Con los principios individualistas e igualitarios, que subyacen en el constitucionalismo español desde 1812, no es posible superar el nacionalismo. El mayor dislate cometido por los llamados “padres” de la Constitución de 1978 fue incorporar el término NACIÓN sin previamente tener claro el concepto de España y cuál ha sido históricamente su poder vertebrador.
Un dislate que los constituyentes justificaron al decir que habían apostado por un «nacionalismo integrador» (Peces Barba), como si esta ingenuidad fuere factible. Para mejor hacerlo (¿?) dotaron a “sus naciones” de una “autonomía” que no es sino una mera descentralización administrativa, es decir la devolución despersonalizada y condicionada de lo que previamente se arrebató a los viejos reinos españoles enarbolando el castigo de guerra o el individualista principio “liberal” de la igualdad. O ambos.
Había sido un hecho en España, desde los tiempos de la Reconquista, la práctica del respeto a la personalidad de los reinos que la integraban. Una personalidad que se expresaba en los usos y costumbres y en las instituciones nacidas de aquélla. De este modo, los naturales de cada reino se encontraban cómodos en su vivir y no dudaban a la hora de embarcarse en mil causas compartidas durante 25 siglos de historia… y aún más.
Fue el llamado Estado moderno quien dio al traste con el concepto moral y natural de Patria y arruinó el original estado de cosas en España, en la que lo propio de cada cual ni estaba reñido con la empresa común ni resultaba retrógrado, pues se expresaba en el tiempo de la mano de los hombres, no de las leyes.
Fue la pérdida progresiva de los derechos forales en España la que esfumó la personalidad propia de cada español, que sintió el desarraigo de su tierra, fragmentó la sociedad y dio lugar al surgimiento de movimientos reivindicadores de la identidad perdida: los nacionalismos, que a partir de un romántico sentimiento identitario, montaron una “ideología” y su ejercicio mediante la extorsión y la violencia.
Sabemos que el nacionalismo no proclama la identidad propia si no es mediante la previa negación de la ajena con resentimiento y rencor: ¡no soy español!, porque soy vasco o catalán o gallego… Pero esta falacia requiere una justificación sea en la raza, el idioma, la religión, la historia, en lo que fuere. Hay un dicho italiano que reza: «Igual da que la historia sea cierta o no si está bien inventada». Aquí juegan su papel los «mercenarios de pesebre» (A. Pérez-Reverte). Son los obreros de la ignorancia buscada, de la Historia mentirosa, del pancatalanismo o del panvasquismo, y de la astuta apropiación de símbolos, porque es sabido que en la política y en la historia valen más los símbolos que los argumentos; son los expertos en «hallar para cada problema un culpable antes que una solución» (A. Maalouf). Son los totalitarios que han establecido el principio de que estás conmigo o contra mí. Son quienes han incorporado la Z a su nacionalismo. Z de nazi, de bota que pisa la garganta de quien quiere usar de sus derechos, argumentar, protestar. Porque, dejémonos de historias, a la vista está que a la postre a los nacionalistas no les interesan los argumentos, sino el ejercicio del poder en su terruño.
En este contexto pienso que sólo es posible mitigar el nazionalismo, aun con una receta complicada: en un entorno de solidaridad ha de recuperarse la idea de España como una federación de regiones, como siempre ha proclamado el Tradicionalismo español. Del mismo modo, se han de recuperar y respetar los símbolos de la Patria común por su función socializadora. Han de reconocerse las personalidades respectivas de los antiguos reinos que dan forma a esta gran nación que es España, pero la unidad no significa uniformidad. Y digo reconozcan, no que se les otorguen competencias, pues éstas han de ir embebidas en aquéllas. En este proceso han de tenerse presentes cuestiones harto evidentes: 1) España no es Castilla; 2) el Gobierno no es el Estado; 3) la sociedad tampoco es el Estado, sino quien se dota de él; 4) que en esta galera remamos todos; 5) que la izquierda y el progresismo han encontrado en el nacionalismo un nicho donde amparar sus postulados; 6) que el vocabulario ha sido usurpado políticamente por el nacionalismo y 7) que éste se ha convertido en un grave peligro para la libertad.
Así y todo, nos las tendremos que ver.
Por otro lado, desde una dimensión nueva —la cuarta, podríamos decir— que ya empezamos a vivir en el espacio y en el tiempo, el nacionalismo no tiene futuro. Parto del hecho, para mí cierto, del destino común de la Humanidad. Cuando las fronteras se hacen porosas y las identidades fluídas, por lo menos las occidentales, es cuando se abandona progresivamente el hasta ahora vigente modelo de “sociedad cerrada”, que ha justificado tanto el tribalismo como el estatismo, y se perfila la gran revolución que supone la aparición de una “sociedad abierta“ (K. Popper), a la que uno se adhiere voluntariamente por sus beneficios, cuales pueden ser el contraste de las ideas, la libertad de anudar relaciones personales, las oportunidades de creación e innovación, la mejora de nuestro nivel de vida, etc.
Estamos ante la figura del ciudadano cosmopolita, que no se encierra provincianamente en su comunidad política, porque comparte con otros una misma cultura, aunque sea con ciertas diferencias y se exprese en distinta lengua. Ante esta sociedad abierta el poder político no va a tener más remedio que cambiar sus postulados, para centrarse en cómo armonizar la coexistencia de gentes e intereses heterogéneos, mientras que el nacionalismo no será mas que una forma de resistencia cada vez menos apreciable.
«Octavio Paz dijo una frase extraordinaria hace más de 25 años, previendo lo que ahora se llama globalización: “Nuestra época va a ser la venganza de los particularismos”» (J. Goytisolo).