Suele afirmarse que los demagogos son los políticos, o no necesariamente políticos, que le cuentan a la gente estupideces en el convencimiento de que quienes los escuchan son gente estúpida, hablamos de individuos que prometen cosas imposibles, a sabiendas de que son imposibles y a sabiendas de que quienes componen su auditorio y sus seguidores en general (que lo adoran y lo consideran el summun de la inteligencia, de la bonhomía, de la perfección, e incluso de la belleza) no se plantean ni remotamente que son imposibles. Por supuesto, para adornar más todavía su discurso vacío y su charlatanería, visitan los lugares más recónditos en busca de indigentes, ancianos y niños a los que besar y estrechar la mano, a ser posible cuando las cámaras de televisión están presentes.
Pero vamos a hablar de algunas características que generalmente pasan desapercibidas, que caracterizan a los demagogos y que suelen ser las claves de su éxito más o menos efímero, más o menos duradero; pero primero es necesario que hagamos una digresión y aclaremos algunos conceptos:
Los antiguos romanos diferenciaban entre potestas (poder) y auctoritas (autoridad) potestas es el poder socialmente reconocido, mientras que auctoritas es el saber socialmente reconocido.
Cuando en el lenguaje ordinario se dice que una persona es una “autoridad”, indicando que es socialmente reconocida su competencia en determinada materia, el sentido es similar al de auctoritas en el derecho romano. Pero cuando se hace referencia a las “autoridades” de una determinada organización, o se menciona que alguien ha sido investido de “autoridad”, este sentido poco tiene que ver con la auctoritas romana y más se parece al de potestas: se quiere decir que dicha persona tiene un poder (mayor o menor) en dicha organización.
El uso del poder, la capacidad de influir en la conducta de los demás tiene su faceta coactiva y su faceta persuasiva. Por el contrario, la autoridad es la capacidad de influir en la conducta de otros apelando debido a que quien está investido de ella posee un reconocido prestigio, es un referente moral, o cosas similares. Evidentemente, cosa bien distinta es el autoritarismo que se da cuando alguien ejerce el poder sin autoridad, autoritarismo es potestas sin autoritas.
Cuando alguien ejerce de líder, de jefe, es porque es capaz de influir sobre un determinado grupo de personas, debido a su especial preparación, capacidad y mérito –humanos, académicos, profesionales- e infunde respeto como persona y/o como profesional, y quienes por él son dirigidos confían en la rectitud de los motivos que lo mueven a pedir algo de ellos (confían en su intención) y en la claridad de su competencia-cualificación (confían en su conocimiento).
Como hemos señalado anteriormente, el poder, o mejor dicho, su ejercicio, es coactivo y disuasorio, pero su uso no es malo en sí mismo, por lo cual también puede ser señal de incompetencia el no usarlo cuando se debe. El poder es para usarlo, pero para usarlo bien, es decir, para contribuir a los fines de la organización, del grupo humano del que se trate, de la sociedad en general. No sirve para deleitarse con su posesión ni utilizarlo para adquirir más poder (aunque haya muchos que incurran en ello), pues se acaba volviendo estéril. Tampoco sirve para lograr que alguien aprenda algo –a lo sumo aprenderá cómo eludir el poder, cómo “escaquearse”- y, menos aún, para lograr que alguien nos quiera, pues resulta imposible usar el poder para conseguir el amor de otras personas.
Se ha de procurar recurrir al uso del poder por parte de quien tenga capacidad de usarlo, en situaciones de emergencia, cuando no es posible detenerse a explicar la conveniencia de una acción, y para disuadir o evitar malos comportamientos de personas que no responden de otra manera. Posiblemente éste es el mínimo exigible a cualquier persona que ostente poder: usarlo para evitar el uso abusivo o injusto por parte de personas que dependen de él. Si no lo hace, está cometiendo una grave omisión en el uso de su poder coactivo y se hace cómplice de esa injusticia, pues como decía Albert Einstein, <<el mundo no está amenazado por las malas personas, sino por aquellos que permiten la maldad>>
En la dirección de lo que venimos hablando, la calidad de un gobernante es mayor cuanta menor necesidad tiene de usar el poder para que los ciudadanos actúen correctamente. Lo deseable es que cada vez nos acerquemos más formas de gobierno en el que el ejercicio del poder llegue a ser –progresivamente- innecesario, o casi, pues se debe tender a regirse por el principio de mínima intervención, en el sentido de que el mejor gobierno es el que se limita a perseguir el delito, procurar que los pactos entre particulares sean respetados, y actúa cuando la nación es amenazada o agredida por un enemigo exterior.
Volviendo a los demagogos: éstos ven a sus conciudadanos poco menos que como animales, o como juguetes desechables, y obviamente no pretenden servirlos, su objetivo es seducirlos para engañarlos.
El demagogo no pretende atender a las necesidades reales de los ciudadanos, por el contrario, promete hacer realidad sus deseos, sus sueños, convirtiéndolos de ese modo en “derechos” (sin obligaciones, sin contraprestación de ninguna clase). Es por ello, también, que el demagogo no dialoga, suelta un discurso tras otro con muchas palabras y pocas acciones, pocas propuestas, recurriendo generalmente al embuste; el demagogo no busca formar, enseñar a pensar, busca amaestrar, adoctrinar, pues su objetivo es conseguir una masa sumisa en la que estén ausentes el mérito, el esfuerzo, el trabajo bien hecho, es por ello que el demagogo premia la lealtad, a los que le siguen el juego, y practica el amiguismo, el nepotismo (y persigue con crueldad, con severidad al disidente).
Ni que decir tiene que cuando el demagogo logra tocar poder, lo ejerce forma autoritaria, dictatorial, tiránica; y adopta un estilo de mando paternalista, practicando la política de “pan y circo”, usando la “justicia” de forma arbitraria, errática, sin rumbo fijo, de manera impredecible y sin criterio. Un gobierno integrado por demagogos, aparte de crear tensión, crispación, miedo, crea también un mundo irreal, un ambiente de adormecimiento utópico. Todo ello genera servilismo y delación, en un clima de aparente participación acompañada de divertimento.
Y, como consecuencia, cuando el demagogo se va, sea porque lo echan, o sea porque se muere, deja un país en el que predominan los ciudadanos que se sienten engañados, profundamente decepcionados, resentidos y sin esperanzas o apenas ninguna.