Israel no ha sido nunca un pueblo con vocación al desorden. Ya en el Génesis algunas genealogías fijaban las descendencias de manera ordenada. Las genealogías recurren a menudo en las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El pueblo se organiza en las doce tribus de las cuales, en el libro de los Números, se describe el censo por mandamiento de Dios. En el desierto, el suegro de Moisés, Jetro, le convence para que elija a los jueces con el fin de que sean constituidos sobre Israel, poniendo a «unos de ellos a cargo de mil personas, a otros a cargo de cien, a otros a cargo de cincuenta, e incluso otros a cargo de diez» [1]. El pueblo de la Alianza, como por otra parte también otros pueblos, no está formado por una masa homogénea, sino que está agrupado con orden desde los tiempos más antiguos, tanto en los periodos de paz como durante las guerras. Entre el individuo y el rey surgen, con el pasar del tiempo, cuerpos sociales intermedios, en su mayoría siguiendo las proporciones del quíntuplo, del décuplo o del céntuplo.
En la montaña, cerca del lago Tiberiades, Jesús está rodeado por una multitud de al menos cinco mil personas [2]. Antes de la multiplicación milagrosa de los panes y de los peces, el Señor dice a los discípulos: «Haced que se sienten en grupos de cincuenta» [3]. San Agustín dice que el número cinco simboliza a aquellos que están bajo la ley, de lo que el Pentateuco es la figura [4]. Y Orígenes presenta el «cincuenta» como la «cifra que implica el perdón, según el misterio de los jubileos, que se celebran cada cincuenta años »[5]. Existe, por lo tanto, un vínculo arcano entre el orden social israelítico, expresado por el número y el tiempo, y la salvación, que se realiza en la ley (justicia), en el arrepentimiento y en el perdón (misericordia).
Además, la sociedad está fundada sobre la familia que es la «célula originaria de la vida social» [6] porque «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» [7].
Los gremios
La Doctrina Social de la Iglesia habla de los cuerpos sociales intermedios, empezando por la primera encíclica social, la Rerum Novarum de León XIII [8]. El Papa, en este pronunciamiento, quiere reafirmar la importancia de los gremios en base al modelo de los medievales, para apaciguar a obreros y capitalistas, desgarrados en el siglo XIX por la lucha de clases de matriz socialista. El Papa presenta a los «antiguos gremios de artesanos» como «instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra» [9]. En ellos están contenidos otras realidades, como las «sociedades de socorros mutuos», las «entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares» y los «patronatos» [10]. Las sociedades de socorros mutuos, en particular, están destinadas «a proteger a los obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente propio de las cosas humanas», mientras que los patronatos se fundan «para cuidar de los niños, niñas, jóvenes y ancianos» [11].
Una buena descripción de lo que fueron los gremios medievales la podemos encontrar en una exposición Vera Zamagni [12], según la cual los gremios no eran sólo organizaciones de artesanos productores, sino que en origen «tenían un significado mucho más general»: «se trataba de cualquier organización electiva (por lo tanto, no generada por vínculos de parentela o de clan o de pertenencia a un patrón), en la que las personas se unían para alcanzar un fin común». Por consiguiente, eran gremios –explica Zamagni– las universidades, las lonjas, las compañías e incluso las hermandades y los monasterios. Las universidades «eran gremios de docentes y estudiantes que, libremente, investigaban, enseñaban y aprendían». Las lonjas «eran organizaciones que individuaban las reglas del comercio y las hacían respetar». También lo eran las compañías «que ejercían una particular forma de actividad económica» y las hermandades, formadas por «laicos que preparaban las fiestas religiosas». Incluso los monjes representaban un gremio cuando «se reunían [en el monasterio] para rezar a Dios y hacer el bien al prójimo». Es interesante observar que «en estas organizaciones no había ninguna autoridad que pudiera tomar el mando por ser «investido» desde las alturas, ya que eran asociaciones horizontales». Los cargos, por consiguiente, «eran electivos a rotación». Zamagni observa que «los instrumentos de la democracia moderna (el balotaje, por ejemplo) se inventaron en los monasterios, pues estos fueron los primeros «gremios» que se afirmaron en orden cronológico sobre las ruinas del imperio romano».
Todo esto formaba parte de un corpus en el que se expresaban las libertates –las libertades– de las personas. Por lo tanto, si se quiere buscar el origen del vivir insertado en la liberalidad de Dios, hay que buscarlo sobre todo en el Medioevo cristiano.
