En la festividad de san Nicolás, en la que se celebra el Día de la Constitución española de 1978, los miembros de SOMATEMPS nos encontramos ante el deber de conciencia de compartir estas reflexiones con todos los catalanes de buena fe.
Falsas esperanzas
El nacionalismo catalán acusa a la Constitución española de 1978 de ser una de las causas del denominado “desencaje entre España y Cataluña”. Los Estatutos de Autonomía derivados de esta Constitución, primero fueron alabados y ahora denostados por los mismos nacionalistas. En el origen de la Transición democrática, el ”autonomismo” parecía la meta “legítima y exclusiva” del catalanismo, pero evidentemente todo era una farsa. El independentismo ha podido arraigar en una parte de la sociedad catalana debido principalmente a dos causas: por un lado la artificiosa frustración y resentimiento creados por las estructuras de poder y mediáticas del nacionalismo y, por otro, los tacticismos cortoplacistas de los gobiernos de Madrid, capaces de ceder cualquier cosa por un pequeño ámbito de poder.
Hoy, muchos catalanes de buena fe creen que la Constitución española, y la legalidad de la que ella se deriva, es la única esperanza para frenar la impunidad legal que se atribuye el nacionalismo –especialmente el catalán- en nombre de un “Pueblo” inventado que dice representar. Sin embargo, es nuestro deber prevenir y reflexionar sobre falsas esperanzas. No hay peor enemigo que el autoengaño. Por ello tenemos la firmísima convicción de que la Constitución se convertirá en el caballo de Troya del independentismo. Lo que las fuerzas nacionalistas no consigan por su propio ímpetu, lo harán los partidos constitucionalistas aceptando una reforma constitucional que a la postre legitimará las posiciones independentistas. Si ahora se argumenta que la independencia de Cataluña no es posible porque no es constitucional, ¿qué pasará el día que una Constitución reformada lo permita? ¿Qué argumento se podrá sustentar ante el independentismo cuando éste sea constitucionalmente legal”. Si hace apenas un año, los principales partidos españoles afirmaban por activa y por pasiva que la Constitución era inamovible, ahora ya aceptan discutir retoques. Imperceptiblemente, la transición ha muerto y estamos ante un cambio de paradigma. Sólo aquellos que eludan los tacticismos y prevean los acontecimientos serán los que señalarán la estrategia política y la verdadera agenda donde se dilucidará el futuro de España.
Lo que nos enseña la Historia
En dos siglos, desde la Constitución de 1812, en España se han pasado por 13 procesos constituyentesmás o menos concluidos con “éxito”: uno cada 15 años de media. Los más largos han sido el que van de la restauración borbónica en 1873 hasta la II República en 1931 y el actual. Y éste último está reproduciendo los mismos parámetros de la caída de la monarquía Alfonsina: muerte del bipartidismo, despertar de un extremismo revolucionario, tensiones separadoras, crisis económica. Muchos de estos procesos constituyentes acabaron con situaciones violentas que fueron desde golpes de estados a Guerras civiles.
Cuando ciertas fuerzas sociales se ponen en marcha en la historia, los principios y artículos constitucionales se convierten en diques de contención de escasa eficacia frente a revoluciones, convulsiones y cambios radicales. Los mismos que en un momento defendieron una Constitución, a lo largo de la historia de España, al día siguiente la traicionaban y se acogían a otra que defendía posturas contrarias. Si dos siglos de historia se han desarrollado así, ¿por qué no ha de volver a suceder? Los inventores del “patriotismo constitucional”, como remedio a las tensiones secesionistas, sólo demuestran su estulticia. ¿Quién sería capaz de entregar su vida por una Constitución que ella misma se define como mutable en función de los desequilibrios de las fuerzas políticas reinantes? Lo más terrible es que bajo el manto constitucional se alienta una falsa esperanza a muchos catalanes y españoles que verdaderamente aman su Patria. El verdadero amor Patrio, sea a la patria chica o a la grande, no puede depender de unos redactados elaborados en apenas un mes por unos ponentes fruto del consenso sin idearios y de las prisas por enterrar un régimen al precio que fuera.
