brown ni a Morris West se les vino imaginar. No quiero pensar en el jaleo que debe haber en el Vaticano. De lo cual se supone que el Papa habrá previsto los pasos que lleven a un cónclave con la menor demora posible para el cual ya habrá unos cuantos cardenales preocupados de llevar al tinte la estola.
Novelando me imagino que alguien pudiera haberle preguntado: «¿Cómo Su Santidad va a justificar el abandono del timón de la Iglesia?» A lo que podría haber respondido: «¿Acaso no es evidente que yo ya no lo manejo?» Y algún otro «consejero»: «Oh, Santísimo Padre, no sé cómo explicar a la Iglesia que el Papa se tome tal libertad para un deber vitalicio.» A lo que siguiendo la elucubración paranoica le confesara: «Hace mucho que el Papa ya no obedece tanto a Dios como forzado lo es a obedecer a sus enemigos…»
Pero no quiero seguir con este juego. Ante tal situación, la mejor disculpa será su avanzado deterioro por ancianidad.
Naturalmente, pensando en lo extraordinario del hecho se viene a la cabeza lo extraordinario de sus causas. Como, también y con mayor importancia, la de los efectos previsibles… Mejor decir, los previstos.
Porque no es inteligible que el Santo Padre se decidiera a este anuncio sin medir las consecuencias… Seguro que lo tenía muy pensado, y desde hace mucho tiempo. Y, además – ¡por supuesto! – delante de Dios. Cuando se tienen 80 años el juicio de Dios se ve tan cercano que a uno le importa muy poco todo excepto hacer lo que a Él agrade. A ver, ahora, qué novedades nos reservan los acontecimientos. Puede, tal vez, que los que se descoyuntaban meninges en ver al Espíritu Santo respaldar con su «indiscutible», «segura», «obligada» asistencia los sacrilegios, herejías, divisiones y desgobierno de los últimos pontificados se vean hoy forzados a cocinar nuevas doctrinas.
No soy más que un fiel corriente que quiere lo mejor para nuestra Santa Madre la Iglesia, por tanto sin duda, para Benedicto p.p. XVI.
Quizás, ni lo niego ni lo afirmo, en todo esto se guarde mucha enjundia de aquella atrevida apuesta del Gran Rabino en defensa de «las libertades del Concilio Vaticano II», plasmada en el ultimátum: «O ellos (la HSSPX) o nosotros (los judíos)». No soy yo quien les da a los lefebvrianos tan gran relieve sino, justamente, el Gran Rabino. Muy por encima de lo que lo hubiera hecho el más entusiasta partidario del obispo francés. Como tampoco fueron los lefebvrianos quienes quedaron heridos de muerte con ese ultimátum, ni mucho menos. El herido de muerte fue el Concilio Vaticano II.