Una de las consecuencias políticas más notorias de la segunda guerra mundial (1939-1945) fue la instalación de la simulación en todos los órdenes de la acción y pensamiento político. Así, el compromiso político es un compromiso que no compromete a quien lo formula. Se promete a diestra y siniestra pero si no se cumplen las promesas de campaña el agente político no se siente afectado, ni será sancionado por ningún mecanismo jurídico.
El simulacro se instaló en todos los dominios de la acción y el pensamiento político, que va desde el último delegado municipal del pueblito perdido en el horizonte hasta el presidente del gobierno. Dedicarse a la política es el desideratum de todos aquellos que desean vivir cómodamente y sin trabajar. La política, la más noble de las ciencias[1] como arquitectónica de la sociedad ha sido desnaturalizada en su esencia. El simulacro es hoy su corazón y razón de ser y existir. Millonarios, ladrones manifiestos, corruptos de todo pelaje, afirman y se arrogan la representación del pueblo, cuando en realidad manipulan a ese pueblo que no les interesa, salvo para el ritual del voto.
Esto del simulacro en política ha sido estudiado por varios y destacados filósofos contemporáneos que vale la pena leer: Ciorán, Baudrillard, de Benoist, Polo, Sloterdijk, Cacciari, Boutang, Debord, Lasch et alii.
La paradoja consiste en que este simulacro se ha transformado en eficaz cuanto más falaz es. Es por ello que el simulacro va transformado al mundo y no la virtud, o la revolución (término dejado ya de lado), o las convicciones ( hoy la militancia política es solo la rentada).
Lo que recuerda la Fábula de las abejas de Bernard Mandeville (1670-1733) que lleva por subtítulo vicios privados-beneficios públicos, donde se sostiene que no es el sistema de valores positivos ni la moralidad de una sociedad la que la hace cambiar y progresar, sino más bien, su inmoralidad, sus vicios y el desorden de sus propios valores.
El simulacro termina invirtiendo la idea política fundante, al menos de Occidente. Esto es, que las sociedades humanas se desarrollan a partir del esfuerzo virtuoso de sus miembros, ya sean algunos o todos.
En el mundo se pueden contar por miles de millones los enemigos de la simulación y del simulacro pero eso parece que no lo afecta, pues los simuladores, esto es, el núcleo aglutinado que lleva a cabo la actividad política mundial solo tiene en cuenta como sus enemigos a los disimuladores por antonomasia: el terrorismo, el narcotráfico y las bandas criminales. Estos son los tres grandes negadores del simulacro en política. Si la acción política es siempre pública, pues no existe la acción política privada salvo la de las logias, el terrorismo, el narcotráfico y las bandas criminales actúan matando públicamente. Este es el gran mentís al simulacro político: “nosotros somos los verdaderos dueños de la vida pues matamos como queremos y cuando queremos, uds. esto no lo pueden hacer, ni siquiera contra nosotros”.
Con lo cual estamos viviendo en una sociedad indefensa y el tema de la seguridad personal y de la propiedad se va constituyendo lentamente en la primera preocupación ciudadana.
Hoy hacer política desde el campo nacional es situarse allende el simulacro y el disimulacro. Y para ello hay que levantar los valores de la nación (una de las buenas ideas de la modernidad), de los derechos de los pueblos (contra la globalización), de la identidad (contra la homogeneización cultural).
Tres banderas y nada más que tres banderas (nación, derecho de los pueblos e identidad) son suficientes para edificar un discurso político alternativo al pensamiento de la simulación y a la brutalidad de los disimuladores (terrorismo, narcotráfico y bandas criminales).
[1] Se aplica a todo hombre que no llega a ser ni filósofo ni místico.