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Opinión

El dulce encanto del alboroto, de la algarabía y la enorme capacidad narcotizante y alienadora del populismo.

El escritor e historiador mexicano Ernesto Krauze dice en su “Decálogo del populismo” que el populismo abomina de cualquier posibilidad de poner límites a su poder, los considera oligárquicos y contrarios a la “voluntad popular”.

 En su “decálogo”, Ernesto Krauze, enumera las principales características del populismo progresista moderno:

– El populismo exalta al líder carismático. No hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo.

– El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella.

– El populismo fabrica la verdad.

– El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos… La ignorancia o incomprensión de los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.

– El populista reparte directamente la riqueza… pero el populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.

– El populista alienta el odio de clases.

– El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo apela, organiza, enardece a las masas.

– El populismo fustiga por sistema al “enemigo exterior”. Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera.

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– El populismo desprecia el orden legal.

– El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal.

Que se sepa, nunca ha habido ningún régimen populista-progresista que haya conseguido -o que de veras lo pretendiera- poner remedio a la injusticia, mejorar la vida de los más favorecidos, acabar con la pobreza (miseria tanto económica como cultural) Ningún sistema político populista-progresista ha promovido una verdadera enseñanza (pues educar es otra cosa distinta) orientada a fomentar el pensamiento crítico, a erradicar las formas de pensar acientíficas, supersticiosas, las diversas formas de fanatismo.

Los programas políticos de gobiernos populistas-progresistas como los que hemos tenido en España desde la muerte del General Franco, nunca han tenido como objetivo lograr un desarrollo sólido y perdurable (“sostenible” lo llaman ahora). Realmente lo que menos les interesa son los derechos de las personas, les despreocupan los intereses de la gente corriente, y por supuesto les importa un bledo la salud de las instituciones «democráticas», la participación ciudadana, y toda la retahíla con la que adornan sus discursos vacíos. Muy al contrario, procuran crear más y más situaciones de dependencia asistencial, fomentando el clientelismo-servilismo, «estómagos agradecidos», servidumbres más o menos voluntarias, todas las formas posibles de subsidios, y adoctrinan a la población inculcándoles «valores» (mejor dicho, contravalores) cargados de resentimiento, de revanchismo, o como poco de perplejidad y confusión…

Se trata de conseguir lealtades a ultranza, asegurarse la adhesión inquebrantable de la mayoría de la población, y también a ser posible de minorías «secularmente oprimidas, maltratadas y con enormes carencias». Las diversas formas de populismo y de socialismo autoritario (aunque posiblemente todos los socialismos son autoritarios en el fondo y en la forma) así como los diversos fascismos, recurren a estrategias semejantes: se inventan un enemigo exterior, se inventan un enemigo interno y un enemigo en el pasado reciente. Por supuesto, para «echar balones fuera» la responsabilidad siempre es de otros, de la etapa política anterior, la «deuda histórica» lo llaman. De ese modo podrán seguir medrando, expoliando y malversando por mucho tiempo y con total impunidad.

Los sistemas demagógicos-populistas no se basan en ideas definidas, en programas de gobierno concretos, ese es el motivo de que proclamen de sí mismos que son pragmáticos, realistas, y que cambien periódicamente según sopla el viento. En sus comités, consejos, «ejecutivas» cabe de todo; como en cualquier gazpacho que se precie el truco está en saber mezclar bien los ingredientes.

En los regímenes demagógico-populistas nunca falta el caudillismo, el culto al jefe; el partido se construye con base en una figura providencial, una figura carismática, al que la nación, la región, la comunidad autónoma «le debe todo»… En la historia hay una larguísima lista de ellos. El líder (aparte de ser muy ocurrente y dicharachero) suele ser un demagogo, que miente, halaga, caricaturiza, criminaliza, «moraliza», o desacredita según le convenga.

Un demagogo es alguien que le dice cosas falsas a gente que considera idiotas. Engatusa al personal con actitudes cautivadoras como besar a niños, darse «baños de multitudes», visitar hasta el último lugar del mapa, abrazar a indigentes y desconocidos, y sobre todo prometer maravillas (Pensamiento Alicia lo llamaba el profesor Gustavo Bueno, recientemente fallecido) Por otro lado, es obligado que sea agresivo, hiriente, sarcástico, sin contemplaciones ni concesiones con aquellos a quienes sus seguidores consideran que hay que aborrecer, por ser considerados «el enemigo», «los otros»… llegando incluso al extremo de encender el fuego del odio, y a continuación acusar a los otros de ser los causantes de la «crispación».

No hay régimen populista que tolere la libertad de prensa o la libre expresión. Los medios de comunicación solo son consentidos, tolerados (pese a que hayan puesto de moda la palabra tolerancia, no es sinónima de respeto) cuando son aduladores, trovadores del partido del régimen, del jefe…. Los progresistas-populistas censuran cuantas ocasiones lo creen necesario y de múltiples maneras a periodistas y medios; o boicotean o asfixian económicamente a los medios que no les son afines…

Los presupuestos siempre son manipulados con arbitrariedad. Los controles son silenciados o ninguneados:

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 El modelo populista identifica fondos del Estado con fondos del gobierno o -peor aún- fondos de quien tiene la vara de mando. Los usa a discreción para someter a opositores, comprar voluntades y hacerse auto bombo (ni en tiempos de crisis, ¿Qué crisis?). Los regímenes populistas no escatiman en gastos a la hora de transitar por el camino del narcisismo-absolutista. Para los regímenes populistas no hay limitaciones ni medidas fiscalizadoras o que fomenten la mínima transparencia en la gestión de la cosa pública, solo se admiten «observatorios inoperantes y laudatorios», nada de instituciones independientes, llámense comisiones de investigación, tribunales de cuentas, o cuestiones semejantes.

