Tal vez una de las características más llamativas de nuestro tiempo sean las apariencias, que llevan a que la imagen de lo que se ve no coincida, y a veces para nada, con la realidad, al punto que de ser casi una máscara. Y en el presente caso, son nuestros sistemas democráticos los que parecen llevarse la palma.
Veamos. Se supone que la democracia descansa sobre el reconocimiento de la igual dignidad de los miembros de una sociedad y en virtud de la misma, se llama a debatir de forma civilizada las diversas posturas que tengan unos y otros respecto de los más variados temas, triunfando aquella opción que obtenga las mayorías establecidas de antemano para su aprobación. Sin embargo, además de lo anterior, este sistema de gobierno presupone, aunque no siempre se diga expresamente, que las diferentes opiniones que se debaten tienen un fundamento, o si se prefiere, que obedecen a una cavilación racional de quienes las propugnan.
Ahora bien, todo lo anterior no solo conlleva un nivel básico de educación de quienes participan en el debate democrático, sino también un mínimo análisis de las propuestas que se esgrimen y –digámoslo también– una pizca de interés por el bien común de la sociedad, a fin de no defender ideas mezquinas o abiertamente dañinas para el grupo, aunque esto último dé para otra columna.
Sin embargo, si miramos la realidad y no las apariencias de lo que está ocurriendo hoy, se percibe por desgracia que muchas de las propuestas que se debaten y aceptan, no provienen de una reflexión sesuda y objetiva del problema que supuestamente se quiere resolver, sino de la ideología, de las emociones o incluso de lo que se “huele” en el ambiente y es considerado “políticamente correcto”.
Y si a lo anterior se añade la cada vez mayor influencia de los medios de comunicación, que pueden levantar cualquier tema y hacerlo una “necesidad imperiosa” o por el contrario, no dar cobertura (y en el fondo ocultar) problemas verdaderamente importantes, surgen poderosas sospechas de si realmente estamos ante una verdadera democracia.
Se insiste: resulta sorprendente cómo la “opinión pública” actual está siendo manipulada por diversos factores que hacen que como una veleta, cambie según los intereses del momento propugnados por diversos grupos minoritarios. De este modo, disfrazada de legitimidad, casi cualquier cosa puede imponerse a sociedades enteras, al venir supuestamente del clamor popular.
Finalmente, si a esta grosera manipulación se añade una educación cada vez más deficiente (al punto que muchos no entienden lo que leen o no poseen los conocimientos históricos básicos), siendo sinceros, ¿de qué vale la opinión que se defienda o incluso la que gane, cualquiera que esta sea, si no existe un mínimo razonamiento serio a su respecto, sino una más o menos camuflada manipulación? Las estupideces o los errores siguen siendo tales, sin importar si son propugnados por muchos o pocos, pues aquí se ha dado más importancia al procedimiento (la emisión de las opiniones) que a su fundamento (su racionalidad).
Es por eso que en buena medida, nuestras actuales democracias son sólo una apariencia, al encontrarse las mayorías secuestradas por diversas formas de manipulación.