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Análisis

¿Qué es el carlismo?- EL CARLISMO COMO DOCTRINA TRADICIONALISTA

CAPÍTULO 4

 

  1. Para el hombre de nuestro tiempo.

A esta altura de nuestra exposición, debe quedar ya claro por qué el Carlismo tiene una función primordial en la marcha histórica de las Españas y por qué el

Carlismo ha sido algo más que la secuela de una azarosa querella dinástica reciente.

Todo eso es posible gracias al hecho de que el Carlismo encarna una ideología, como se dice ahora, un ideario, como se ha dicho siempre en lengua castellana.

Pues bien, precisamente porque en su entraña misma es el Carlismo un ideario, es por lo que —recientemente, pero en el momento oportuno en que las circunstancias lo requerían— se ha podido convertir en un cuerpo de teorías políticas, en una doctrina constitutiva de un modo peculiar de entender las cuestiones políticas y capaz de dar una respuesta seria, global, completa y detallada a las angustiosas cuestiones que atenazan vital y existencialmente al hombre de nuestro tiempo.

La demostración de lo que decimos se manifiesta en dos aspectos, que pasamos a reflejar sumariamente de seguida: su contenido y su vigencia.

 

  1. CONTENIDO DEL IDEARIO TRADICIONALISTA.
  1. Una cuestión de principios.

 

La configuración del Carlismo como doctrina es un lento proceso de maduración que alcanzó su manifestación primera de un modo ya inocultable en la ocasión del destronamiento de JUAN III, padre de CARLOS VII, hijo de CARLOS V y hermano de CARLOS VI. Su formulación oficial la constituyó la Carta que a JUAN III dirigió la PRINCESA DE BEIRA, doña MARÍA TERESA DE BRAGANZA, desde Baden, en 15 de septiembre de 1861, al hasta esa fecha rey legítimo JUAN III. Todos los pensadores carlistas coinciden unánimemente en afirmar que tal texto es decisivo para la definición del Carlismo. Pues bien, de él copiamos los siguientes párrafos fundamentales, que nos evitan más prolijos rodeos:

“A esto se junta, que en la monarquía española, según sus venerandas e imprescriptibles tradiciones, el rey no puede lo que quiere, debiéndose atener a lo que de él exijan, antes de entrar en la posesión del trono, las leyes fundamentales de la monarquía. La fiel observancia de las veneradas costumbres, fueros, usos y privilegios de los diferentes pueblos de la monarquía fueron siempre objeto de altos compromisos reales y nacionales, jurados recíprocamente por los reyes y por las altas representaciones del pueblo, ya en Cortes por estamentos, ya en Juntas representativas, o explícitamente contenidos en los nuevos códigos, incluidos todos, implícita o explícitamente, en el código universal vigente de la Novísima Recopilación.

Ahora bien: tus principios políticos subvierten aquellas leyes, aquellos fueros, aquellas tradiciones y costumbres. Y, sin embargo, la observancia fiel de todo aquello fue siempre una condición sine qua non para tomar posesión de la corona. Porque el monarca, en España, no tiene derecho a mandar sino según

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Religión, Ley y Fuero. En consecuencia, cuando el que es llamado a la corona no puede, o no quiere, sujetarse a estas condiciones, no puede ser puesto en posesión del trono, debiendo pasar la corona al más inmediato sucesor que pueda y quiera regir el reino, según las leyes y según las cláusulas del juramento.

Ahora bien: tus principios políticos están en oposición directa con las leyes de la monarquía española; luego debes renunciar a tus principios, o dejar toda esperanza de reinar en España.”

  1. Comunión ideológica, no partido político.

 

El significado de estas afirmaciones es claro. Los principios doctrinales son los que proporcionan al rey la necesaria legitimidad en el ejercicio, previa a la legitimidad de origen, por fundamental que ésta sea.

En el Carlismo, la doctrina prevalece sobre la persona, porque el rey no es más que el servidor de la doctrina. De aquí que en el Segundo Congreso de Estudios Tradicionalistas[1]  se asentara unánimemente la siguiente tesis:

“El II Congreso de Estudios Tradicionalistas recuerda, una vez más, al pueblo español que el tradicionalismo no constituye un partido político, sino la comunión ideológica de quienes sustentan los ideales que son esencia de las

Españas.”

