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Historia

Manuel García Morente -III- «El hecho extraordinario»

Manuel García Morente

 

«DIOS ESTA AQUÍ Y YO NO LO SABÍA» (Gn 28,16)

«HASTA AHORA HABLABA DE TI DE OÍDAS. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS»

(Jb 42,5)


Continua Morente en París padeciendo un gran desasosiego a causa de las penalidades por las que atraviesa, sufrimiento que le inquieta y desvela, tanto, que en la tantas veces mencionada carta al obispo García Lahiguera, recuerda que el insomnio era el estado casi normal “de mis noches tristísimas” Cavilaba sobre su familia y su suerte, pero también empezaba a verse de un modo distinto que antes: «también a veces repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo infundada que era la especie de satisfacción modorrosa que sobre mí mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego».

El tema del sufrimiento es uno de los más difíciles de comprender, sobre todo para los que no tienen fe. Ellos  dicen: Si Dios existe y es bueno, ¿por qué permite el sufrimiento y tantas injusticias? ¿Por qué no hace nada para evitar tanto dolor que hay en el mundo? En este dolor, en este desasimiento que viene padeciendo, descubrirá Morente uno de los rodeos de los que la Providencia se sirve para hacer florecer la simiente de la fe, que según Marañón y otros, siempre tuvo. Es decir, que el dolor, el sufrimiento, ha actualizado todas las disposiciones ya presentes en su pensamiento, su sensibilidad, e incluso su voluntad. Dios se va insinuando a su pensamiento, aunque sus prejuicios le llevan a rechazarlo en un primer momento: “Claro está que enseguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. «Vamos -pensé-, Dios, si lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades».

Todavía le asaltan sentimientos de protesta y de rebeldía ante una Providencia que de tal forma ha jugado con su vida. Aquellas noches fueron atroces. «¿Qué está haciendo de mí -pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea?». La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente… la  desesperación«. Por pura rebeldía pensó en el suicidio, pero lo rechazó: nada resolvía con ello….El deseo de una providencia sabia lo interpretaba, de forma meramente psicológica, como una necesidad de consuelo en el desvalimiento.

Sin embargo, se acercaba la conversión de Morente. Aquel que en su suficiencia le rehuyera años y años,  llegaría a elevar a Dios ante el altar. Como lo hicieran en el pasado otros dos grandes conversos, éstos del anglicanismo, Newman y Manning, fundadores del Movimiento de Oxford[1], que llegaron a lucir la púrpura. Ha dicho un autor que el materialismo, con su desolación fatalista, y la política atea con sus tremendos errores, contribuyen a situar los espíritus hacia el foco de luz eterna, y por ello hacia la Madre Iglesia, custodia de la verdad. El caso Morente continúa la serie de tantos descreídos de un día, fervorosos creyentes con el tiempo. Como el del mismo Bergson, convertido de hecho al catolicismo, y cuyo cambio religioso silenció por no dar sensación de abandono hacia los de su raza, en momentos en que éstos soportaban la persecución racista. Conversos todos ellos que recibieron en sazón el golpe de la gracia, siendo inútiles cuantos esfuerzos, subterfugios o prejuicios involucraron para resistirla. Los tentáculos de los errores religiosos precisan de fuerzas espirituales para relajar su acción. Porque toda conversión es un renacimiento, un volver de falsos caminos, hasta adquirir la capacidad suficiente para exclamar con Herder: «Sin la idea fundamental de la divinidad eterna de Jesús, todo es sombra y ruina.[2]»

John Henry Newman

En un estado de «perfecto equilibrio físico«, como el mismo filósofo afirma, (quizá para que no se pusiera en duda  su experiencia), se consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de la lejanía inaccesible, irritante, de Dios, y sufrió una crisis de resentimiento que le hizo rebelarse contra el Ser Supremo. Frente a la omnipotencia del Dios oculto y distante, la única forma de libertad reservada al hombre parecía ser la de no aceptar el obsequio de la vida que le había sido hecho y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí mismo. Al verse en el umbral de la estación término del proceso de vértigo, «callejón sin salida» que se le aparecía como grotesco, Morente decide volver sobre sus pasos y rehacer todo el proceso intelectual desde sus bases, en recomenzar su procedimiento inductivo.  Como  el señor Selgas, su casero, actuaba de correo secreto de París a Biarritz (entre don José Quiñones de León y el conde de los Andes), permanecía días y noches ausente de París, era frecuente el caso de tener que estar yo solo en el pisito de mi amigo durante días y noches enteros.

