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San Fernando Rey de Castilla y de León

Detalle de San Fernando. Murillo, 1.671(Catedral de Sevilla)
Detalle de San Fernando. Murillo, 1.671(Catedral de Sevilla)

Detalle de San Fernando. Murillo, 1.671(Catedral de Sevilla)

(Fuente: Amor de la Verdad)

«SAN FERNANDO III REY DE CASTILLA y DE LEÓN. COPATRÓN DE ESPAÑA.

San Fernando III (1198-1252), comparte el patronazgo de España con el Apóstol Santiago. Guerrero, poeta y músico, compositor de cantigas al Señor. Se destacó por su integridad, piedad, valentía y pureza. Fernando III de Castilla fue un santo rey, que alcanzó las cumbres más altas de la perfección, santificando las menores acciones de su vida y dedicando a la piedad y devoción mariana más intensa y ferviente todo momento y ocupación.

Fue uno de los más grandes hombres del siglo XIII y el más santo de los reyes hispánicos. Llena la primera mitad del mentado siglo, con su vida ejemplar, su intensa piedad religiosa, su prudencia de gobernante y su heroísmo de conquistador audaz. No conoció en sus empresas la derrota, ni el fracaso; siempre, al contrario, fueron coronadas por el triunfo y la gloria. Es modelo de santo seglar, de militar impertérrito, de cruzado valeroso de la fe. Meticuloso palaciego, músico, poeta, y en todo y siempre gran señor y perfecto caballero.

Nació en el reino de León, probablemente cerca de Valparaíso (Zamora) y murió en Sevilla el 30 de Mayo de 1252. Hijo de Alfonso IX de León y de Berenguela, reina de Castilla, unió definitivamente las coronas de ambos reinos. Consideraba que el reino verdadero al que todo ha de someterse es el reino de Dios. Se consideraba siervo de la Virgen María.

Es criado en las postrimerías del siglo XII, entre los esplendores de la corte de León y crece en sus primeros años, venturosos y felices, acariciado por los cuidados de su madre, mujer virtuosa y ejemplar. Cuando apenas tiene diez años, una grave enfermedad pone su existencia en trance de muerte. Los médicos desesperan de salvarlo. Entonces la madre toma en sus brazos al pequeño, cabalga con él hasta el Monasterio de Oña, reza y llora durante toda una noche ante una imagen de la Virgen, y «el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedia», rezan las crónicas reales.

Por 27 años luchó para reconquistar la península de los moros. Liberó a Córdoba (1236), Murcia, Jaén, Cádiz y finalmente a Sevilla donde murió (1249). Procuraba no agravar los tributos, a pesar de las exigencias de la guerra. Cuidaba tan bien de sus súbditos que se hizo famoso su dicho: “Más temo las maldiciones de una viejecita pobre de mi reino que a todos los moros del África”.

Como rey, tuvo la obsesión de la justicia; era amable, pero recto y firme en todos sus actos. Fue asimismo un gentil señor, en la más alta acepción de la palabra: palaciego finísimo, jinete elegante y diestro en las carreras, versado en los juegos nobles, incluso en los de salón, como el ajedrez; amante de la música y excelente cantor. Se le atribuyen algunas cantigas dedicadas a la Virgen, su gran pasión y amor desde que su madre le contara cómo le había salvado siendo niño. Fomentador de las artes todas, favoreció con esplendidez al entonces naciente estilo gótico, debiéndose a su impulso las mejores catedrales de España: Burgos, Toledo, León, Palencia…

Reconocido por su sabiduría. Fundó la famosa universidad de Salamanca. Fernando III casó dos veces: su primera esposa fue Doña Beatriz de Suabia, princesa alemana; la segunda, Juana de Ponthieu. Ambas le dieron hijos. Con su segunda esposa fue padre de Eleanor, esposa de Eduardo I de Inglaterra.

Brillan en nuestro Rey Santo las tres grandes virtudes militares: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando sus enemigos le creen muy lejos, a las márgenes del Duero, en su corte, aparece de repente ante los muros de Córdoba. Domina el arte de sorprender y desconcertar, aprovechando todas las coyunturas políticas del adversario; organizando con estudio y parsimonia sus grandes y decisivas campañas, prolongando, si preciso es, los asedios con tal de economizar sangre.

