He tomado prestado el título de esta nota de un libro esencial, de José D’Angelo (El Tatú Ediciones, Bs.As., 2015). Se refiere a los sesgados derechos humanos en épocas kirchneristas y al enorme negocio montado a su alrededor para robar dineros públicos.
Para entender de qué se trata, debemos comenzar por hablar del número mágico: «30.000» desaparecidos. Esa cifra, atribuida por Schocklender a Hebe de Bonafini y por Luis Labraña a las organizaciones de propaganda guerrillera, fue un invento de marketing, motivado en la necesidad de crear una cantidad capaz de justificar los reclamos de los organismos de derechos humanos (en la Argentina, los muertos en accidentes de tránsito, sólo en 2014, fueron 7613) y, fundamentalmente, para permitir a éstos recaudar ingentes fondos en Europa, ya que el verdadero número «no alcanzaba».
En 1984, la CONADEP, encabezada por Ernesto Sábato, entregó su famoso informe «Nunca Más» al Presidente Raúl Alfonsín; en él fueron consignadas las denuncias recibidas (8.961) por hechos posteriores al golpe militar de 1976; en 2006, Kirchner encomendó a su Secretaría de Derechos Humanos la revisión de lo actuado y la misma, además de alterar el prólogo original e incluir los hechos desde 1969, redujo la cifra (8.377 desaparecidos y muertos, de los cuales corresponden 7201 a la época del Proceso). Ya en octubre de 1985, la revista Somos publicó que habían aparecido más de ciento cincuenta personas con vida, que figuraban como «desaparecidos» en el informe original.
Al inaugurar el «Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado», en la Costanera Norte porteña, el fallecido ex Presidente, a quien tan útil le resultó disfrazarse de defensor de los derechos humanos tuertos desde su llegada al poder nacional, hizo colocar treinta mil chapitas, destinadas a albergar el nombre de cada una de las víctimas; hoy, nueve años después y a pesar de haber retrotraído la fecha de inicio de los hechos y de incorporar a la nómina hasta guerrilleros que cayeron en combate contra las fuerzas de seguridad, se suicidaron con las pastillas de cianuro que les suministraba su organización, les explotaron bombas que preparaban, fueron fusilados por orden de las enloquecidas cúpulas del ERP o de Montoneros o murieron en el extranjero, más del 66% de esas chapitas siguen vacías.
Precisamente esos «detalles» son los que dieron lugar a algunos de los enormes y más indignantes negocios que se hicieron en estos años con las indemnizaciones -¡casi dos mil millones de dólares!, que nadie explica- a esas raras víctimas del terrorismo de Estado; por ejemplo, mientras se pagaban cuantiosas sumas por los asesinos de los soldados conscriptos durante la tentativa de asalto al Regimiento 29, de Formosa, en plena democracia (5 de octubre de 1975), se negó todo derecho a las humildes familias de éstos.
En su libro, D’Angelo realiza un detallado inventario -probado con enorme cantidad de fuentes de las propias organizaciones guerrilleras- de algunos de los casos en que se forzó la realidad y se mintió desde el Gobierno para permitir el pago de cantidades fabulosas de dinero a los deudos de aquéllos cuya muerte, en modo alguno, puede atribuirse a la represión de la subversión.
Pero el invento del número mágico («30.000») también tenía otro objetivo: lograr la calificación de «genocidio» para el accionar de los militares; envuelto en ese mito, el Gobierno logró que el Congreso anulara las leyes de «obediencia debida» y «punto final», y comenzó a encarcelarlos en prisiones comunes; son más de 2000, la enorme mayoría ancianos y enfermos, y 300 han fallecido en cautiverio, en un claro delito de abandono de persona seguido de muerte por el que deberán responder algún día estos falsos jueces.