La conclusión de esta primera reflexión suya desemboca en una duda entre aceptación o rebeldía ante esa realidad. Pero, junto a esa experiencia de soledad y vacío, surge la conciencia de la propia pecaminosidad. No es una ignorancia o un olvido. Es el rechazo. La «aversio a Deo«, al desoir las enseñanzas de su madre, los ruegos de su hermana, los ejemplos de su esposa, de su yerno, de sus hijas. Verdadera «aversio a Deo» que exige de él, como de san Agustín, una «conversio ad Deum«, una reelección de lo divino.[3] Y he aquí que esto ocurrió.

Con un «esfuerzo enorme de voluntad«, se tomó una tregua en el pensamiento. Se había procurado unos días de soledad para entregarse serena y metódicamente al análisis de un tema que le preocupaba: la aparente paradoja de que su vida, siendo suya, parecía venirle configurada por alguien distinto. «¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala?”. Mi vida es mía y, sin embargo, alguien que no soy yo es quien maneja los hilos de mi existencia. ¿Determinismo? ¿Providencia, acaso? Pero, si hay una Providencia, una realidad axiológica trascendental, por qué me zarandea así?

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En dura lucha, casi agónica, y en completa soledad, llega hasta la noche del 29 de abril de 1937. Su inolvidable noche de París. En ella la fe irrumpe violentamente sobre todas sus ideologías y dudas anteriores y se inicia el proceso de una espiritualidad que nace de lo que él mismo calificó como: “El Hecho Extraordinario”. Surge un hombre nuevo.

Puso la radio. Buscó música. Morente, el gran aficionado que sabía arrancar al piano sonoridades en perfección nivelándose con los profesionales, escuchó apetente. Una sinfonía, una pavana, y finalmente, un pasaje de Berlioz, L’enfance de Jesus. Aquella página, que él califica de «algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos», Cuando se esfumaron las notas finales que lanzaba la «voz dulce, aterciopelada, flexible y suave» del tenor el fiat divino cancelaba en misericordia todo un período tormentoso.

 

“Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y Jesucristo quiso tener en él un detalle extraordinario: hacerse presente de un modo misterioso, pero real; de un modo que no se podía percibir por los sentidos, pero se advertía. «Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado.  «Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. (…) Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé».»Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.  Y por mi mente empezaron a desfilar -sin que yo pudiera ofrecerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Le vi, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros episodios de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz”.

 

 (…) Y los brazos de Cristo crecían, crecían, y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el cielo y llenaba el ámbito de todo y tras de ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí». Le ví; no podía tocarle, pero le sentía, estaba allí. Aquello «tuvo un efecto fulminante en mi alma». La visión operó la definitiva transformación en su alma. Comprendió que aquel era Dios, el Dios verdadero y vivo que sufriera muerte por los hombres y que con ellos sigue sufriendo, y a los que consuela, ampara y salva. Duró un rato que no se podía medir, y terminó, para no volverse a repetir. Lo necesario, y nada más. Años después, encontró algo parecido en la Vida de Santa Teresa.

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Ya había desaparecido de su inteligencia el Dios teórico de la Filosofía, mantenido a fuerza de elucubraciones; Dios carente de concreción humana, tan distante del Dios-hombre de la redención. La decisión de Morente fue rápida, acorde a lo raudo de la demostrativa visión que momentos antes le encandilara: «Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos, logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo.» Aquello «tuvo un efecto fulminante en mi alma». “Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que le entiendo y ése sí que me entiende, a ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, ¡se me había olvidado!».

Siguió de rodillas, rezando como podía. Recordó cómo su madre le había enseñado a rezar, reconstruyó el Padrenuestro, y el Avemaría… y de ahí no pudo pasar. «No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había adueñado de mi alma». Del reloj que de la pared pendía, recuerda que salieron lentos los sonidos que marcaban las doce de una noche que compartían la serenidad y resplandor de que se inundaba su alma. Sentado en un sillón, en duermevela, Morente sintió una sensación extraña: «Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana.»

Se sentía otro hombre, el «hombre nuevo» del que hablaba San Pablo. Miró por la ventana: vio lo de siempre, Montmartre. Pero los ojos eran nuevos, y vio un significado que no había aparecido antes: ¡MonsMartyrum!, el Monte de los Mártires. Vio los mártires, que aceptaban libremente el supremo sacrificio. «¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»».El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad de Dios. Es la entrega total, la confianza absoluta en Él. La emoción con que describe su estado de ánimo ante el hecho extraordinario que vivió y la paz que le envolvió posteriormente, recuerda la expresión de entrega abandonada con que Ribalta pintó a San Bernardo de Claravall en su cuadro “Cristo abrazando a San Bernardo”.

