Como hace muchos años que venimos escribiendo sobre el tema de los derechos humanos y lo hemos encarado desde distintos ángulos: a) derechos humanos de primera, segunda y tercera generación, b) derechos humanos e ideología, c) derechos humanos o derechos de los pueblos, d) derechos humanos: crisis o decadencia.
En esta ocasión vamos a meditar sobre los derechos humanos como un disvalor o, si se quiere para que sea más comprensible, como una falsa preferencia.
Es sabido que la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por las Naciones Unidas a finales de 1948, afirma en su artículo 3 que: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
Con lo cual los legisladores correctamente nos vinieron a decir que los derechos humanos proclamados alcanzan al hombre en tanto que individuo, esto es, formando parte de un género y una especie: animal rationale o zoon lógon éjon, como gustaban decir griegos y romanos.
Pero, al mismo tiempo, nos dicen que estos derechos son inherentes al hombre como persona, esto es, en tanto ser único, singular e irrepetible. Y acá está implícita toda la concepción cristiana del hombre.
Es cierto que se han producido éticas ateístas de la persona como la de Nicolai Hartmann, pero eso no dejó de ser un mero ejercicio filosófico vacío de contenido y sin ninguna consecuencia político práctica. Una ética atea de la persona es estéril, es un simple flatus vocis.
No obstante cabe destacar que este magistral artículo 3, que ha sido merecedor de una exégesis abundantísima,[1] se apoya y tiene su basamento, en una concepción sesgada o parcial del hombre: como sujeto de derechos. Y es acá donde comenzamos a barruntar lo que queremos decir.
El hombre durante toda la antigüedad clásica: greco, romano, cristiana nunca fue pensado como sujeto de derechos, y no porque no existieran dichos derechos, sino porque la justicia desde Platón para acá fue pensada como: dar a cada uno lo que corresponde. Con lo cual el derecho está concebido desde el que está “obligado” a cumplirlo y no desde los “acreedores” del derecho. Es por ello que la justicia fue concebida como una restitutio, como lo debido al otro.
Esto es de crucial importancia, pues sino se lo entiende acabadamente, no puede comprenderse la Revolución Copernicana, que produjeron los legisladores onunianos en 1948.
Al ser lo justo, dar a cada uno aquello que le corresponde y no el obtenerlo para uno, la obligación de realizarlo es del deudor. Y ello está determinado por el realismo filosófico, jurídico, político y teológico de la mencionada antigüedad clásica. Así el peso de realización de lo justo recae sobre aquel que puede y debe realizarlo, el acreedor de derechos solo puede demandarlo.
Al respecto relata Platón cómo respondió Sócrates cuando le proponen fugarse de la cárcel al ser condenado a muerte: Nunca es bueno y noble cometer injusticia (Critón, 49ª5) En cualquier caso es malo y vergonzoso cometer injusticia (Critón, 49b6). Nunca es correcto retribuir una injusticia por una injusticia padecida, ni mal por mal (Critón 49 d7), pues es peor hacer una injusticia que padecerla. Qué lejos que están los postulados socráticos de la talmúdica ley del Talión, del ojo por ojo y del diente por diente.
Así, Sócrates no ignora que tiene “derecho humano a conservar su vida”, pero prima en él, el “derecho humano de los atenienses”, de los otros. Pues si se fuga realiza un acto de injusticia, peor aún que la recibida.
Hoy la teoría de los derechos humanos invirtió la ecuación y así viene a sostener la primacía del acreedor de derechos por sobre la obligación de ser justos. Y, entonces, termina privilegiando el bien privado al bien común, que es fue grave error del personalismo.[2]
Viene entonces la pregunta fundamental: ¿A qué debe el hombre otorgar primacía en el ámbito del obrar: a ser justo o a ser acreedor de derechos?
Sin lugar a dudas todo hombre de bien intenta ser justo en su obrar, sin por ello renunciar a sus derechos pero, si el acto justo implica posponer algún derecho, es seguro que el justo lo pospone.
Ello nos está indicando la primacía y la preferencia axiológica de lo justo sobre el derecho.
Si invertimos esta relación los derechos humanos terminan siendo concebidos como un disvalor, como una falsa preferencia.
De modo tal que, obviamente, no estamos en contra del rescate que los derechos humanos han realizado en cantidad de campos y dominios. Estamos en contra que la vida del hombre se piense limitada y girando exclusivamente sobre los derechos humanos concebidos como un crédito y no como un débito.
Y así como el bien tiene una primacía ontológica sobre el deber porque el hombre no es bueno cuando realiza actos buenos, sino que el hombre realiza actos buenos cuando es bueno. Analógicamente, lo justo=ius la tiene sobre el derecho y la lex.
[1] Se ha criticado que este artículo hable del derecho a la vida y a la libertad cuando tanto la vida como la libertad son una inherencia al ser del hombre. Mal se puede hablar del derecho a la vida cuando quien no existe no puede exigir que se le confiera la existencia y del derecho a la libertad cuando ésta es un rasgo constitutivo del hombre y no un derecho. Lo que existe es el derecho del hombre a permanecer en su ser, esto es a restar vivo desde el momento en que comienza a vivir. Así como el derecho a la ejecución libre de sus actos y expresión de sus pensamientos y creencias.
[2] Existe abundante bibliografía al respecto, sobre todo a partir de la polémica desastada sobre el personalismo cristiano de los Mounier y Maritain por la década del 30 y sus críticos como de Koninck, Leopoldo E. Palacios y Julio Meinvielle.