Es que es esencial a los partidos la idea del triunfo político de unas personas, las cuales sacrifican cualesquiera ideas, adoptando las que pragmáticamente parecen más eficaces, en orden a conseguir el éxito de los líderes en la batalla por la detentación del poder. En cambio, en una comunión las personas que gobiernan, incluso el rey como persona física, se subordina al ideario.

Y al mismo eterno ideario se tiene que someter —con mayor razón— el programa concreto de acción. Porque la fijación de las metas próximas e inmediatas es cosa distinta del ideario. De tal modo, que la fijación de los ideales de la comunión tradicionalista presenta necesariamente dos aspectos:

  1. La parte fundamental, el ideario, que es invariable por definición.
  1. Y la porción cambiante, el programa, que es el resultado de aplicar aquellos ideales básicos a las circunstancias del momento.
  1. El lema.

 

Los puntos fundamentales en que se compendia el ideario carlista son cuatro:

Dios, patria, fueros, rey,

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  1. El Carlismo invoca a Dios para afirmar su concepción teocéntrica del mundo y de la vida, en la más estricta fidelidad a las enseñanzas seculares de la cátedra de San Pedro, cuya misión
  1. El Carlismo invoca a la patria para significar que sustenta un federalismo histórico tradicional, fundamentado en la idea tridentina del hombre concreto y desfalleciente.
  1. El Carlismo invoca los fueros para manifestar que con ellos defiende las reales libertades jurídico-políticas concretas acuñadas por la historia.
  1. Y el Carlismo invoca al rey para significar que postula una monarquía servidora de aquellos principios, y por eso mismo llave de la unidad de las Españas, definidas por CARLOS VII en su Testamento como una entidad política “una e indivisible”.
  1. La versión de Alfonso Carlos I.

 

Sin perjuicio de que en la segunda parte de este libro desarrollemos y expliquemos el alcance genérico de estos cuatro puntos doctrinales, conviene que no concluyamos ésta sin hacer algunas consideraciones de conjunto sobre su mutuo enlace y significado.

Y lo primero a notar es, que los principios que acabamos de enumerar admiten formulaciones concretas, según los tiempos. La que por su proximidad a nuestros días más nos ilumina, es la hecha por S. M. Don ALFONSO CARLOS en el artículo 3º de su Real Decreto de 23 de enero de 1936, en la cual se codifican “los fundamentos de la legitimidad española” en los siguientes cinco puntos:

 

“1º Su religión católica, apostólica, romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos.

2° La constitución natural y orgánica de los Estados y Cuerpos de la sociedad tradicional.

3° La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la patria española.

4º La auténtica monarquía tradicional, legítima de origen y de ejercicio.

5° Los principios y espíritu y —en cuanto sea prácticamente posible— el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo.”

Texto postulado unánimemente como fuente doctrinal básica para el Carlismo de hoy por el II Congreso de Estudios Tradicionalistas[2] , cuya afirmación X, párrafos b) y c) expresaron lo que sigue:

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“b) Que la legitimidad de ejercicio implica la aceptación de los principios de la monarquía tradicional, tal como fueron definidos por D. Alfonso Carlos I en su decreto de 23 de enero de 1936.

  1. Que, mientras no haya rey reinante de hecho, la legitimidad de ejercicio solamente puede ser definida por la declaración de adhesión expresa de quienes se consideren con derecho a la corona, a los principios doctrinales que reflejan dicha legitimidad de ejercicio.”
  1. Jerarquía de valores.

 

También se ha de notar, que los puntos del lema tradicionalista no tienen valor igual. Por el contrario, se hallan jerarquizados a tenor de su importancia práctica y su alcance lógico. El rey ha de encarnar la institución monárquica, según muestra el hecho de que la legitimidad de origen está subordinada a la de ejercicio. Por eso no le es lícito anteponer intereses personales al bien mayor que es la realeza.

 

Las libertades concretas inscritas en los fueros son, a su vez, bienes particulares legítimos: más subordinados al bien común que es la patria.

 

Y la patria, máximo bien humano que precede a los intereses de los individuos, porque el bien común tiene primacía sobre los bienes singulares, ha de sujetarse a los designios de Dios, dado que lo humano es inferior a lo divino.