Las verdaderas constituciones de los pueblos
Lo que constituye una sociedad, los principios que la hacen real y que fundamentan su identidad, idiosincrasia y personalidad, se forjan con el tiempo. Las Cartas Magnas, como la Magna charta libertatum(Carta magna de las libertades) en la Inglaterra de 1215, fueron pactos constituyentes de una nueva realidad social que perduraron –en cuanto principios- siglos y siglos. Los pueblos de toda Europa fueron forjando sus usos, costumbres y tradiciones, que con el tiempo –y purificadas de sus imperfecciones- eran elevadas a rango de ley por los reyes o autoridades civiles. Buena parte de la dinámica –muchas veces agitada- de la incipiente Europa medieval consistía en asentar esos principios jurídicos, para que las sociedades pudieran gozar de estabilidad y conseguir el bien común y personal de sus habitantes. Por eso, muchos reyes y emperadores no dudaban en jurar y reconocer libertades, usos y costumbres de sociedades ya establecidas sobre las que el azar o la providencia les hacía soberanos. Rara vez intentaron unificar bajo un solo criterio legal uniformizador, usos y costumbres que el tiempo y la historia había ido configurando de forma diversa, pero con un poso común. Por eso Europa, en su esplendor medieval pudo ser una unidad espiritual e incluso política sin perder su diversidad organizativa y legal.
Sólo la modernidad, a imitación del Estado jacobino francés, pretendió trasplantar el modelo de código napoleónico en toda Europa. Lo que en algunos países medianamente funcionó, en otros, como España, fue causa de perpetuos conflictos entre elites iluministas y bases populares tradicionales. El constitucionalismo liberal del siglo XIX provocó ni más ni menos que tres guerras civiles. En la medida que el Estado liberal se fue consolidando, especialmente a los avances que permitían los directorios militares, las tensiones con regiones históricas que aún mantenían vivo el anhelo de sus viejas leyes y costumbres se fueron intensificando. Como efecto secundario, y tras complejos procesos psicosociales en lo que ahora no podemos detenernos, ahí acabarían germinando los nacionalismos como formas revolucionarias y liberales –aunque con aspecto conservador- de saciar los deseos de reencontrase con su tradición.
El caso de Cataluña
La constitución de los pueblos es lenta y salvo casos de rupturas dramáticas o revoluciones, es prácticamente imposible establecer momentos precisos de su aparición. La realidad catalana se va forjando con el tiempo y se establecen diferencias con otros pueblos hispanos debido a la influencia provenzal que le permite una organización con mayor influencia romanizada y un cuidado especial por el derecho. Se podría hablar incluso de una primara Carta magna en la que, el 8 de enero de 1025, el Conde Berenguer Ramonde Barcelona pacta con sus súbditos y acto de Señorío y protección. Ello acontecía dos siglos antes de la redacción de la Carta Magna inglesa.
No obstante, la ordenación jurídica de la sociedad catalana, al igual que de tanto otros pueblos, se fue desarrollando con los siglos y fundándose en usos y costumbres. En el caso catalán, tras tres siglos de organización social y política, se recompilaron los famosos “Usatges de Barcelona”, verdadera “Constitución” de un pueblo, elaborada por el aprendizaje de los siglos y el verdadero saber popular. Curiosamente, en estos Usatges, que sin conocimiento de causa reivindican los nacionalistas para defender la “nación” catalana, se recogen al pie de la letra textos de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla. En la obra de San Raymundo de Penyafort encontramos el primer grandioso intento de sistematización jurídica desde San Isidoro de Sevilla. Los “Usatges” se engarzaron con la aparición de los primeros parlamentos en la Corona de Aragón y así, con el devenir del tiempo, y en boca de Elías de Tejada: “con semejantes elementos: rey, brazos en Cortes y Generalitat, la ordenación constitucional de Cataluña alcanzó en el siglo XIV una modernidad que asombra y un sentido de respeto a la libertad humana que bien podemos anhelar en el siglo XX”.
