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Análisis

El síndrome de Númenor. Transhumanismo e inmortalidad

“Y el el último enemigo en ser derrotado será la muerte” (1 Cor, 15,26)


¿Qué significa ser hombre? ¿Cuál es su destino? La evolución de la tecnología y las profecías del movimiento transhumanista parecen proponer nuevas respuestas y horizontes a estas preguntas, con sus promesas de mejorar e incluso transformar al ser humano, dotándole de más inteligencia, salud, bienestar emotivo, de la personalidad, etc. No cabe duda de que, hoy más que nunca, es necesario que el desarrollo tecnológico sea acompañado por una reflexión antropológica y ética. Y reflexión que no quiere decir necesariamente miedo, conservadurismo o rechazo a toda costa. Cuando se busca lo que es natural y bueno para el hombre, no nos referimos a lo biológicamente natural. Nada más natural que el dolor de cabeza, y ninguno se privaría de una aspirina en base a semejante argumento. No. Lo natural es lo metafísicamente, axiológicamente natural, es decir lo que concuerda con la identidad profunda del hombre, que nos ilumina sobre qué caminos conducen a su realización, y qué vías, en cambio, son callejones sin salida que no traerán sino destrucción.

Otro día me detendré sobre el transhumanismo en general en sus diversas facetas: hoy me gustaría saltar directamente a la que es su promesa estrella y el objetivo final de su hoja de ruta: la inmortalidad. Sea a través de trasplantes de cabeza -a otros cuerpos humanos o robóticos- o a través de una existencia post-biológica, en cerebros artificiales o en un Nirvana digital online (el Cielo se ha convertido en la Nube: pensemos en el “San Junipero” de Black Mirror), ése es sin duda el destino último y la guinda del pastel post-humano.

Valar morghulis: all men must die” reza, lacónico, el lema de uno de los pueblos del universo de Juego de Tronos. “Too bad she won’t live. But then again, who does?” le preguntaba cínicamente Gaff al protagonista de Blade Runner. Del mismo modo, el hombre de hoy parece creer, como Syrio Forel, aquello de que “There is only one god, and his name is Death. And there is only one thing we say to Death: ‘Not today’”. La muerte parece ser “el ultimo enemigo” por derrotar, y la Ciencia parece ser nuestro mejor campeón para este combate.

Personalmente, por muchos motivos, en los que no voy a entrar, creo que esta promesa de inmortalidad de hecho no podrá ser cumplida. Pero da igual, examinemos la cuestión desde un punto de vista teórico, desde una filosofía cristiana del hombre y de la vida. Examinémoslo, porque el proyecto nos dice algo muy serio del corazón humano: su deseo de vivir para siempre.

No sé si es verdad o leyenda urbana,  pero escuché decir que la manía de los orientales de hacer fotos de modo compulsivo se debe a que, procediendo de una cultura que no cree en el más allá, encuentran en la fotografía una manera de inmortalizar el instante. Sea como fuere, no cabe duda de que la vida eterna es el Santo Grial que ha buscado el hombre de todos los tiempos. “I want more life, father”, le dice el replicante Roy a su Diseñador Tyrrell, en Blade Runner. Pero el Creador calla.

Por eso, aunque acabemos por disentir del movimiento transhumanista, no podemos empezar condenando y rasgándonos las vestiduras. Tenemos que empezar mirando este sueño con una sim-patía y com-pasión infinitas, porque efectivamente, sentimos-con-ellos, experimentamos lo mismo que esos trans-entusiastas, porque compartimos una misma naturaleza humana, con idénticos deseos y aspiraciones. Es verdad que, como cristianos, sabemos que la respuesta no nos la dará el Fausto de Goethe ni el Dr. Frankenstein, sino el Dios hecho hombre… pero podemos mirar con comprensión y respeto a quien no comparte esa esperanza, y afirma en cambio, como el poeta Maragall, aquello de que

 

“Tant se val! Aquest món, sia com sia,

tan divers, tan extens, tan temporal:

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aquesta terra, amb tot lo que s’hi cria,

és ma pàtria, Senyor: i no podria

ésser també una pàtria celestial?

Home sóc i és humana ma mesura

per tot quant puga creure i esperar:

si ma fe i ma esperança aquí s’atura,

me’n fareu una culpa més enllà?

 (¡Es igual! Este mundo, como sea, tan extenso, diverso y temporal, esta tierra, con todo lo que engendra, es mi patria, Señor, ¿y no podría ser también una patria celestial? Hombre soy y es humana mi medida para todo lo que crea y espere: si mi fe y mi esperanza aquí se quedan ¿me acusarás por eso más allá?)

También es verdad que hay quien ve las cosas de modo distinto. El Aquiles (Brad Pitt) de Troya, por ejemplo, que le dice a la chica:

Te contaré un secreto: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último: todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora. Nunca volveremos a estar aquí

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Es bonito. Sin embargo, sabemos que no nos basta. Sabemos que la belleza infinita, la felicidad inmensa de esos momentos está ya pidiendo perpetuidad: está gritando, con la canción, aquello de “Reloj detén tu camino, haz esta noche perpetua”. Está gritándole a Dios, con Dámaso Alonso, en su “Oración por la belleza de una muchacha”, aquello de

 

“¿A qué tu poderosa mano espera?

Mortal belleza eternidad reclama

¡Dale la eternidad que le has negado!”

