El impacto de la encíclica Laudato si’ está por verse, aunque lo que puede vaticinarse es que no dejará a nadie indiferente.
Francisco pone el dedo en la llaga: la actual crisis ecológica tiene sus raíces en una profunda crisis moral, al provenir de un estilo de vida dominado por el consumismo obsesivo y compulsivo de algunos, fruto de una cultura del descarte, que afecta gravemente al orden de la creación –que nos ha sido dado, razón por la cual no es nuestro–, tanto para nosotros mismos como para las generaciones futuras. Es por eso que para enfrentarla no basta solo con soluciones técnicas, puesto que aun siendo necesarias, no atacan la raíz del problema.
Sin embargo, aun cuando Francisco critique duramente diversos abusos del mercado, de las trasnacionales o las finanzas, no aboga, como algunos pensarían, por un estatismo todopoderoso ni por destruir la libre iniciativa –ya que es imposible frenar la creatividad humana–, sino por el emprendimiento empresarial, la necesidad de dar trabajo, la propiedad privada (aunque limitada por su hipoteca social), la labor de los grupos intermedios, el papel central de la familia, el rol subsidiario del Estado, el bien común, y el necesario avance de la tecnología y la investigación bien guiadas, a fin de solucionar muchos de los problemas que el mismo documento denuncia. Finalmente, advierte que la solución tampoco está en la disminución de la natalidad ni en el aborto.
Francisco hace así un llamado más profundo a la sobriedad y a superar el propio egoísmo, para no consumir más de lo que se requiere, pues las necesidades son infinitas –generando así una espiral inacabable de insatisfacciones–, mientras que los bienes son limitados. O si se prefiere, nos insta a colocar como piedra angular de nuestras acciones no un hedonismo galopante, sino una ética de la solidaridad, que nos lleve a generar auténticos hábitos de sobriedad y desprendimiento, motivados por las creencias religiosas, la toma de conciencia del daño producido al medio ambiente y las acuciantes necesidades de los más desposeídos.
De ahí que no se canse de denunciar el desorden moral, antropológico y religioso, producido por este consumismo exacerbado –fruto de un individualismo relativista extremo–, que hace que muchos, encerrados en su propio egoísmo, sean indiferentes ante el sufrimiento de los demás y de la naturaleza. Por eso se requiere con urgencia de una pauta objetiva del bien y del mal.
En suma, se llama, como siempre ha hecho la Iglesia, a la transformación interior antes que al cambio de las estructuras, invitándonos a cuestionar valientemente los actuales modelos de producción, de consumo y de desarrollo, para impulsar auténticos cambios de estilos de vida, pues la salud del planeta y las necesidades de los más desposeídos así lo exigen.