La Catalunya hispana
En ningún momento de este proceso histórico Cataluña dejó de sentirse hispana y sintió la tentación de desvincularse de la Corona de Aragón a la que pertenecía de facto con el matrimonio entre Petronila de Aragón y conde de Barcelona Ramón Berenguer IV (1150); y de iure con el tratado de Corbeil (1258), por el que Luís IX de Francia, entregaba los condados catalanes a Jaime I. Baste leer la Crónica de Jaime I, para darse cuenta que Cataluña nunca fue tomada como un añadido o algo ajeno a lo hispano. Por ello, en susodicha Crónica de Cataluña como la mejor tierra, la más honrada y noble que en España existe. El propio Jaime I, en las Cortes de Zaragoza de 1264 enaltecía, en lengua catalana, a los catalanes de los que afirmaba que, después de Dios, a ellos debía sus reinos: “aquells de Catalunya, que es lo millor regne d´Espanya, lo més honrat, y ´l més noble”.
Si algún nacionalista tiene dudas de la hispanidad multisecular de Cataluña, que repase la Crónica deBernat Desclot. En ella se hace referencia a los prohombres catalanes en estos términos: Ramón Bereguer IV se presenta en la Corte imperial alemana como “un cavaler d´Espanya … de la terra de Catalunya”; el catalán Ramón Folch es tratado como uno de los mayores barones de España, e igualmenteGuillem Escrivá se le designa como uno de los más leales españoles. El propio Pedro II es llorado como “més que hanc rey que fos en Spanya”. ¿Quién mínimamente culto puede dudar que Cataluña se aquilatara en el fuego de la Hispanidad, forjando sus propias costumbres y leyes, sin por ello tener la más mínima tentación de separarse de los reinos hispanos? Más bien la propia dinámica jurídica y foral de Cataluña la hacía sentirse más hispana.
¿Rupturas y ataques?
El agotamiento de la dinastía de la Corona de Aragón, con el fallecimiento de Martín el Humano, llevó al Compromiso de Caspe. Tres siglos después otra dinastía extinguida, la de los Austrias, llevó a la Guerra de Sucesión y al decreto de Nueva Planta. El desvarío historicista romántico del siglo XIX desvirtuó esta realidad histórica, especialmente con motivo del Compromiso de Caspe. Ello se debería a la contaminación castellana de la nueva dinastía de los Trastámara. Personajes embebidos de un catalanismo ya enfermizo, como Domènch y Muntaner, en su obra, La iniquidad de Caspe, iniciaron una leyenda negra según la cual los castellanos empezarían a oprimir desde 1412 a los catalanes o, peor aún, el Rey Fernando el Católico, sería un mero alfeñique en manos Isabel de Castilla. Nada más lejos de la realidad, como bien juzga Torras y Bages en La Tradició Catalana.
Ciertamente el Decreto de Nueva Planta suponía un duro golpe a las instituciones catalanas, pero no es menos cierto que ni siquiera el poderoso Felipe V tenía en sus manos el aparato burocrático para imponer una uniformización legislativa y burocrática en toda España. Habría de pasar mucho tiempo para ello. El derecho civil catalán de manera prodigiosa fue evolucionando, especialmente de manos del notariado catalán. Una vez más el pueblo de Cataluña demostró su capacidad de dinamismo organizativo y jurídico en el que las normas y costumbres seguían rigiendo muchas veces por encima de Decretos reales, que apenas llegaban a los recónditos lugares de nuestra tierra. 1714 significó un trauma momentáneo y rápidamente olvidado como reconoce un historiador nacionalista de reconocido prestigio como Rovira y Virgili. Sólo en el último tercio del siglo XIX empezaron a aparecer –en el contexto de la historiografía romántica- las lamentaciones por la pérdida de fueros y Libertades.
Los verdaderos opresores.
Lo que no consiguió de facto el Decreto de Nueva Planta, lo acabará eliminando la serie de Constituciones modernas que arrancan con la de 1812, en la que se ponen los fundamentos para dinamitar todo tipo de normas y costumbres que no emanen directamente del poder “soberano del pueblo”. Pero esta falacia del ”pueblo soberano” era más que evidente, pues desde entonces las leyes emanaban, sin ningún filtro social o temporal, de las oligarquías que conseguían ostentar perennemente la representación parlamentaria. Durante el siglo XIX y la mitad del siglo XX, entre directorio militar y directorio militar, emergían unas cortes que –aunque inestables y precarias- iban disolviendo el cuerpo jurídico tradicional e iban configurando un Estado cada vez más fuerte, uniformizador y jacobino. Durante siglos, los reinos, principados y señoríos de España convivieron en unidad a pesar de sus diversidades legislativas y organizativas, e incluso forjaron uno de los imperios más grandes del Mundo. Por el contrario, desde que se intentó la uniformización jacobina, en el siglo XIX, España estalló en guerras civiles, crisis, pérdida de provincias de ultramar y, a la postre, la emergencia de los nacionalismos separatistas modernos en la propia península.