Puede leer:  Borrell defiende que se ceda soberanía a la UE

En un régimen populista-progresista no pueden faltar las alianzas con la «burguesía amiga» o los «empresarios patrióticos», es decir, aquellos que prefieren sobornar a funcionarios, pagar «el impuesto revolucionario» para obtener privilegios, a producir de forma realmente competitiva.

Un régimen populista no se priva de echar leña al fuego, como antes he indicado. Se trata de provocar constantemente la confrontación con empresarios, militares, sacerdotes, periodistas y opositores de hoy, ayer, de antes de ayer y de pasado mañana; y a continuación añadir que son los únicos enemigos del progreso, de la felicidad, el igualitarismo y el crecimiento sin fin que disfrutamos gracias a ellos, o disfrutaremos cuando ellos nos gobiernen. Y por supuesto, los únicos culpables de lo que aún está por mejorar.

También es característico de los populistas-progresistas el absoluto desprecio hacia el orden legal. Igual que en las monarquías absolutistas y a la manera de los caudillos «dueños de vidas y haciendas de sus súbditos», la ley es apenas un traje que se ajusta a gusto y medida.

 

Ni qué decir tiene que el populista-progresista no acepta la alternancia, procura por todos los medios a su alcance perpetuarse en el poder, su ideal es la reelección ilimitada, e incluso la presidencia vitalicia, quizás incluso hereditaria.

Y, una vez alcanzado el poder su propaganda estará siempre aderezada, aliñada con una buena dosis de buenismo, de pensamiento Alicia. Repetirán hasta el hartazgo la idea de que se avanza –gracias a ellos- hacia un futuro maravilloso, de dicha, de felicidad, de equidad, nunca vistos. Lo mismo que un ilusionista, que crea un escenario impresionante, que sólo es perceptible desde un determinado ángulo, y siempre y cuando todos los intentos de un estudio crítico sean abortados.

El populismo es un espejismo que se publicita de manera machacona, hasta la saciedad (con mucha eficacia, todo hay que decirlo). Igual de hábiles son a la hora de echarles la culpa a “los otros” y a la situación heredada para –cuando tocan poder- tapar y camuflar la ineficacia de su gestión, sus fracasos, su actuar chapucero, y ocultar los síntomas de deterioro.

Repetirán hasta aburrir que con ellos se han logrado resultados notables, y que nos espera un futuro aún mejor; de ese modo no dejarán de confundir, «convencer» y producir realmente un efecto anestésico en los ciudadanos; o como poco sembrar  la resignación, la aceptación de la mediocridad imperante como algo soportable.

El caudillismo, el culto a la personalidad en torno a lo cual gira casi todo, la carencia de controles institucionales de cualquier clase, la inseguridad jurídica, la ausencia de visión de futuro, de previsión, de planificación, la cada vez mayor crispación y el objetivo de mantenerse en el poder a toda costa impiden cualquier posibilidad de progreso real. Con semejante clima no se pueden esperar inversiones propiamente dichas, ni ningún tipo de acción emprendedora, ni nada que se le parezca.

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Por el contrario, los regímenes de democracia liberal, los regímenes políticos democráticos (no populistas) propiamente dichos no participan de la ristra de corrupciones mencionadas a lo largo de este escrito. No practican el personalismo narcotizante, alienador, anestésico, no manipulan los medios de comunicación, no usan de forma arbitraria el presupuesto, no alientan el odio, no desprecian la legalidad vigente, no boicotean la seguridad jurídica, no temen la alternancia, no descalifican de forma ruin y zafia a los opositores, a los contrincantes; no espantan las inversiones sino que las reciben con los brazos abiertos, se abren al comercio exterior y no distorsionan las estadísticas para engañar a los ciudadanos y hasta cuidan las formas (pero no con el «talante» cargado de un profundo cinismo)

Los regímenes democráticos -no populistas- poseen un mayor nivel de bienestar y de crecimiento, son previsibles e infunden más confianza.

Por causa del populismo, del cual participa no solamente el partido de Pablo Iglesias sino también los restantes partidos del “consenso socialdemócrata” (PP, PSOE y Ciudadanos) es por lo que nos vamos quedando en el vagón de cola, en el «trasero del mundo», pese a las enormes potencialidades que España atesora, y los españoles seguimos manteniendo inactivas debido al régimen populista-progresista que hipnotiza, esclaviza y embrutece.

Y ya para terminar, no lo olvidemos, tal cual afirma también Enrique Krauze que el populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente “moderada” o “provisional”; no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.

Desde los antiguos griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX y sus totalitarismos y regímenes liberticidas, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es “subvertir la democracia”.

Nunca olviden que la persona más peligrosa para determinados gobiernos es aquella capaz de pensar por sí misma, sin importarle supersticiones ni tabúes. El mayor de los temores de ciertos políticos es que este tipo de persona llegue a la conclusión de que el gobierno bajo el que vive es deshonesto, demente e intolerable…

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Carlos Aurelio Caldito Aunión (Badajoz, 1957), un histórico 'discrepante' (utilícese ésta o cualquiera de sus formas equivalentes, tales como 'discordante', 'divergente' o 'disconforme', por ejemplo) de la sociedad pacense

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