  1. Cinco escalones.

 

Se han de distinguir, por eso, en el tablero ideológico carlista cinco escalones:

  1. a) El bien personal del rey.
  2. b) El bien institucional de la realeza.
  3. c) Los intereses de las familias y pueblos españoles.
  4. d) El bien común de las Españas.
  5. e) Y el bien supremo de la cristiandad.

Cada uno de ellos se subordina al siguiente. Los príncipes son para sus pueblos, los individuos ceden ante la patria, las Españas son servidoras de Dios.

  1. El criterio hermenéutico.

 

Cuando se haya de tasar, en cada caso determinado, la importancia de los puntos doctrinales de referencia política —sobre todo cuando surjan discrepancias o disyuntivas para elegir entre alguno de ellos que contraste con cualquiera de los restantes— el orden de valores es claro: de más a menos, sigue el orden de Dios, patria, fueros, realeza y rey.

 

Interpretar los temas de la doctrina tradicionalista alterando esa tabla jerarquizada de valores políticos está vedado al carlista. Y no por una sinrazón arbitraria, sino por una razón elemental: que cuando se altera la prioridad natural de tales valores, aunque en la alteración parezcan salvarse particularmente cada uno de los valores, en realidad se los destruye a todos. Incluso el que se pretendía supervalorar o favorecer. Sobre esto, la experiencia histórica de la teoría y la práctica política del Carlismo es concluyente.

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  1. 50. Las crisis del Carlismo.

 

La concepción teocéntrica del universo, el sentido cristiano de la existencia, la superioridad del bien común por encima de los bienes individuales y las exigencias de la legitimidad de ejercicio se unen férreamente constituyendo el orden de las valoraciones ideológicas. Y cuantas veces ha padecido el Carlismo una crisis, tantas otras se ha puesto de manifiesto la justeza y la necesidad de ese orden. Hasta el punto, de que toda crisis ha tenido por causa el intento de alterar aquel orden, y de que nunca se ha salido de una crisis más que restaurándolo a rajatabla.

Los grandes enemigos del Carlismo —aquellos que le han causado desde dentro más daño que el logrado por sus más encarnizados enemigos exteriores— son por ello quienes han cambiado el orden de los valores ideológicos. De señalar muy especialmente son, quienes han intentado anteponer las conveniencias dinásticas de una persona o una familia por encima de los intereses exigidos por los puntos más altos del lema. Por eso hay que sostener tajantemente aquel orden de valores, y no tolerar jamás su subversión o alteración.

Si la salvación de la realeza requiriese sacrificar intereses de personas —por muy respetables y nobilísimas que fueren— deberá prevalecer la afirmación de la realeza y de las libertades concretas de los fueros. Si el exagerado ensanchamiento de éstos pusiera hipotéticamente en peligro la unidad de las Españas, los fueros habrán de recortarse en las dimensiones que la unidad y la grandeza de España hicieren necesario.

Y si —por hipótesis más absurda todavía, imaginada sólo con carácter ejemplar— las Españas que han sido en la historia el brazo armado de la catolicidad cristiana llegaran a implicar obstáculo para el bien supremo de la cristiandad entera, las Españas mismas deberían arder en holocausto generoso.

  1. La teoría y la práctica.

 

Todo esto, sin embargo, ha de ser entendido en el terreno de los principios: no baja a consigna de acción, por emplear una terminología de moda.

El Carlismo no rechaza la acción. Antes bien, la quiere y la práctica, porque no es mera música celestial, sino encarnación y compromiso temporal. Lo que decimos es que aquí no debemos descender a la casuística del quehacer cotidiano en el ruedo político. La acción política es cosa de los políticos actuantes, y aquí queremos quedarnos solamente en apenas los planteamientos de doctrina.

Lo que sucede es que, la doctrina carlista, que excita a la acción política a todos los carlistas, comprende sus dificultades, compadece sus yerros y jalea sus aciertos, es teoría de una praxis y no praxis misma. Porque de ser pura praxis sería un movimiento revolucionario más, que incurriría en todos los errores de la revolución; que dejaría de ser ideario claro y generoso para convertirse en anárquico alboroto de opiniones. La doctrina carlista es un sistema. Y, a fuer de sistema, cuaja en un ordenado cuerpo de afirmaciones ideológicas, que deben ser reconocidas, acatadas y servidas. Porque quien niega algún punto del lema, o altera el orden escalonado que les confiere su jerarquía natural y lógica, acaba muy pronto dejando de ser carlista, para pasar a ser uno más de tantos que se deshinchan en un atropellado frenesí de referencias inconexas. Doctrina sin orden es doctrina sin sentido, es algarabía que no lenguaje, es guerrilla indisciplinada, en lugar de membrado cuerpo de ideario.

