Los cristianos ortodoxos, esos que hace más de un milenio se separaron de Roma pero en lo doctrinal han permanecido bastante cercanos al catolicismo, en los últimos años, tras sacudirse el yugo bolchevique, han resurgido con fuerza en todo el este europeo, y por extensión, en el resto del mundo. Y lo más importante, resurgen apegados a su tradición, y lo que es más milagroso todavía, con poca influencia en su seno de la teología de la liberación (comunismo encubierto) y algo mayor del liberalismo. Prueba de ello son las constantes declaraciones públicas de sus líderes religiosos (patriarcas) en cuestiones de orden moral y político, como el aborto, el matrimonio homosexual o las múltiples aberraciones con las cuales nos inunda el sistema.
Pues bien, si puede parecer un pequeño detalle sin importancia, el pasado fin de semana pude comprobar en primera persona cómo los cristianos ortodoxos en España no dejan de reivindicar su identidad cristiana y a la par su identidad nacional. Resulta que decidí aprovechar el viaje a las jornadas por la Unidad Católica del fin de semana del 22-23 de abril para hacer un poco de turismo y el viernes visité la localidad zaragozana de Calatayud. Una vez que el autobús llegó a la estación de la localidad, justo en frente se visualiza una construcción de madera con una pequeña torre que resulta ser la iglesia que los cristianos ortodoxos han construido, y en la puerta de entrada lucen dos banderas; la bandera rumana (lugar de origen de la mayoría de ortodoxos residente en la localidad y la española.
Por un momento imagínense nuestros lectores que ocurriría en España si en la entrada de cualquier templo católico el párroco colocara un mástil con la bandera de España (aunque ésta luzca el escudo «constitucional «). De hecho, numerosos católicos tibios de nuestros tiempos resultan muy críticos con la Iglesia Católica por tocarse el himno de España en cualquier ceremonia religiosa (una misa, una procesión de Semana Santa o cualquier otro evento) o porque en el interior del templo se coloque la bandera o el escudo de España. Curiosamente esos tibios nunca critican que un sacerdote o unos parroquianos separatistas coloquen una estelada o ikurriña en un templo católico en determinadas regiones españolas.
Si en materia de fe verdadera nadie nos puede dar lecciones, en materia política cada día son más las muestras que nos dan el resto de confesiones cristianas o no cristianas. El patriotismo o la defensa de unos valores morales y unos dogmas de fe no pueden circunscribirse a un fenómeno particular recluido en las cuatro paredes del domicilio particular de cada uno. El colocar la enseña nacional en un templo o durante una celebración, o tocar el himno nacional no debería ser un hecho aislado, extraño y propio de «carcas *, como tampoco qae la jerarqiuía eclesiástica se manifieste ante cuestiones tan importantes como el abortó, la homosexualidad o una pastoral sobre el voto católico ante unas elecciones. Ya la revolución miasónica de 1789 y la no menos masónica de 1917 en el mejor de los casos pretendieroin recluir a las religiones en los hogares de los fieles; parece ser que en Espíña en el últrimo medio siglo han conseguido bastante su objetivo, en ello están.