¿Qué es lo que ha pasado en Cataluña para que hayamos llegado a una situación como la presente, a la que jamás se debió llegar? Pues bien, muchas cosas. Personalmente, soy capaz de identificar cinco grupos de razones. Vds. seguramente podrán añadir alguna.
La primera es el pésimo diagnóstico de la situación que de la descentralización y del nacionalismo se hizo en la Transición, confeccionando un título VIII de la Constitución que es una verdadera chapuza y un despropósito, que descalifica garrafalmente a seis de los siete padres de la Constitución, es decir, a todos menos al que se llevó el gato al agua, el representante nacionalista Miguel Roca Junyent, a quienes los diversos separatistas españoles todavía no han premiado suficientemente sus servicios a la causa. Como descalifica también, a quien lideró dicha Transición, el Sr. Suárez, a quien tantos elogios escuchamos cada día cuando en realidad no pasó de ser el ZP de la derecha, adornado por idénticas características, a saber: hombre mediocre, mesiánico, temerario, de escasa preparación, y para desgracia de todos, electoralmente atractivo.
Porque lo cierto es que al iniciarse la Transición, había algunos nacionalistas en Cataluña y en el País Vasco, y hoy, treinta y cuatro años después de entrar en vigor la Constitución, e implementado el nefasto estado de las autonomías, lo que tenemos es dos regiones instaladas en la desobediencia, -aquéllas donde a la muerte de Franco había algunos nacionalistas-, y tantos nacionalistas como había en ellas en la práctica totalidad de las demás regiones españolas, excepción hecha de las uniprovinciales (Madrid, Rioja, y Murcia, que ni siquiera Cantabria), de las Castillas y de Extremadura.
La segunda ha sido la incapacidad de los partidos nacionales de articular en esas regiones un discurso nacional basado en el patriotismo englobador de España.
Las razones del fenómeno las conocemos bien. En el caso del Partido Popular la desconfianza de este partido en su propia ideología y en sus fuerzas, hasta construir un discurso ideológico que es una verdadera incógnita hasta para sus más leales. Y en el del pesoísmo, el calculadísimo interés en beneficiarse de los nacionalistas para encaramarse al poder. Ya tuvimos ocasión de analizar la importante ventaja que el pesoísmo obtenía frente al Partido Popular en las regiones más nacionalistas, País Vasco y Cataluña . A ello habría que añadir la tradicional falta de escrúpulos pesoítas a la hora de negociar con los nacionalistas coaliciones que llaman “de progreso” (como si hubiera algo de progreso en el rancio y obsoleto mensaje nacionalista, principal causante de todas las guerras del s. XX desde la del 14 hasta la de Yugoslavia) en detrimento del verdadero vencedor de las elecciones, que nunca era el PSOE. Podríamos mencionar multitud de casos: siempre me quedo con ese ejemplo digno de figurar en todos los manuales de política mundial en que consistieron las elecciones baleares del año 2007, las cuales dieron un parlamento con siete partidos, gobernando al final un coalición de seis, el pesoísmo con los cinco nacionalistas, en detrimento del único que ejercía la oposición, que no era otro que… ¡¡¡el que había ganado las elecciones (por cierto a dos escaños de la mayoría absoluta y con doce de ventaja sobre el segundo, casualmente el PSOE)!!!
A esta incapacidad de articular un mensaje español en las regiones infectadas de nacionalismo, se ha unido como tercera razón, la desactivación del patriotismo natural que no es otro que el español, en las regiones no infectadas o menos infectadas. Un fenómeno cuyas razones también conocemos bien. En la izquierda, un desafecto hacia la patria común que es difícil de encontrar en ningún otro país del mundo. Un desafecto que le ha llevado a extremos tan ridículos como renegar de la entera historia de España (que para colmo ni conocen) excepto el Octenio Republicano (1931-1939), u obviar el nombre de la patria para referirse a ella: “España” a duras penas es, en boca de la izquierda, “el estado”, “este país”, pronunciado a poder ser con cara de asco. Y en la derecha, una vez más, esos complejitos e inseguridades, que le han hecho creer, erróneamente, que el distanciamiento para con la patria común era el precio a pagar por la convivencia con quienes no creían en ella: los nacionalistas por creer en otras patrias, la izquierda nacional por renegar de la de todos.
La cuarta razón ha sido la transferencia de algunas competencias que no debió producirse jamás, en las que la eclosión del escondido germen de la ruptura era sólo cuestión de tiempo. La más importante de todas seguramente me la están diciendo ya Vds.: la de educación. Si echan Vds. la cuenta, lo que se ha tardado en adoctrinar a una entera generación es lo que se ha tardado en destruir España: treinta años, treinta promociones. Junto con ella también, aunque en menor medida, la de orden público, la de justicia y alguna otra. Y sin salir aún de este ámbito, la condescendencia e indiferencia con las que el estado central ha saludado la intromisión de las autonomías en el ejercicio de competencias que ni siquiera les han sido nunca oficialmente transferidas –así las correspondientes a política exterior-, o el arrinconamiento ilegal y anticonstitucional de lo que nos une a todos: los símbolos y la lengua española.
Y la quinta razón es quizás la menos conocida de todas: consiste en la perversión de la que ya hemos tenido ocasión de hablar en otra ocasión: de la negociación, cuando entre las regiones y el estado central se trata, reemplazándose el principio clásico del “te doy para que me des” (do ut des), por el nuevo principio favorable siempre a las autonomías del “me das para seguir dándome” (das ut des). Todo ello como consecuencia del plus de legitimidad que en España tiene el mensaje nacionalista sobre el mensaje nacional, un plus similar al que el mensaje de la izquierda tiene sobre el de la derecha.
Jamás, digo bien, jamás, en los treinta y cuatro años que llevamos de implantación y desarrollo del nefasto estado de las autonomías, las autonomías han visto peligrar uno sólo de los logros obtenidos, y lo único que han negociado con el estado central ha sido cuál era la siguiente concesión y en todo caso, el plazo. En una única y excepcionalísima ocasión, cuando formaba parte de los gobiernos de Aznar, el hoy presidente Rajoy llegó a declarar que una renegociación o transformación del estado de las autonomías tanto podría conducir a un nuevo estado aún más descentralizado (si cupiera), como a otro menos descentralizado. Lamentablemente nunca lo repitió.
Con esto creo haber realizado hoy un diagnóstico resumido de las razones que nos han llevado a la presente situación, en que, para llamar a las cosas por su nombre, se nos rompe la patria entre las manos. Algo que, no lo duden Vds., vendrá acompañado de nefastas consecuencias para todos, de esas que destrozan la existencia de más de una generación entera: para España desde luego (de muestra les propongo a Vds. el 98); pero también y no menos, para las regiones secesionistas (no me voy muy lejos para darles un ejemplo: Cuba me sigue valiendo).