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Basílica del Sagrado Corazón (Montmartre)

El maestro se pasea por el piso. Se mira en el espejo de la alcoba de su amigo Selgas, advierte en sí una especie de desdoblamiento de su personalidad: «Aquel del espejo era el otro, el de ayer, el de hace mil años; éste, en cambio, éste a quien consideraba dentro de mí, el nuevo, me parecía tan tierno, tan frágil, que el menor choque podía quebrarlo en mil pedazos» (este temor le seguirá embargando aún a su vuelta de Argentina y así se lo expondrá a Eijo Garay, pidiéndole ayuda). Morente responde a una vocación, a una llamada previa, ya que es un don de Dios. Lo dice el Evangelio: «No me elegísteis vosotros a mí.;», Y a San Agustín le dice: «No me buscarías si no me hubieras encontrado ya«.

Ese impacto sufrido por Morente es lo que se conoce como la ”caída del caballo” de San Pablo en el camino de Damasco, aunque la llamada a Morente es a golpes de dolor, de sufrimiento, que él, luego, consciente de su sentido, llamará «avisos de Dios«. Toda su vida está jalonada por estos «avisos». La temprana muerte de su madre, la de su hermana Guadalupe (que le hizo de madre), la de su esposa, la de su yerno, su cese como Subsecretario de Instrucción, la destitución como Decano, la privación de su cátedra, la persecución a muerte, la soledad terrible de París alejado de su familia, con un bagaje doctrinal cerrado a toda esperanza…

Esta imagen de un Dios encarnado y anonadado, que vela su divinidad para hacerse accesible, que ama y sufre por los demás en silencio, no despertó en el ánimo del que, durante tantos años se decía agnóstico,  aversión alguna, sino confianza y amor. La contemplación del Dios concreto, de carne y hueso, que se compromete por amor a compartir la suerte del hombre, trocó súbitamente la distancia infranqueable en que se hallaba hasta entonces para Morente el Ser Supremo en una cercanía sobrecogedora. El encuentro suscita sentimientos de paz, y transforma la vida y la mentalidad. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo. Se ha producido la “conversio ad Deum” que decía San Agustín, que le ha hecho cambiar desde considerar el suicidio como acto más propio y humano del ejercicio de la libertad, a la aceptación libre de la voluntad de Dios.

Las primeras conclusiones, los primeros propósitos, del cristiano Manuel García Morente empezaron a trazarse. «Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús!.

Al día siguiente del suceso, tomó la resolución de dedicarse a la vida sacerdotal, si bien, y dadas las circunstancias, aplazó la decisión. El día 3 de mayo, recibió una carta de sus hijas, ya en Barcelona. Recordó entonces a un antiguo amigo suyo francés que conocía a los benedictinos de Ligugé, cerca de Poitiers, con el fin de pasar allí un tiempo como huésped,(necesitaba reflexionar); pero todo ello se interrumpió ante el anuncio de la llegada de sus hijas a París, el día 3 de junio. Por fin, seis días después, se produjo el encuentro y la decisión de marchar hacia América. Con ello empieza la etapa argentina de la que trata el siguiente artículo.


[1] Movimiento de reforma de la Iglesia de Inglaterra que comenzó en la Universidad de Oxford en 1833, fue dirigido por John Keble, John Henry Newman, y Richard Hurrell Froude. Todos ellos fueron apasionadamente fieles a la iglesia, y profundamente preocupada por la interferencia del gobierno británico en sus asuntos. Además, se vieron influidos por los escritos patrísticos y atraídos por el ritual y el culto de principios de los años y medieval de la iglesia. Este movimiento se prevé el movimiento como un camino intermedio entre el catolicismo romano y el evangelismo.

[2] Luis Aguirre: García Morente: Temas españoles, nº 169 

[3] José Todoli Duque: PROCESO ESPIRITUAL DE GARCIA MORENTE  pg 17 en Cuadernos de Pensamiento 2 PUBLICACION DEL SEMINARIO «ANGEL GONZALEZ ALVAREZ» DE LA FUNDACION UNIVERSITARIA ESPAÑOLA

 

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Licenciada en Geografía e Historia, fue profesora hasta su jubilación.

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