Si mi memoria no me es infiel, el último trabajo que aporté a nuestro boletín, hace ya algunos años, versaba acerca de los riesgos de la orfandad dinástica que padecíamos. Y padecemos, dicho sea con todos los respetos y precauciones. Que no suscitara reacciones —en ninguna dirección— aligeró mi alma de inquietudes, permitiéndome entrever una realidad quizá más prometedora que, por alguna misteriosa razón, se me escapaba. El transcurso del tiempo no ha conseguido borrar mis sensaciones de entonces. Antes bien, las ha agudizado, ensombreciendo mi ánimo con la impresión de que en esta materia, medular en el Carlismo, no hemos avanzado gran cosa. Lo que en definitiva significa que hemos retrocedido de manera alarmante.
Alejado de la primera línea —y aún de la segunda, tercera…—, los tenues reflejos nada euforizantes que percibo muy de tarde en tarde, me obligan a insistir en la cuestión. Si en aquella ocasión no llegué a las últimas consecuencias en mis reflexiones se debió al límite que nos habíamos fijado, entendiendo que nos movíamos todavía en el estadio que presidía la prudencia. Rebasada esa condición con creces, conviene retomar el hilo, pues digamos lo que digamos no empeorará la situación. Se ha deteriorado por sí misma hasta verse arrastrada a los predios que ahora habita. Porque lo cierto es que el Carlismo parece encontrarse atrapado en un doble cepo factual. Por un lado, la indefinición dinástica personal, fundamental en todo caso, y, por otro, la imposibilidad de los leales para liquidar el conflicto.
A la vista de tal planteamiento se desprende que los carlistas poco podemos hacer para fulminar la inacción que, en este punto, ha arraigado en el Carlismo. Ciertamente no nos corresponde asumir responsabilidades muy alejadas de nuestro ámbito moral de decisiones. Sin embargo, resultaría razonable y ajustado a la realidad que nos circunda, negar nuestra contribución a esa persistente ceremonia de confusión, dejando ya de cooperar a la consolidación de una indefinición dinástica que, transida de embelecos dilatorios, nos azota con saña letal. Se ha esfumado el plazo de cortesía. Ha sonado la hora de llamar a cada cosa por su nombre.
Por si alguien lo ha olvidado, empecemos recordando que el Carlismo es una formación de voluntarios. Ninguno espera recompensas, sinecuras ni privilegios. Merecen, por lo tanto, respuestas terminantes a sus sensatas peticiones, favorables o no a sus deseos. Cualquiera de ellos carga a su espalda con un historial de dedicación, generosidad, renuncias y sacrificios que avalan el derecho a ser tratados con respeto y sinceridad, sin enredarlos en un turbión de disimulos, vacilaciones o nebulosas tangenciales.
Sabemos que un Carlismo sin rey es una nave sin capitán, al albur de las tempestades, carente de rumbo inmediato definido y, por consiguiente, de horizonte. Así llevamos navegando varios lustros. Efectivamente, sin rumbo ni horizonte. Se nos impone encarar la nefasta realidad, eligiendo entre una existencia anodina tejida de añoranzas y ribeteada de nostalgias, o emprender la aventura que nos marca la rosa de los vientos en una época tan compleja y sombría. Eso que el dicho popular concreta en herrar o quitar el banco. Propongo que abracemos la segunda opción. Con todas las consecuencias. Nada de salir en tropel, para que el último apague la luz.
¿Eso no sería, de hecho, poner fin al Carlismo? Claro que no. Si el Carlismo no existiera habría que inventarlo, porque es la única formación política genuinamente española que, al hundir sus raíces en la profundidad de la historia, nos ofrece el soporte enriquecedor de valores imperecederos, con un bagaje doctrinal siempre atemperado a las necesidades. A años luz de los partidos políticos al uso, nacidos todos del liberalismo, para acabar desembocando en un océano de relativismo moral, antesala de persecuciones y exterminios. Los viejos fantasmas, como tanto se viene repitiendo estos días, retomando las armas mientras sintetizan sus amenazas en ese arderéis como en el 36, que no puede ser más explícito por partida doble. De lo que fue en realidad la avalancha revolucionaria y de lo que desean emular y superar los herederos de aquellos victimarios.
Hablamos de refundar el Carlismo —digámoslo así—, salvando intacto su cuerpo doctrinal, dotándolo de una armadura teológica renovada y actualizada, en una oferta real a los españoles, que no habrían de pasar previamente por un fielato cada vez menos inteligible. ¿Acabaría esto con el Carlismo? Por supuesto que no. Mientras desgranaba este breve apunte operativo, rondaba en mi mente el lamento condicional de pasadas épocas, cuando se afirmaba con dolorida comezón qué buenos vasallos habría si hubiera buen señor. Hoy, ni siquiera esta lección nos sirve. Falla la ecuación. Porque no tenemos señor. No. No lo hay.
Me gustaría tomar parte en esta apasionante singladura. Temo que para mí ya es demasiado tarde. Pero todavía puedo rezar. Y seguir rogando a Dios que os bendiga siempre.