 

No nos basta lo fugaz. Experimentamos a diario, de nuevo con Maragall, eso de “Senyor, jo, que voldria aturar a tants moments de cada dia  per fe’ls eterns a dintre del meu cor!”, y, como su “comte Arnau”,  querríamos “Viure, viure, viure sempre/no voldria morir mai; /ser com roure que s’arrela /i obre la copa en l’espai”. El argumento de Aquiles es el mismo que le dio al replicante su creador Tyrrell…y ya sabemos cómo acabó la historia. La inmortalidad del arte no nos basta, diga lo que diga Jason Silva. Queremos ser algo más que lágrimas en la lluvia.

Sin embargo, otros autores han explorado los posibles inconvenientes y límites de una vida inmortal, dándole aparentemente la razón a Aquiles. Así, por ejemplo,  el paradójico relato de Borges de “La ciudad de los inmortales”, en la que muestra cómo una vida inmortal acaba disolviendo en el aburrimiento y la indiferencia la existencia humana: acaba dando igual lo que se hace o se deje de hacer, y la misma identidad personal se acaba diluyendo: todo es vano, como proclama la ciudad absurda que edifican como protesta metafísica contra ese eterno retorno de lo siempre insuficiente. Y por ello, los inmortales acaban buscando, paradójicamente, no el río de la vida, sino el río de la muerte.

Puede leer:  Una revolución sin igual en el  siglo XXI

“La república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas (…) Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy (…) La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales”.

Parecidas ideas muestra Simone de Beauvoir, en su novela “Todos los hombres son mortales”. En ella, la protagonista se enamora de un hombre que ha alcanzado la inmortalidad, y lleva ya varios siglos por ahí dando vueltas. El tono es profundamente pesimista y cínico, en línea similar al relato de Borges, y no es sino el desarrollo literario de la pregunta-hipótesis que lanzó Rousseau: “si alguien nos ofreciera la inmortalidad sobre la tierra, ¿quién aceptaría ese triste regalo?”.

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Por lo tanto, el hombre anhela sí, vivir para siempre, pero estos relatos evidencian cómo la perspectiva de una eternidad intramundana no nos ofrece el infinito-cada-vez-más, el “los ojos no se cansan de ver” cristiano, sino el cansancio de lo siempre insuficiente. Los inmortales de Borges y de Beauvoir, como los elfos de Tolkien, sufren el cansancio por el peso de las edades del mundo, al que se saben encadenados, y envidian a los hombres el don de la muerte, por el que trascienden los Círculos del Mundo y de la Historia, para volver, al final de los tiempos, cuando participen en la Música final del Dios Único que hará nuevas todas las cosas. En ese sentido, Tolkien y su historia de “La caída de Númenor” nos recuerda algo importante: la muerte no es algo necesariamente malo, era un don de Dios en el principio, y fueron sólo las mentiras del Enemigo las que hicieron caer una sombra sobre ella, sacando mal del bien y miedo de la esperanza. La historia de los hombres del Oeste, y cómo el miedo a la muerte fue corrompiéndoles y, paradójicamente, alejándoles de las fuentes de la vida, es una parábola interesante para nosotros, que parecemos sufrir ese mismo “síndrome de Númenor”. (Haz clic aquí para leer más sobre este tema).

Recapitulando: el hombre no quiere sólo vivir siempre: quiere lo que San Juan llama la vida eterna, que empieza aquí y ahora, y que es algo cualitativa, y no sólo cuantitativamente distinto. El hombre quiere el Infinito, y no encuentra descanso en los círculos de este mundo.  Pero, al mismo tiempo, ama la Tierra, como apunta Maragall, y no quiere escapar de ella a un cielo etéreo y nebuloso: quiere resucitar “con esta carne, con estos huesos”. Como dicen los Valar a los hombres de Númenor:

“The love of Arda was set in your hearts by Ilúvatar, and he does not plant to no purpose. Nonetheless, many ages of Men unborn may pass ere that purpose is made known; and to you it will be revealed and not to the Valar”

Además, el hombre quiere que su vida aquí tenga un valor y un sentido, que sea significativa, que sea importante, que contribuya, como anuncia el Dios del Silmarillion, a llevar Arda (la Tierra) a su plenitud, queremos saber que nuestra vida es un acorde de esa música que rige el universo y lo lleva a su perfección.

Así pues, el problema del transhumanismo no es que pida demasiado, sino que pide demasiado poco. No podemos condenar que el hombre quiera vivir para siempre o quiera ser más que un hombre mortal: anunciamos que ese deseo encontrará su respuesta definitiva sólo en Cristo, que dará al ser humano el agua vida que salta hasta la vida eterna, y que, como celebramos hoy, “se hizo hombre para que el hombre se haga Dios”, al tiempo que le pide que edifique y prepare en la Historia ese Reino que llegará en la Eternidad. Quizás sea ése el verdadero transhumanismo: saber que el tiempo no es el horizonte último del hombre. El tiempo es un pasillo entreabierto, con un punto de fuga que apunta a un más allá, a una realidad trans-temporal. Y saber también que, efectivamente, el hombre supera infinitamente al hombre, el hombre está llamado a ser dios. Pero no alcanzará este fin como fruto de su esfuerzo o de su inteligencia, sino como don y como fruto de una relación, una relación de confianza y amor con su Creador. Sólo desde esta confianza, el hombre puede mirarle a los ojos a la muerte, y llamarle, como San Francisco, “hermana”.

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