  1. VIGENCIA DEL IDEARIO TRADICIONALISTA.
  1. El Carlismo y los problemas de la hora.

 

El Carlismo es la encarnación presente de las Españas grandes. Los carlistas son los legítimos herederos que han enarbolado como bandera propia el legado de la tradición, por otros grupos abandonado o preterido a secundarios puntos de doctrina.

Por todo eso ofrece el ideario del Carlismo la cualidad exclusiva —en el panorama político español— de aspirar a unir el ayer con el hoy y el mañana, en la esperanza de que jamás se quiebre la línea histórica de la continuidad de las Españas. Esto suele ser interpretado como un puro ocuparse del pasado para acusar al Carlismo de ignorar el presente y desentenderse del futuro. Error supino.

Es falsa la acusación, porque este aliento de continuidad, proclamado altaneramente con ufanías de exclusividad, va unido al aliento de solución a los problemas de la hora presente. Y no es que esto se añada, para evitar o sortear críticas: sino que se trata de una consecuencia inevitable.

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Es que el Carlismo sabe que los problemas de la sociedad moderna han surgido precisamente como una consecuencia de la victoria de los enemigos del Carlismo y existen cabalmente porque el Carlismo no triunfó. En suma, el Carlismo sabe que los males de la sociedad de hoy —los totalitarismos (socialistas, democráticos o contestatarios) del siglo XX— son simplemente la herencia natural de los dos grandes errores combatidos sin cuartel por los soldados de la tradición de las Españas: el absolutismo del siglo XVIII y el liberalismo del siglo XIX.

  1. Un panorama trágico.

 

Fueron, en efecto, el absolutismo y su hijo directo el liberalismo quienes han acarreado las más graves tensiones presentes. A saber: la ruptura de la unidad católica y el descreimiento de las masas; la transformación de los puros sentimientos regionales de marchamo tradicional en separatismos de color nacionalista; la entrada de las masas en la escena social, a causa de la explotación del hombre por el hombre, secuela del triunfo de la egoísta burguesía forjada artificialmente por el poder madrileño para sostén de la dinastía usurpadora; los abusos del capitalismo despiadado y acristiano, con la consiguiente reacción de enfrentamiento entre ricos y pobres[3] ; la destrucción de los cuerpos sociales básicos o intermedios —familia, municipio, comarca, región, federación, universidad, iglesia, gremio, aristocracia y ejército— hasta dejar en pie, frente a frente sobre el horizonte apocalíptico de un desierto social, al individuo y al Estado; la bufa comedia de las repúblicas coronadas que son las monarquías democráticas o liberales, donde el rey va siendo cada día más un fantoche carente de calor de pueblo, hasta que su misma descolorida nimiedad haga patente lo innecesario de sostener una tan cara e inútil comparsa…

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Problemas políticos, jurídicos, económicos y sociales, siempre hay y siempre los hubiera habido. Pero algunos de esos que acabamos de ejemplificar, y todos en la forma concreta de producirse: eso no lo hubiera habido, si el Carlismo hubiera conseguido evitar las causas que produjeron tales efectos.

  1. Profecías carlistas.

 

Porque de todo eso previno el Carlismo y contra todo eso luchó, armas al brazo sus soldados, ideas al término sus pensadores. No se les hizo caso a los carlistas. Se les creyó “cazadores de brujas”. Pero sus profecías —para ellos disparatadas, para nosotros tan lógicas y perceptibles como un teorema— se han cumplido hoy. Se verificaron los “disparates” que gritaba Juan VÁZQUEZ DE MELLA el 29 de julio de 1902 —por citar algún ejemplo:

