En un artículo reciente titulado Un gobierno sin obedientes, afirmábamos que: “Luego de un año de gobierno y llegando a los días finales del 2016 el gobierno argentino tiene formalmente el poder pero no logra la obediencia de casi nadie. En términos clásicos podemos decir que tiene el poder pero carece de imperio”.
Es que la crisis de autoridad tiene profundas raíces que vienen de lejos. El exceso de propaganda política oficial, las mentiras o medias verdades oficiales del gobierno o de los intereses de los mass media, han estimulado el descreimiento popular.
Incluso aquellos que históricamente han ejercido la autoridad: padres, maestros, sacerdotes, magistrados, sindicalistas, dirigentes políticos y empresariales, todos han sufrido una pérdida de credibilidad y por lo tanto han tenido y buscado logar la obediencia a través de la corrupción, bajo la forma de soborno, chantaje, subsidios, planes sociales, cargos y puestos en el Estado.
Se debilitó la lealtad institucional del funcionario del Estado, pero también de los actores de la sociedad civil. El gran filósofo Hegel llegó a sostener que la verdadera y eficaz revolución social estaba en manos del incorruptible funcionario del Estado prusiano. Pero ese funcionario convencido y orgulloso de sus funciones, identificado con su institución, no existe más. Hoy el funcionario político –ministro, secretario, subsecretario, director y subdirector nacional- usa el cargo para su promoción personal y progreso individual. Su puesto, afirma el gran sociólogo norteamericano Christopher Lasch, es utilizado para gastar fondos públicos a manos llenas y a dispensar gratificaciones a amigos y allegados y a rodearse de lujos[1]
Lo grave es que la corrupción no se limita a los funcionarios del Estado sino que se extiende a todas las instituciones de la sociedad civil. La corrupción de los padres en familias enteras de ladrones y narcotraficantes, la corrupción de los maestros que cambiaron la vocación docente por el alumno como rehén salarial, la de los magistrados que al castigar mal se hacen socios del delincuente, la de los empresarios que dejaron de lado el riesgo empresarial por la coima y el soborno para conseguir obras del Estado, la del sacerdote que no sale de la sacristía, mientras cobra el cómodo sueldo de capellán del Estado, la del profesor universitario que repite mecánicamente razonamientos y lecturas que nunca lo comprometen a cambio de un suculento sueldo mensual.
Todas estas corrupciones van creando en el ciudadano de pie un control social imperceptible para férreo. Creando lo que se llama el pensamiento políticamente correcto, el discurso único y la conducta uniforme. Porque el objetivo es evitar conflictos y enfrentamientos entre las autoridades y sobre los que se quiere imponer la autoridad.
Es por ello que las autoridades postmodernos no desean resolver los conflictos sociales, sino solo administrarlos y si es posible a través de alguna otra persona que no sean ellos. Y como la resolución amistosa de los conflictos sociales es casi imposible, las autoridades adoptan las diferentes formas de corrupción para lograr el control social.
[1] Refugio en un mundo despiadado, Gedisa, Barcelona, 1984, p. 257