En ningún otro momento de la historia el hombre había leído tanto. En cierto sentido podría decirse que la palabra escrita ha llegado a estar por encima de la comunicación oral. Esto queda manifestado no sólo en la omnipresencia de la mensajería instantánea por medio de dispositivos móviles y en app o redes sociales sino también por la manera como la industria editorial ha sabido abrirse paso en la era digital. Frente a quienes auguraban la extinción del libro, a raíz de la aparición de la web, hoy en día la constatación es más bien de una creciente pujanza y de un horizonte esperanzador.
Las casas editoriales han sabido evolucionar del papel a la pantalla respondiendo así a una demanda que no es otra que la de la lectura. Ha acompañado a ésta el nacimiento de aparatos creados aposta para facilitar el ejercicio de lectura (el kindle, por ejemplo) e incluso de redes sociales basadas en libros (véase «Anobbi, el Facebook de los libros»). Es más bien excepción el sello editorial que no cuenta con una presencia en internet: sea para anunciar sus productos todavía impresos y venderlos, sea para dar a conocer las versiones digitales de las obras que vende.
Pero más allá de la migración de soporte o de la mera constatación de un comprensible como esperado fenómeno digital está un modo nuevo de entender la publicación.
Los libros suelen estar acompañados cada vez más por portales especiales que surgen contemporáneamente a la aparición de la obra, ya impresa, ya en formato digital, que acompañan. Hasta ahí nada habría de extraordinario. Normalmente cualquier proyecto suele tener su espejo en la web. ¿Qué hay entonces de particular? Esos portales suelen ser espacios no sólo de información complementaria de la obra y su autor sino auténticos espacios de alargamiento del libro. En ellos se forman conversaciones para discutir el contenido del libro: desde erratas realizadas por los lectores hasta incorporación de datos complementarios o finales alternativos. Se incorpora así la dinámica de la web 2.0 en la que no hay un emisor y un receptor claramente definidos sino más bien múltiples emisores y receptores con un detonador común de fondo (un tema, una causa, etc.).
De suyo, muchos de los libros publicados actualmente invitan a prolongar la lectura discutiendo en torno a la obra en las redes sociales. En Twitter se crean hashtag, en Facebook se sacan fanpage y en Google+ perfiles para el libro. De esta manera el autor involucra a sus lectores y los lectores se involucran con el autor. Una barrera más queda así difuminada.
Desde luego que una realidad así supone nuevos retos para quien da sus primeros pasos en el mundo de los libros. Por una parte el autor se somete ya no sólo o en primer lugar a la crítica de los expertos literarios sino que se enfrenta directamente con la crítica más importante: la de quienes le leen. Algunos comentarios supondrán el aplauso mientras que otros más bien la crítica mordaz.
Todos esos comentarios que, a fin de cuentas son interacción, pueden derivar en tres cosas: 1) en que el autor no los toma en cuenta, no interactúa con sus lectores; 2) en que se ve imposibilitado para hacerlo dado el volumen de los mismos; 3) o en que se experimenta el desaliento dado el aparente desinterés por la interacción.
Naturalmente al momento de evaluar un proyecto espejo en la web debe considerarse a qué público se dirige la obra original del autor. Por otra parte, en los últimos años las casas editoriales están apostando por publicar las obras de autores que ya gozan de cierto reconocimiento en la web. Esto por dos razones: 1) como ya son conocidos hay un auditorio natural que estaría dispuesto a comprar sus libros, y 2) esto ahorra no pocos gastos de marketing y publicidad.
Es sabido que en las redes sociales las páginas temáticas que más interacción suscitan son las religiosas (véase «Las páginas de Facebook más activas a nivel mundial son sobre religión», ZENIT News Agency, 03.10.2013). Relacionando este dato con los proyectos confesionales católicos, ¿no hay en este campo del mundo editorial todo un mundo aún por explorar –y explotar–?