Uno de los principales argumentos para justificar el aborto apunta a la libertad de elegir, de tal forma que este supuesto derecho solo sería ejercido por quienes opten por él. Así, quienes no quieran abortar, que no lo hagan, pero que no impongan su opción a los demás.
La verdad es que hace rato que debiéramos haber caído en la cuenta que lo bueno y lo malo, o si se prefiere, los derechos humanos, no pueden depender de lo que unos piensen, crean o quieran de manera autónoma y completamente subjetiva, porque tal como “en gustos no hay nada escrito”, lo mismo pasa respecto de ideales, deseos o intereses. Es por eso que el fundamento debe ser más profundo.
Es como si un grupo abogara por restablecer la esclavitud, en atención a su gran interés en ello y que señalara que sólo se haría para ciertos casos (v.gr., para algunos condenados). Ante quienes reclamaran aduciendo “valores objetivos”, podrían contestar que todo es un asunto de libertad, y que si se oponen a esta medida, que no tengan esclavos, pero que no impongan su visión a otros.
Obviamente alguien podría decir que se trata de una comparación impropia, porque en el presente caso se puede “ver” al esclavo, no así al no nacido. Con todo, la tecnología actual casi permite “tocar” al que está por nacer.
Sin embargo, y más allá de libertades, intereses o “visibilidades”, lo que muchos alegarían respecto de la esclavitud, es que su legitimación no depende del capricho de algunos, ni siquiera de la mayoría, sino a un problema de concepto: la inherente igualdad y dignidad de todos los miembros de la especie humana, al margen de sus circunstancias. Por tanto, no solo darían igual esos intereses o libertades, sino que serían un fundamento ridículo para el fin que buscan.
Y este es el meollo del asunto: que un derecho humano tan esencial como la vida no puede quedar entregado ni depender de gustos o pareceres, pues estos cambian como el viento, sino de conceptos claros, objetivos y firmes, que tengan la virtud de soportar los vaivenes de los intereses de cada momento.
Por tanto, la clave es si todos los miembros de la especie humana, incluidos los no nacidos, son en verdad esencialmente iguales y merecedores de respeto, no por una concesión graciosa de quien debe respetarlos, sino por propio derecho.
En caso contrario, si algunos pretenden que ciertos seres humanos tengan derechos evidentes e indisponibles incluso para sí mismos (pues nadie puede hacerse esclavo, aunque quiera) y otros únicamente cuando convenga a las mayorías (los no nacidos), la contradicción no es solo evidente, sino que en el fondo, se está borrando con el codo lo que se escribe con la mano.