Al estudiar y proponer caminos para la curación de las sociedades y para la promoción de la familia, es necesario dirigir la mirada hacia un fenómeno grave, complejo y destructor: el aborto.
En primer lugar, porque el aborto va directamente contra uno de los puntales que permiten la existencia de toda comunidad: la transmisión, tutela y promoción de la vida.
En segundo lugar, porque entre las causas del aborto está un modo erróneo de entender la sexualidad que lleva a ver el embarazo como algo temido. Entonces, cuando se producen los así llamados “embarazos no deseados”, muchas mujeres, por sí mismas o bajo la presión de algunos familiares y conocidos, deciden eliminar a su hijo, en el que ven principalmente un obstáculo a la propia realización.
En tercer lugar, porque el aborto que se produce en el contexto de la vida matrimonial implica una grave destrucción del amor. Si un hombre y una mujer contraen un matrimonio verdadero, lo hacen desde el amor y para amar. Si luego la llegada de un hijo llegase a ser vista como “inoportuna” o como “negativa” porque ese hijo tiene características no deseadas (es hija en vez de hijo, está enfermo, etc.), estamos ante una carencia profunda del amor, que de por sí implica abrirse al otro sin condiciones.
En cuarto lugar, porque el aborto involucra a médicos y personal sanitario que, según su propia vocación profesional, tienen que servir a la vida, no destruirla. Una sociedad en la que se practica el aborto en hospitales o clínicas lleva en su interior un germen maligno de incoherencia sanitaria y de deformación profesional sumamente grave.
En quinto lugar, porque cualquier Estado y sociedad que considera el aborto como un “derecho” ha llegado a declarar como bueno lo que es malo, ha exaltado el “delito” (como explicaba valientemente san Juan Pablo II) como si se tratase de algo plenamente admisible. En realidad, la mayor corrosión que daña a cualquier grupo humano consiste en admitir actos que van contra los débiles, los pobres, los enfermos, especialmente los hijos antes de nacer.
Estos son algunos de los motivos que muestran cómo el aborto daña profundamente la vida de las personas, de las familias y de los pueblos, sin olvidar nunca que en cada aborto se suprime una vida humana inocente.
Buscar caminos para sanar a la familia en un mundo desorientado en sus valores implica, en resumen, denunciar valientemente la grave injusticia del aborto. Cerrar los ojos a la misma es una extraña ceguera y un error diagnóstico sumamente grave.
Por eso, como hiciera con especial intensidad el Papa Juan Pablo II, resulta urgente promover una auténtica “movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida” (encíclica “Evangelium vitae” n. 95). Sólo así avanzaremos hacia una defensa valiente, profética, del genuino sentido del matrimonio y de la familia, que se convertirán entonces en células vivas de sociedades más justas y más inclusivas.