Los cuerpos sociales y la realeza de Cristo
León XIII se lamenta en la Rerum Novarum de que con la supresión en el siglo XVIII de los gremios de artesanos, «sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío», el resultado es que mientras se desatendían «las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores» [13]. De aquí surgen los grandes males de la usura, de la especulación y del monopolio pues «las relaciones comerciales de toda índole se hallan sometidas al poder de unos pocos», hasta el punto de que «un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios» [14]. Aquí el Pontífice parece captar el núcleo de la «cuestión social» del siglo XIX. La solución que propone es coherente, en relación a la historia de la salvación y a la realidad de la creación. Las partes sociales son como los órganos del cuerpo humano: completamente individuados, sin embargos necesitan continuamente los unos de los otros. Y, como el cuerpo humano, también el cuerpo social necesita «aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía» [15].
Dios, entonces, dispuso mediante la naturaleza que «en la sociedad humana, dichas clases gemelas [ricos y proletarios] concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio» pues –continúa León XIII–, «el acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo»[16]. Ahora bien, es evidente que un discurso de este tipo, referido a los cuerpos sociales intermedios, puede darse solamente en la sociedad cristiana, donde el Dios de la paz es el centro: «para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y varia la fuerza de las doctrinas cristianas» [17].
El corporativismo se convierte en sinónimo de egoísmo
En cierta medida, los gremios de inspiración cristiana volvieron a surgir, pero en paralelo a organizaciones análogas que imitaban sólo su forma. Este renacimiento del corporativismo católico a finales del siglo XIX y principios del siglo XX -bajo la forma del sindicato y de la unión de trabajadores- ocurrió cuando arreciaba el sindicalismo «rojo» de matriz social-comunista, centrado totalmente en el perenne conflicto entre los propietarios y el proletariado. Fue precisamente el sindicalismo «rojo» el que prevaleció sobre el «blanco» (católico), hasta la llegada del Fascismo (y después de su caída), cuando se impuso el corporativismo llamada «negro».
El corporativismo de timbre comunista o fascista está muy lejos del ideal católico, por evidentes contradicciones internas, por la base solipsista y por el impulso ateísta que lo anima. La base del social-comunismo, en especial, es la lucha de clases -en resumen, el odio- y tiende a la colectivización forzada de los bienes, como también a la abolición de la propiedad privada, que es un principio fundamental -y defendido-, de la Doctrina Social de la Iglesia.
En el opuesto lado político, Mussolini impuso el corporativismo como alma del fascismo, con la peculiaridad de un sistema embridado, en un régimen de total sujeción al estado totalitario. Tanto en la variante «roja» como en la «negra», los gremios son rehenes de un grotesco circuito de intereses de las partes, ajeno a cualquier pasión por el bien común. Se impuso el egoísmo en lugar de la solidaridad entre las partes y el arbitrio en lugar de la justicia. Durante el siglo XX se fueron imponiendo, para hostilizar históricamente la solución propuesta por el Magisterio en lo concerniente a la cuestión social, otros errores relacionados con la modernidad y con la elección anticristiana de los regímenes y de los pueblos: el liberalismo, el utilitarismo, el radicalismo de impronta anárquica, el relativismo, el individualismo.
A día de hoy, alejados de la societas cristiana, la praxis y el fin de los cuerpos sociales son prácticamente diferentes en todo a las indicaciones de la Iglesia y oscilan entre el odio de clase, nunca extinguido, y el individualismo más exasperado.
[1] Ex 18, 21.
[2] Cf. Mt 14, 13-21, Mc 6, 30-44, Lc 9, 10-17, Gv 6, 1-13.
[3] Lc 9, 14.
[4] Cf. Sant’Agostino, Commento al Vangelo di Giovanni, Omelia XXIV, 6.
[5] Origene, Commento al Vangelo di Matteo, Libro XI, 3.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2207.
[7] Gen 1, 27.
[8] León XIII, Carta encíclica Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891.
[9] Ibid., n. 34.
[10] Ivi.
[11] Ivi.
[12] Vera Zamagni, “Mutualità, corpi intermedi e protagonismo sociale”, intervento al Seminario dal titolo: Riforme istituzionali e sussidiarietà: strumenti per una cittadinanza attiva, Torino, 05/05/2012.
[13] Rerum Novarum, cit., n. 2.
[14] Ivi.
[15] Ibid., n. 14.
[16] Ivi.
[17] Ibid., n. 15