Hay una palabra que los medios de información han puesto de moda, a base de repetirla hasta aburrir, y que se utiliza por doquier para denigrar, descalificar, insultar, y como falacia ad hominem para hacer callar a quienes disienten con la “verdad oficial”, con el pensamiento único. Pero ¿qué es realmente el “populismo”, en qué consiste tal cosa?
El populismo allí donde está presente es un totum revolutum, una confusa mezcla de ideas, de doctrinas, de ideologías, de ambigüedad calculada; e incluso podemos decir que el populismo es de izquierdas y de derechas dado que ambas se apropian de ese vocablo talismán llamado “pueblo”.
Desde ese punto de vista, populista fue Benito Mussolini, también Adolf Hitler, también Lenin, también Stalin, y un largo etc. Y ya en tiempos más cercanos, posmodernos, el comandante Hugo Chávez en Venezuela, admirador de los hermanos Castro que pretendía convertir a su país en un laboratorio del “nuevo socialismo”. Dicen que populista es Pablo Iglesias Turión, también hay quienes dicen lo mismo del Papa Francisco… Hasta del recién nombrado presidente de los EEUU.
El populismo es un fenómeno político que se caracteriza no por el contenido de su doctrina, sino por una determinada forma de funcionar, de proceder.
Desde el punto de vista del que vengo hablando, el mejicano Enrique Krauze considera que el populismo se caracteriza por rasgos como los que siguen:
El populismo exalta al líder carismático. No hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo…
El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella.. El populista se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones, “alumbra el camino”, y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
M.Weber afirma que el caudillaje populista surge por primera vez en la Historia en las ciudades-Estado del Mediterráneo en la figura del “demagogo”.
Aristóteles ya nos advertía de sus peligros hace más de 2.500 años, y afirmaba que la demagogia es la causa principal de las revoluciones en las democracias. En aquellos tiempos cuando el demagogo era también un jefe militar, la democracia se acababa transformando en tiranía. Transcurrido el tiempo quienes acabaron dirigiendo al pueblo fueron quienes más hábiles eran en la retórica, los que mejor saben hablar.
Ahora quienes encandilan y arrastran a las masas, en el siglo XXI lo hace en el ágora virtual de las redes sociales y en la televisión.
El populismo fabrica la verdad. Como es natural, los populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla, y por ello hacen lo posible por amordazar y aplastar a los disidentes, no desechando ninguna clase de coacción a su alcance.
El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos. No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado, que puede utilizar para enriquecerse o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, o para ambas cosas, sin reparar en gastos, pues decía una insigne socialista hispana que formó parte del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, “el dinero no es de nadie, y es de todos”. El populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.
El populista reparte directamente la riqueza. Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, donde hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte de lo que recauda el estado, al margen de las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis: elige bien a quienes premia y regala generosamente subvenciones, para luego cobrarse su “altruismo” en forma de obediencia. Al populista le trae al fresco que su generosa actividad caritativa genere inflación y que se hipoteque a futuras generaciones.
El populista alienta el odio de clases. “Las revoluciones en las democracias ¬explica Aristóteles, citando `multitud de casos’¬ son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. El contenido de esa “intemperancia” fue el odio contra los ricos; “unas veces por su política de delaciones… y otras atacándolos como clase, (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo”. A poco que uno observe los máximos representantes del populismo en España llevan a cabo lo que narraba Aristóteles al pie de la letra, sin desviarse ni un milímetro: hostigan a “los ricos”, a los que acusan a menudo de ser “antipatriotas”, a la vez que procuran atraerse a los “empresarios patrióticos” que apoyan al régimen. El populista no tiene como objetivo abolir la economía de mercado y la democracia liberal: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.
El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales y los convoca a tomar la calle. El populismo apela, organiza, enardece a las masas.
La plaza pública es un teatro donde aparece “su Majestad el Pueblo” para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra “los malos” de dentro y fuera. “El pueblo”, claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un parlamento; sino una masa selectiva y vociferante de la que nos hablaba un tal Marx, pero no Carlos, sino Groucho: “El poder para los que gritan `¡el poder para el pueblo!”.
El populismo fustiga por sistema al “enemigo exterior”. Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista necesita desviar la atención interna hacia el adversario de fuera.
El populismo desprecia el orden legal. El populismo aspira a acabar con lo poco o mucho que haya de separación de poderes, de forma que el parlamento y el poder judicial sean apéndices de su poder total y actúen a su conveniencia.
El populismo domina y doméstica o suprime las instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la “voluntad popular”.
El populismo posee, además, una naturaleza perversamente “moderada” o “provisional”: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.
Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es “subvertir la democracia”.
Evidentemente, tras lo narrado anteriormente, es lógico llegar a la conclusión de que se corre el enorme riesgo de ser tachado de “populismo” cuando uno adopta una determinada estrategia para intentar diferenciar su programa político de forma clara y rotunda del de la clase dirigente. Eso hace que quienes dicen representar al denominado centro político recurran al manido vocablo para denigrar a quienes cuestionan el actual estatus quo, pues saben que los que forman parte del consenso socialdemócrata suelen ser personas y grupos que forman parte a su vez de la izquierda y la derecha “moderadas”, que son sus potenciales votantes y aliadas a la hora de defender el estatus quo político y turnarse para gobernar y dirigir los resortes del poder para distribuir privilegios y riqueza para sí mismos y sus cómplices.
Es por ello que quien ose atacar a los “moderaditos” que dirigen el aparato del estado, a esa poderosa y rica casta de oligarcas y caciques, cuyos intereses se oponen a los de la clase media trabajadora y a los empresarios realmente productivos, en la actualidad se expone a ser linchado, ninguneado y a que se le cuelgue la etiqueta de populista.
Es lógico que quienes llamamos al pan, pan, y al vino, vino para intentar captar la atención de nuestros compatriotas que no son todavía plenamente conscientes de la manera en que están siendo explotados, para ayudarles a tomar conciencia de la situación que padecen, empleemos, al decir de algunos una retórica hasta cierto punto calificable de radical, emocional y hasta con un punto de resentimiento.
Pero esa retórica inflamatoria es especialmente necesaria hoy en España y en la mayoría de los países europeos en los que los medios de comunicación de masas, aunque aparentemente libres, funcionan como portavoces privilegiados del gobierno y lanzan una interminable propaganda pensada para camuflar la explotación estatal de la clase productiva y desacreditar movimiento políticos disidentes.
La prueba de su eficacia y de su necesidad es la victoria conseguida por Donald Trump, que usando ese tipo de retórica dura y extremista (e incluso para algunos grosera) ha logrado captar la atención del electorado de EEUU, pero no porque los estadounidenses tengan una especial e irracional disposición a la envidia, a la xenofobia o cuestiones parecidas, como nos quiere hacer creer muchos medios de información y creadores de opinión. Por el contrario, los estadounidenses están despertando a la cruda realidad de que han sido saqueados y oprimidos por el establishment político globalista estadounidense “moderado” desde la Segunda Guerra Mundial: aplastantes impuestos sobre negocios y personas, sumisión de la soberanía nacional en organizaciones y alianzas internacionales, un gobierno torpe e incompetente, guerras coloniales eternas. Pero, especialmente los impuestos.
Ni que decir tiene que esta clase de “populismo” (que poco o nada tiene que ver con el expuesto más arriba) ha llegado para quedarse. Lo cual debería ser motivo de alborozo para los liberales, los conservadores, los cristianos, que pueden empezar a no sentirse huérfanos y pueden disponer de una estrategia eficaz para acabar con el perverso consenso socialdemócrata.