Para lograr su propósito, una Justicia cómplice, genuflexa y corrupta realizó innumerables simulacros de juicios, con testigos falsos o instruidos al efecto y dictó, en casi todos los casos, sentencias a prisión perpetua, por ejemplo, por el solo hecho de haber tenido destino militar en Buenos Aires y pernoctar en alguno de los institutos en los cuales se detenía a los guerrilleros capturados. He presenciado inclusive algunos ¿juicios? en los que oficiales que nunca fueron mencionados ni acusados por los testigos presentados, fueron igualmente condenados.
Cuando hablo de las atrocidades que cometió la Justicia, me refiero a que se vulneraron todos los principios del derecho: de ley anterior al hecho del proceso, de inocencia, de la duda en favor del reo, de jueces naturales, de legalidad, de ley más favorable, etc. Lo importante era llenar de militares las cárceles a cualquier precio, tanto para defender al Gobierno ante las acusaciones de desmadrada corrupción como para permitir la venganza de los derrotados «iluminados» de entonces, muchos de los cuales se insertaron en estos años en la estructura del Estado.
Si no se trata de genocidio, que conlleva su imprescriptibilidad (obviamente, por los hechos posteriores a la ratificación del Estatuto de Roma por cada uno de los estados signatarios) todos los delitos que se imputaban a los militares han prescripto hace años; Argentina suscribió el Estatuto sólo en el año 2001, y se convirtió en el 28° país en hacerlo. Por lo demás, en la medida en que el genocidio debe ser cometido utilizando la maquinaria de un Estado, la misma calificación les cabe a los guerrilleros, ya que contaron con el respaldo explícito -en fondos, logística, entrenamiento y refugio- de Cuba, de Libia, del Líbano, de Vietnam, etc.
Hay otro aspecto relacionado con los miles de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad, y muchos civiles, que aún se encuentran en las mazmorras de este régimen tan corrupto como no recuerda otro la historia de nuestro país.
Me refiero a la discriminación a la que son sometidos. Son los únicos presos para los cuales no rige la «ley del 2 x 1», que permitía computar doble los días que excedieran de los dos años desde el inicio del proceso, son los únicos a los que no se les permite estudiar en los institutos universitarios de las cárceles, son los únicos para los que no rige el derecho a prisión domiciliaria para los mayores de setenta años; tampoco se les permite atenderse en los hospitales militares. Es más, no conozco otros casos en que los imputados sean obligados a asistir a las parodias de audiencias de testigos en condiciones inhumanas, sea por el marcado deterioro de las facultades cognitivas, sea por el estado físico en que se encuentran, y a veces en camilla, por la fractura de la columna cervical, o con aplicación de suero intravenoso.
Por su parte, Luis Gasulla, autor de «El Negocio de los Derechos Humanos» (Sudamericana, Bs.As., 2012), había ya descripto este entramado de relaciones indignantes entre los principales organismos de derechos humanos -en especial, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y CELS, que preside Verbitsky- y los Kirchner; así, a cambio de dinero público sin medida y sin control -recuerde la «nacionalizada» Universidad de las Madres y los «Sueños Compartidos»- éstos obtuvieron el respaldo que necesitaban para robar a mansalva e intentar perpetuarse en un proyecto que sólo la inesperada muerte de don Néstor consiguió evitar, al menos por ahora.
Mientras tanto, Cristina Kirchner avanza contra el Poder Judicial en su tentativa para evitar un negro futuro penal y, lentamente, va alcanzando sucesivos éxitos, y los líderes de la oposición se rasgan las vestiduras por los presos políticos de Maduro, en Venezuela, y nada dicen de sus homólogos argentinos.
Tal vez algún día, los argentinos podamos darnos una Justicia independiente, eficaz, competente y rápida; si lo logramos, todo será posible pero, sin ella, nada lo será.
(El artículo original se puede leer en egavogadro.blogspot.com.es )
[i] Respuesta al Senador Ramón Puerta, citada por Ceferino Reato en «Doce Noches», Ed. Sudamericana, Bs.As., 2015.