Una de las maneras más sugerentes de afrontar el tema que sugiere el título de este escrito es poner el acento en la y. Vamos a tratar, por tanto, de exponer las relaciones entre autoridad y poder.
Para ello resulta indispensable que nos refiramos a la distinción clásica consagrada por el insigne pensador español Álvaro d’Ors: «la autoridad es el saber socialmente reconocido y la potestad es el poder socialmente reconocido».
La raíz indoeuropea pot-, de donde proviene potestas, apunta a la idea de poder en general. Ahora bien, potestas no se refiere en latín a cualquier poder sino un poder constituido, sea el imperium (propio de los magistrados y, en especial, de la suprema magistratura), la patria potestas (todavía se emplea hoy la figura jurídica de la «patria potestad») o el dominium (referido al fenómeno de la esclavitud).
La potestad es siempre delegada: el que manda, manda por delegación de alguien que manda sobre él. De ahí la ficción jurídica con que los romanos se referían, por ejemplo, a la maiestas populi romani.
En cuanto a la etimología de autoridad, resulta mucho más rica. La palabra latina auctoritas proviene del verbo augeo, que significa algo así como aumentar, acrecer, dar una plenitud a algo que no la tiene por sí mismo. Relacionados con augeo, encontramos los términos augur, augustus o auctor. En griego, sin embargo, no se encuentra una palabra claramente equivalente. En ocasiones se señala authentia, aproximando los significados de ‘dar autorización’ o ‘autentificar’, aunque tal vinculación tiende a debilitar la fuerza que posee el término latino.
La perspectiva etimológica nos permite señalar algunos elementos que ayudan a entender la relación entre autoridad y poder. Por ejemplo, los augures. Estos ejercían una tarea de control a los magistrados gracias a que eran portadores de autoridad. Su independencia respecto al poder político era proverbial. Lo contrario de los augures lo representaba el auspicio que podía ser pronunciado por cualquier advenedizo al servicio del poder.
Lógicamente, a medida que en el antiguo romano se fue absolutizando el poder político, se fue
acudiendo cada vez más al auspicio y cada vez menos al augur. La concreción históricoinstitucional de auctoritas y potestas la encontramos de modo muy destacado en Roma: el SPQR (Senatus PopulusQue Romanus) abarca ambos elementos. El Senatus es la auctoritas patrum y era poseedor de un reconocimiento social tradicional y perdurable.
Los senatus consulta, o consejos dados los magistrados, carecían de valor ejecutivo pero eran difícilmente rechazables por estos. Por su parte, el populus, esto es, la maiestas del populus romanus, permanente y fuente de toda otra potestad, generaba tanto el imperium como otras potestates inferiores, elegidas en diversos comitia por el pueblo romano.
Es precisamente cuando la diferencia real entre autoridad y poder ha desaparecido cuando el
emperador Octavio Augusto en sus Res gestae revela precisamente la importancia que había tenido tal distinción, hasta el punto de que pretende atribuirse él mismo no solo el haber ejercido el poder sino haber tenido la autoridad: «tuve la misma potestas que el resto pero tuve más auctoritas que ninguno» presume Octavio, con cuyo título de Augusto pretende también vincularse a la auctoritas.
Hay que destacar que, mientras la potestas era delegada y delegable, no ocurre así con la auctoritas. Por definición, el saber no puede delegarse. El que no lo tiene, simplemente no lo tiene, por más que se lo pretenda atribuir él mismo u otros. Sin embargo, claro está, el reconocimiento social de tal saber puede ser más o menos volátil, especialmente si la multitud está envilecida.
Con razón dice Aristóteles en tal caso que no conviene fiarse del juicio de la multitud. Y así llegamos a la conclusión de que sólo en un clima social y humano suficientemente digno y honrado, donde se le llame al pan pan y al vino vino, pueden coexistir autoridad y poder. En una sociedad de masas donde no hay más verdad que una opinión pública pasajera y cambiante, no hay lugar para una autoridad distinguida del poder desnudo.
Álvaro d’Ors construye todo un aparato conceptual y hemenéutico a partir de la pareja de conceptos que aquí venimos glosando. En el ámbito de la auctoritas situará , por ejemplo, el ius, la tradición capaz de legitimar, la costumbre, la inteligencia… En el ámbito de la potestas, por contra, la lex, la revolución, el poder nuevo capaz de legislar contra la costumbre, la voluntad autónoma…
Todo ello hay que interpretarlo en clave de tendencias, no de posiciones fijas absolutas. La coordinación entre autoridad y poder no es imposible, aunque requiere de grandes dosis de prudencia política.
La metáfora de la mano levantada con el puño cerrado es la que mejor expresa la idea de un poder político absoluto que no responde ante ninguna autoridad y que hace descansar toda su fuerza en «el cañón de los fusiles» como diría Mao TseTung.
La mano derecha extendida con los dedos extendidos y unidos refleja también lo mismo que el
puño cerrado pero aludiendo al poder movilizador de una multitud que apoya ciegamente al
líder. En ambos casos se da simbólicamente la absolutización del poder político. Sin embargo, la metáfora que mejor expresa la idea de autoridad es la del dedo índice extendido apuntando en una dirección. El dedo índice indica, pero se trata sólo de una propuesta procedente de quien sabe el camino. Hoy día, desgraciadamente, parece que los líderes de opinión capaces de indicar el camino son los entrenadores deportivos y similares.
Conviene aclarar que el ideal no consiste en oponer o enfrentar autoridad a poder. Ni tampoco la propuesta de división de poderes, que no deja de ser un enfrentamiento entre potestades pero que, en el fondo, carecen de autoridad referente: «no es la contradicción entre potestades la que puede ayudar a aquella libertad social necesaria para el bien común, sino, al revés, la separación entre un poder unido, con una voluntad sin contradicción, y una autoridad cuyo consejo atiende aquel poder. No división de poderes, por lo tanto, sin separación entre autoridad y potestad es lo que viene a garantizar la libertad social que requiere el bien común».
Muchos ejemplos se podrían señalar hoy día de disolución de la distinción entre autoridad y poder. Los partidos políticos, para empezar, suelen tener sus thinktanks, donde el saber se pone a menudo al servicio de los intereses del partido, o, cuando menos, una parte poderosa del partido emplea tal presunto saber como arma contra las otras facciones.
Los mass-media y la opinión pública no constituyen en realidad una especie de sucedáneo de autoridad sino al revés, son antitéticos. Por su volatilidad, su histrionismo, su capacidad sistémica para aturdir y embotar la inteligencia, son precisamente todo lo contrario de
una sana autoridad para convertirse en el arma más eficaz del poderoso.
Para acabar, un ejemplo bien actual que propone el propio Álvaro d’Ors, al hablar de los tribunales constitucionales, al señalar que encubren su potestad en una aparente
autoridad que pretende custodiar las constituciones modernas. Una reflexión final en forma de
pregunta. Ya que está tan de moda aquello de podemos, hasta el punto de haberse convertido en nombre del partido alternativo a los gobiernos tradicionales, ¿no podríamos resucitar algo así como un sabemos? O mejor aún, un sabe, cuyo sujeto fueran personas o instituciones capaces de señalar el camino con un dedo índice bien firme, no como una veleta que apunta a donde sopla el viento…?