Internet es una inmensa plaza mundial. Permite encuentros antes insospechados. Potencia la capacidad de escucha y de diálogo.
Es cierto que existe el peligro de sumergirse en la Red y dejar de lado las relaciones “tradicionales”: con los familiares, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, inquilinos del mismo edificio.
Pero también es cierto que las nuevas posibilidades enriquecen, si se viven de modo adecuado, lo que antes era el propio horizonte mental.
La clave está, como en todo, en la medida justa. Saber emplear el instrumento como lo que es: un canal extraordinario de relaciones y de diálogo.
Para ello, hace falta medir bien el propio tiempo. Lo primero es lo primero: tener tiempo para reflexionar, leer, orar. Sin dejar de lado la ayuda a muchas personas que sufren por soledad, enfermedades prolongadas o serios problemas existenciales.
Además, hay que dedicarse a los propios deberes: esas obligaciones que uno tiene hacia los cercanos y, también, hacia los lejanos. A veces un pequeño sacrificio y una oferta pueden salvar la vida de una persona que vive en situaciones extremas de pobreza.
Después, llega la hora del mundo cibernético. Aparecen allí rostros y personas concretas, algunos (ojalá muchos) que saben compartir ideales o discutir serenamente. Entonces es posible construir relaciones significativas e intercambios enriquecedores. Se da y se recibe.
Los nuevos ambientes digitales son un reto y una riqueza. Saber “estar” constructivamente en los mismos es todo un arte. Vale la pena, por lo mismo, preguntarse: ¿cómo entro y “vivo” en este nuevo horizonte? ¿Qué hago para promover un ambiente auténticamente humano y acogedor entre todos?