Junto a este aspecto, de militar y conquistador, que pudo haber llevado a efecto la unión total de la patria en su época, debe recalcarse su acción de gobernante, de la que apenas hacen mención los historiadores, o sea: sus relaciones con la Iglesia y los prelados; con los nobles y magnates; su administración de justicia y ejemplares relaciones con los demás reyes peninsulares cristianos; su impulso a la codificación y reforma del derecho; su protección a las artes, ciencias y para la creación de nuevos Centros y Universidades… En estos aspectos fue su reinado tan ejemplar y de subidos quilates de perfección, que sólo es comparable luego con el de la gran reina Católica.

En medio de sus innumerables y siempre victoriosas campañas militares y laboriosas gestiones de buen gobierno, brilla con singular esplendor su piedad intensa y ferviente devoción a la Virgen María.

Considerábase caballero de Dios, llamábase siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de Alférez de Santiago. Llevaba siempre consigo una pequeña imagen de la Virgen, en el arzón de su montura, cuando cabalgaba; a la cabecera de su cama, mientras dormía; ante la cual pasaba largas horas arrodillado, en los momentos más difíciles.

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Al saber que estaba cercana la muerte abandonó su lecho y se postro en tierra sobre cenizas, recibió los últimos sacramentos. Llamó a la reina y a sus hijos para despedirse de ellos y darles sabios consejos. Volviéndose a los que se hallaban presentes, les pidió que lo perdonasen por alguna involuntaria ofensa. Y, alzando hacia el cielo la vela encendida que sostenía en las manos, la reverenció como símbolo del Espíritu Santo. Pidió luego a los clérigos que cantasen el Te Deum, y así murió, el 30 de mayo de 1252.

Un resplandor celeste ilumina ya su rostro. «El tránsito de San Fernando, dice Menéndez y Pelayo, oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida”. Había reinado treinta y cinco años en Castilla y veinte en León, siendo afortunado en la guerra, moderado en la paz, piadoso con Dios y liberal con los hombres, como afirman las crónicas de él. Su nombre significa “bravo en la paz”.

Tal fue la vida exterior y la santa muerte del más grande de los reyes de Castilla, «atleta y campeón invicto de Jesucristo», según los Papas Gregorio IX e Inocencio IV. «De la vida interior —volvamos a Menéndez y Pelayo— ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?»

Lo sucedió en el trono su hijo mayor, Alfonso X, conocido como Alfonso el Sabio. Canonizado el 4 de febrero de 1671 por el Papa Clemente X. Considerado por Menéndez y Pelayo como el más grande de los reyes de Castilla. Es patrono de la ciudad de Aranjuez, de varias instituciones españolas y protector de cautivos, desvalidos y gobernantes.»

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Ha trabajado en 13 empresas en mis 50 años de cotizar a la Seguridad Social. Entre ellas dos multinacionales, en suma de 21 años. La primera para España, Portugal y el Magreb territorio que se amplió a Francia e Italia. Ha viajado por deber a medio planeta y sigo activo. Ha conocido a muchísima gente de gran talla moral, empresarial y humana con la que conservo buenas relaciones personales; es así incluso, y con más fuerza, con aquellos amigos que ya no pueden morirse. De estas personas, de esos viajes, de aquellas responsabilidades y del afán siempre vivo por conocer mi entorno y mi tiempo es de donde supongo que mis experiencias y observaciones podrían ser de utilidad. Especialmente en este siglo en que los media son riquísimos y las opiniones paupérrimas.Le preocupa la visible degeneración de la fe católica y, consecuentemente, la posible descomposición de la Iglesia. No ha sido ni una hora seminarista, ni consagrado a ninguna obra religiosa, pero agradece a la Compañía de Jesús – aquella de su edad de estudiante en ICADE – que le enseñara a pensar y “gustar de las cosas internamente”. Somete todas sus reflexiones y opiniones al magisterio tradicional de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, en su unidad de enseñanza, es decir, en lo mismo que se ha creído por todos los bautizados, en todas partes y en todos los tiempos.

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