Los problemas de corrupción están golpeando a nuestras sociedades de manera cada vez más dramática, tanto a nivel nacional como internacional. De este modo, casi no hay semana en que no se destape algún escándalo financiero que afecte a una trasnacional, o a empresarios o políticos de un país determinado.
Ante esta situación, de suyo muy lamentable, no son pocos quienes ven en el capitalismo y el mercado los únicos y malévolos responsables. Y como reacción pendular, abogan para que el Estado asuma todos estos roles y garantice con su poder que abusos como estos no vuelvan a repetirse.
La historia sin embargo, ha mostrado sin excepción, que cuando un cierto grupo se apodera del Estado, cae en los mismos abusos que ellos tanto criticaron y que les sirvieron de fundamento para hacerse con el poder. Ello, porque es muy tentador aprovecharse de la notable situación de ventaja que otorga “ser” el mismo Estado.
Todo esto parece indicar que resulta bastante probable que quien pueda abusar de una posición de ventaja, lo hará. Ello no quiere decir que todo aquel que se encuentre en una situación semejante obrará de este modo; pero la propia experiencia muestra que las probabilidades resultan más que altas, por nuestra propia condición humana.
En consecuencia, parece claro que el problema no depende tanto de las estructuras políticas y económicas que existan (aunque es evidente que ellas pueden mejorarse, y mucho), sino del comportamiento de los sujetos que las encarnan.
Lo anterior hace que nos enfrentemos al problema de siempre: al buen o mal uso que hagamos de nuestra libertad. Es por eso que, aunque muchos lo nieguen hoy, resulta imprescindible la existencia y real vigencia de una moral objetiva y universal, pero adaptada a las situaciones concretas, que nos diga muy a las claras qué es correcto y qué no, respaldada además por una eficaz legislación, que evite en lo posible abusos de poder en cualquiera de sus áreas. Sólo así podrán evitarse estas conductas que tanto daño hacen y que tanto escandalizan.
Pero por lo mismo, parece obvio que no podemos seguir pensando que lo bueno y lo malo dependen de los caprichos de cada uno y que todo quede entregado a una ética de ocasión. Ello, porque parece absurdo pretender que cada cual pueda hacer con su vida (y sus negocios, sus cargos, etc.) lo que quiera, sin recibir amonestación alguna por lo que realice, y al mismo tiempo, los demás no puedan hacer lo mismo.
Es por eso que uno de los peores males para cualquier sociedad es la pérdida de la objetividad moral (lo que a su vez, terminará afectando a su orden jurídico), de lo cual los aludidos escándalos son solo un botón de muestra.