Si en la vida político-social de hoy buscásemos un término que no sea rechazado por nadie, sin duda alguna el primero que encontraríamos sería el de democracia. Todos se afanan por ser reconocidos por demócratas, incluso las dictaduras más extremistas. Y muy cerca tendríamos un segundo término; el de libertad. Baste al respecto recordar que cuando se produjeron los atentados de París, las manifestaciones de repulsa lo eran no porque se había privado de la vida a seres humanos, sino porque se había vulnerado la libertad de expresión.
Todo esto es acogido acríticamente por el pueblo. Difícil sería, si preguntamos a alguien no especialista, que pudiese llenar dos páginas sobre el concepto de democracia. Incluso puede constatarse que se califica como democráticas a instituciones que no son en sí ni democráticas ni lo contrario (v. gr. el divorcio), para darles así un marchamo de garantía. Y no hablemos de la monstruosidad que supone la conceptuación del aborto como un paso más hacia la liberación de la mujer.
Pues bien, simplificando mucho las cosas, si queremos definir la democracia entiendo que bajo esa denominación subyacen dos elementos; el primero, como dijo Kelsen, la identidad entre gobernantes y gobernados, esto es, que los gobernantes son elegidos por los gobernados y de entre ellos. El segundo, que podría tener su epígono en Rousseau es que la voluntad popular (volonté générale) legitima cualquier cosa. Lo que quiera el cincuenta y uno por ciento de los integrantes de una comunidad ha de ser asumido por el cuarenta y nueve restante.
Este hecho, que ha sido con razón objeto de muchas críticas desde el pensamiento tradicional, supone una negación de la libertad del cuarenta y nueve por ciento de los ciudadanos que no desean lo que han querido los cincuenta y uno.
Explicaciones revalorizadoras o defensoras de la democracia, al respecto, todas las que se quieran. Desde el descorazonado “la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás” hasta la idea del gran pensador que fue CHESTERTON que en mi parecer no estuvo a la altura cuando dijo, para defender su principio democrático, que “hay cosas que es mejor que las haga uno, aunque las haga mal”. Y esta idea la oíamos en nuestra juventud los que asistimos al advenimiento del sistema político y social que hoy vivimos; yo recuerdo, en los últimos tiempos del régimen de Franco y primeros de la transición, en Jornadas de catedráticos de Filosofía del Derecho, que los más jóvenes decían que, por rechazable a priori que resulte cualquier institución de la vida jurídica, política y social, si está fundamentada en la voluntad de la mayoría, es preferible a su contraria.
Esta, la sujeción a la mayoría, es la peor de las tiranías. Supone la pérdida de la libertad del individuo en la medida en la que ésta no coincida con la expresada por el poder. Y digo que es la peor porque la experiencia nos muestra que a lo largo de la historia todas las tiranías establecidas como tales han suscitado movimientos de contestación, en ocasiones ferozmente reprimidos por el poder, pero que han encontrado aceptación en la parte de la sociedad que era consciente de la existencia de un pensamiento distinto al oficial. En cambio, quien no sea demócrata, esto es, quien no piense que la voluntad de la mayoría debe ser no solo acatada, sino también aceptada, tiene la consideración de un apestado.
Así se explican (si es que vale el término) actitudes que v. gr. entienden que las creencias religiosas que se contienen dentro del cristianismo pertenecen al ámbito de lo privado, pero que no tienen cabida en el mundo político y social. Y estas cosas las oímos de labios de altas jerarquías de la Iglesia Católica, y no en pocas ocasiones, de la más alta. En cambio, cuando se trata del islam, hasta hace nada de tiempo (en la actualidad la fuerza de los hechos ha motivado un cierto cambio) es conforme a la libertad religiosa y al pluralismo tan deseable dentro de la sociedad (lo cual, dicho entre paréntesis, resulta paradójico en una sociedad que quiere la voluntad de la mayoría; desde un punto de vista simplista, lo deseable sería que todos quisiesen lo mismo), es conforme, repito, a tales conceptos el que se permitan manifestaciones públicas de culto y se proyecte entregar plazas de toros para su conversión en mezquitas. Lo cual, de no ser en sí mismo patético, podría incluso resultar hilarante.
De algún modo se dan dos ideas, para justificar esto. La primera es la de que la mayoría no se equivoca. La segunda es que quien ha vencido en unas elecciones tiene un supuesto marchamo de infalibilidad. Como es claro que en algunas ocasiones estas dos ideas se contraponen (pensemos en los llamados escraches contra políticos), la paradoja se hace más evidente.
Bueno sería recordar las palabras de Aparisi y Guijarro “yo no profeso esas doctrinas serviles; las Cortes con el rey no lo pueden todo, solo pueden ordenar lo justo”. Lo que sea lo justo, parece que es algo que hoy está olvidado.