“Mi creencia es tan firme sobre la esterilidad de las contiendas parlamentarias y la proximidad de las terribles contiendas sociales, que, si no la hubiera arraigado en mí el estudio de la impiedad moderna en todas sus formas, me la impondría la extraña ceguera de los que no ven la marcha vertiginosa de la revolución y todavía creen —por no fijar la vista empañada más que en un punto y no compararlo con lo que lo rodea, para notar las diferencias de posición— en la perpetuidad de un presente que hace tiempo se desliza, por un plano inclinado, hacia el abismo. En las crisis supremas suelen los humildes ver con más lucidez que los hábiles. Yo tengo el presentimiento de que la hora de una catástrofe social, preparada por tres siglos de herejías y por uno de ateísmo, está próxima, y que se va a dividir de nuevo la historia con una edad que termina y con otra que comienza. Y temo que el día en que se apague una lucecilla que arde en la colina del Vaticano, lanzando melancólicos resplandores sobre la iniquidad de un mundo ingrato; el día en que —cumplida la misión providencial de haber llevado hasta el último límite la misericordia divina para preparar el camino de la justicia— la luz se apague, puede ser que un viento de muerte sacuda la pesada atmósfera que gravita sobre las almas, y que, en el momento en que una turba insensata, acaudillada por los apóstoles de la impiedad, escale los muros del templo para arrancar de la techumbre social la cruz de Cristo, que es y será siempre el pararrayos espiritual contra todas las tempestades de la vida, puede ser que una nube sombría y tormentosa invada los horizontes y los ilumine súbitamente con la centella que rasgue sus entrañas, para que veamos avanzar sobre el suelo, calcinado por la revolución, de esta Europa apóstata y cobarde una ola negra, muy negra, coronada de espumas ensangrentadas, que arrastre, entre sus aguas impuras, astillas de tronos y fragmentos de altares, y que dé comienzo a una noche funeral que se cierna sobre la tierra y parezca interrumpir la historia”[4] .

  1. Sin arte ni parte.

 

Al cumplirse la tremenda profecía —o al empezar a cumplirse— entre nosotros en los desmanes de 1931, el Carlismo era el único grupo político y la única ideología social del ámbito español que no tuvo arte ni parte en la preparación de la catástrofe que conducía a la muerte de la madre patria. Porque los carlistas fueron los solitarios españoles en preverla y los solos en combatir las premisas que trajeron inexorablemente tantas consecuencias trágicas.

Prepararon el terremoto social los secularizadores empeñados en arrebatar al pueblo las robustísimas creencias católicas, con pretextos de modernizarnos a la europea. Prepararon la catástrofe los marxistas de todos los matices, apuradores del proceso corrosivo obra de la burguesía liberal. Preparáronla los autores de los nacionalismos falsos, los propagadores de los localismos de campanario, mediocres copistas de fórmulas ultrapirenaicas, e ignaros de la sustancia histórica de los mismos pueblos que decían defender. Preparóla la dinastía usurpadora, cómplice interesado de la revolución en marcha. Preparáronla los “intelectuales” engreídos, vergonzosos de lo hispano y serviles repetidores de las últimas modas ideológicas extrañas. Preparáronla los mal llamados “demócratas cristianos”, desconocedores de que el ideario de la tradición española es un bloque berroqueño, en el que no se puede hacer la fisura de prescindir de alguna de sus partes recias, porque por tal poro penetra el negro oleaje de la revolución hasta llegar a anegar los mismos lemas que ellos ponen empeño en defender aisladamente…

Unos por memos, otros por traidores, todos han sido colaboradores en la llegada de la catástrofe de 1936. Todos, sin más excepción que el Carlismo, único agorero aguafiestas de los banquetes del presupuesto, y único valladar de pechos viriles en el camino ancho de la revolución en marcha.

  1. La actualidad de los inactuales.

 

Porque lo donoso —con donosura rayana de un lado en el ridículo y de otro lado en el cinismo— es que hoy parece que todos esos mismos cómplices y fautores de la revolución desmelenada y sanguinaria, parecen ponerse ahora de acuerdo para tratar el Carlismo de inactual, para reprocharle la inutilidad de sus fórmulas políticas, y para negarle el agua y la sal de la menor consideración en las posibilidades de futuro. Son esos grupos mismos los que en este último tercio del siglo XX repiten las majaderías que consignamos en el primer apartado del primer capítulo de este libro, a fin de construir, para mejor liquidarlo, una caricatura de lo que el Carlismo es. De responsables —por acción, por complicidad o por omisión, según los casos— en aquellos delitos de lesa patria, quieren ahora asumir desfachadamente el papel de jueces.