Tras la transición democrática, la Constitución de 1978 se presentó como el modelo de convivencia y la solución eficaz a casi dos siglos de enfrentamientos internos. Pero dicho texto legislativo se mantuvo gracias a un pacto de no agresión entre diferentes facciones, a silencios cómplices y a traiciones a las propias creencias de los que lo suscribieron. Paradójicamente, la Constitución, al presentarse como Norma superior, y el estatuto de Cataluña, como derivación de la misma, mataron en seco, el desarrollo natural que durante siglos había tenido el Derecho civil catalán. El texto constitucional no era fuerte en sí, sino más bien todo lo contrario. Su pervivencia dependía de un mero acto de voluntad de los que lo sostenían. Todo lo contrario precisamente que el espíritu de los “Usatges”. Del texto Constitucional se derivó el autonómico, con los mismos defectos y vicios. Una vez desaparecido el consenso, como han hecho los nacionalistas y una parte de la izquierda, ¿quién puede garantizar la pervivencia de estos textos “constituyentes”?
Reflexión y conclusión
No somos ingenuos románticos, ni torpes analistas históricos o políticos, ni utopistas descerebrados. La historia es la historia y lo que aconteció ahí ha quedado, influyendo más o menos en nuestro presente. Sería tan absurdo demandar la anulación del Decreto de nueva planta, aunque uno sea de corazón austracista, como pedir la restauración de los “Usatges” tal y como fueron redactados hace siglos. Estas medidas serían inaplicables o de efectos devastadores en la organización social; pues bajo manto de reivindicación de tradición se estaría cometiendo un golpe revolucionario. Todo cambio social debe partir de una realidad existente previamente, no de su aniquilación. Pero ello no significa que una sociedad que quiera pervivir pueda olvidarse de su pasado. En aquellas viejas leyes, usos, costumbres, fueros, privilegios y libertades que celosamente fueron custodiados por los catalanes desde la Edad Media, subyacen principios, mecanismos de limitación del poder actualizables y, sobre todo, la sabiduría popular multisecular, que recoge el verdadero sentir catalán.
Muchos catalanes de buena fe creen que la Constitución española de 1978 es el único y posible cortafuego contra el nacionalismo. En todo caso, y he aquí la clave para entender el drama que vivimos, la propia Constitución fue la generadora de las autonomías nacionalistas (centralismos y estructuras burocráticas totalmente alejadas de lo que fue la constitución de Las Españas) que ahora intenta contener. La causa de los males ahora se nos presenta como la solución de los mismos. Pero simplemente es un obstáculo, quizá incluso útil momentánea y efímeramente, para detener el secesionismo. Pero que nadie crea que la Constitución será el dique de contención de la ruptura de España. La casta política que ahora la defiende a capa y espada, la acabará transformando en función de nuevos pactos y presiones. El dique se convertirá en canal y el soberanismo seguirá su avance.
La Constitución española está a punto de fenecer, porque lo que la sostenía ya ha caducado (los pactos de la transición). Siempre que se mira al futuro, primero se ha de mirar al pasado y aprender de él. Como hemos dicho, no pretendemos –frente a la Constitución española actualmente vigente- levantar propuestas inviables. Antes bien, nuestra intención es avisar a los catalanes de buena fe y al resto de españoles que no pongan sus esperanzas en papeles que se redactaron en apenas un mes, como Constituciones y Estatutos, copiándolos de otros países casi en su integridad. Los verdaderos procesos constituyentes duran siglos y son los que configuran el carácter de los pueblos. La Constitución no puede detener el separatismo, lo único que puede hacerlo es enseñar al pueblo catalán lo que ha sido y debe ser, para ser fiel al espíritu que lo forjó. Cuando todos los catalanes conozcan la verdadera Cataluña, desaparecerá el nacionalismo.