Tal vez rechazan un Carlismo que preferirían ignorar, porque su mera presencia es el mejor alegato de tantos errores y de tantas traiciones. Si el Carlismo fuera tan inactual, tan inútil y tan quimérico como pretenden, no se molestarían en combatirlo.

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Pero “ladran, luego cabalgamos”. Tales ladridos son la mejor prueba de la actualidad de los inactuales, de la utilidad de los inútiles y del futuro de los imposibles.

  1. 57. Se nos hará justicia.

 

Cierto es, por todo eso, que en días del mañana, el historiador que analice tanta desfachatez y tanta desvergüenza, se quedará asombrado ante el espectáculo de cómo es posible puedan correr libremente insidias tamañas. Y de tal asombro surgirá, como siempre, la auténtica pasión por la verdad. Y la verdad nos libertará de tanta calumnia, y la historia nos hará justicia. La justicia de confesar la realización de nuestras predicciones, la hombría de nuestros hombres y la permanente vigencia de nuestras fórmulas políticas de españolísima doctrina.

Porque es el tradicionalismo el único abanderado de unas fórmulas que no han fracasado, ya que jamás se ha permitido que fueran experimentadas en condiciones de normalidad. Y de que el día que se ensayen no fracasarán hay una garantía: haber sido el único en denunciar los peligros de la revolución y haber quedado solo combatiendo las premisas de las cuales son directísimas secuelas los trágicos problemas de la España de nuestro tiempo.

  1. Siempre dispuestos.

 

Pese a tanta malévola injusticia y a tanta envidiosa malquerencia, el Carlismo continúa siendo el depositario de la esencia política de España, y continúa dispuesto siempre para defender la sustancia política de la patria.

Hoy como ayer, cada carlista repite la misma reacción que Juan VÁZQUEZ DE

MELLA tuvo, al expresarse como sigue, en el mismo discurso de 29 de julio de 1902, después de haber profetizado las barbaries revolucionarias:

“Yo quiero estar dispuesto para reñir esa batalla. Y si caigo en el combate antes de ver ese glorioso final, ¡no importa! Porque, con los ojos fijos con la última mirada en los del Redentor agonizando en la cruz, aún podrán decirle, trémolos, mis labios: ‘¡Señor! ¡Señor! Cuando las muchedumbres que redimiste de doble servidumbre, enloquecidas por el viento de la impiedad te maldecían. Cuando los sofistas se mofaban de Ti y Te escarnecían saludándote con el Ave rex iudaeorum! Cuando los perseguidores echaban suertes sobre tus vestiduras, y los escribas y fariseos se concertaban para infamarte, y los cobardes pactaban con ellos, y discípulos pusilánimes te confesaban en silencio.., ¡Señor!, Tú bien lo sabes, yo no te negué. Y en horas muy amargas se levantó hasta Ti como una oración mi propia pesadumbre, para decirte: Que sea tu nombre el último que pronuncien mis labios; y que, cuando mi lengua quede muda, todavía con el postrer esfuerzo de mi brazo se alce mi pluma como una espada que te salude militarmente al rendirse a la muerte, peleando por tu causa”[5].

  1. El diálogo y la intransigencia.

 

Esta postura de afirmar al Cristo en cada instante, y de defender las esencias españolas en toda circunstancia, ha contribuido en mucho a echar sobre el Carlismo el sambenito de cerrilismo, de intransigencia y de imposibilidad de diálogos. Lo cual es uno de los motivos más traídos y llevados para prescindir del Carlismo en todo programa de acción, salvo en los de acción violenta.

La ejemplar conducta política de tantos carlistas en la acción pacífica cotidiana debería bastar para que cualquiera se percatara de la arbitrariedad que encierra semejante acusación. Cualquiera, claro es, que no entienda el diálogo como entrega al enemigo.

Claro está que el Carlismo propugna, aprueba y practica el diálogo. Pero entiende el diálogo en los precisos términos en que lo definió S. S. PABLO VI en la encíclica Eclesiam suam. De modo, esto es, que, “nuestro diálogo no sea una debilidad respecto al compromiso por nuestra fe”; porque no es lícito al buen católico fiel a las directrices de Roma, “transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto de los principios del pensamiento y la acción que deben definir nuestra profesión cristiana”[6].

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De acuerdo, pues, con las enseñanzas de PABLO VI, que repite el sentir del tradicionalismo católico español, los carlistas se muestran radicalmente intransigentes, cuando se trata de poner en tela de juicio la divinidad de Cristo y la esencia política de las Españas. Porque entienden que aceptar discusión sobre verdades absolutas y fundamentales es rozar la traición y la cobardía[7].

Mas en lo que toca a todo lo demás, los carlistas son en verdad “abiertos” como nadie a todo diálogo, advertencia, sugerencia y novedad útil. Bien lo prueba la larga serie de tradiciones de diálogos políticos que son las instituciones tradicionales españolas. En ellas, los negocios del Gobierno se han resuelto siempre, sin excepción, por el diálogo, el pactó y la transacción. Sin perjuicio de que —por auténticos, que no monólogos disfrazados— no pocas veces tales diálogos se hayan manifestado en el tono más viril, claro y rotundo.

  1. La demagogia y la sinceridad.

 

Y ya, sólo una última característica general más, antes de pasar a exponer la doctrina del Carlismo en concreto. Los carlistas, igual que no aceptan el derrotismo camuflado de diálogo, tampoco aceptan la insinceridad camuflada de demagogia. Es claro que siendo la revolución una gigantesca declamación demagógica, el Carlismo que es contrarrevolución no ha podido nunca hacer demagogia.

Los carlistas, ni dícense revolucionarios, ni juegan a llamarse socialistas, ni presumen de demócratas ni de liberales, aunque su sistema político entraña, en verdad, la única transformación social fructífera, la verdadera solución a los desórdenes sociales, el auténtico Gobierno del pueblo y la real garantía de las libertades de cada ciudadano. Los carlistas no se tildan de revolucionarios, aunque la palabra haya llegado a sonar tan bien a efectos de la propaganda. No se confiesan liberales, aunque ello les suprimiría tantas afrentas. No se llaman demócratas, aunque ello les proporcionaría tantas zalemas de los de fuera. Y, sobre todo —en esta terrible confusión que padecemos entre “lo social” y “lo socialista”— no juegan a llamarse socialistas, como tantos burguesitos de cafetería, que no engañan a nadie cuando buscan apodos que ellos creen habilidades y son necios intentos de adular a las mesnadas enemigas.

Los carlistas han llamado siempre y seguirán haciéndolo así a las cosas por su nombre. Y no niegan a Cristo ni a las Españas, ni siquiera con disfraces de vocabulario demagógico, tan fácil como estéril. Se llaman a sí mismos lo que son: contrarrevolucionarios militantes, católicos a machamartillo, españoles hasta la médula, defensores acérrimos de las libertades populares, enemigos de las sucesivas fórmulas extranjeras que han sido el absolutismo, el liberalismo, el democratismo, el socialismo y fascismo. Con temple de caballeros desprecian la demagogia y galantean a la sinceridad política, porque de caballeros es ir proclamando a todos los vientos la verdad.


[1] Cfr. Segundo Congreso…, cit., conclusión 10ª, pág. 62.

[2] Cfr. Segundo Congreso…, cit., pág. 62.

[3] 14 Según la visión cierta de Carlos MARX de que la burguesía es el tránsito necesario desde la ordenación tradicional de la sociedad, rota por los burgueses liberales, a la hegemonía del proletariado, continuador por antítesis dialéctica a lo hegeliano de los efectos demoledores del individualismo económico burgués.

[4] Juan VÁZQUEZ DE MELLA, La Iglesia independiente del Estado ateo, discurso pronunciado en Santiago de Compostela el 29-7-1902, en sus O. C., t. 5, Voluntad, Madrid, 1931, pp. 63 ss.; loc. cit. a págs. 351-353.

[5]  Juan VÁZQUEZ DE MELLA, La Iglesia independiente del Estado ateo, cit., pp.354-355.

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[6] 17 Cfr. PABLO VI. Encíclica Ecclesiam suam de 6 de agosto de 1964, párrafo 81.

[7] Vladimiro LAMSDORFF-GALAGANE, El mito del diálogo, en el vol. Los mitos actuales, Speiro, Madrid, 1969, págs. 65 ss.

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