El filósofo Franz Brentano(1838-1917), académicamente ignorado, fue el primero que descubrió la naturaleza elemental de los actos de amor y odio como más primitivos que los del juicio. Superando así los errores psicológicos habituales que limitan el amor y odio a los sentimientos.
Medio siglo después, otro filósofo, Max Scheler(1874-1928), discípulo de Brentano a través de su maestro Husserl, vino a confirmar la tesis del Mago de Viena: “Hay en el amor y el odio una evidencia propia que no puede medirse por la evidencia de la razón”[1].
Como no puede amarse lo que no se conoce, el amor es un movimiento intencional sobre algo valioso haciendo aparecer en él el valor más alto, de modo tal que no se ama un valor sino algo que es valioso.
Así, el valor se prefiere o se pospone según la apreciación de nuestra conciencia y son actos que corresponden a la esfera del conocimiento emocional de los valores, en tanto que el amor es un acto de comportamiento ante los objetos valiosos. El amor se dirige al núcleo de valor que encierran las cosas valiosas.
Una de las características esenciales del amor es “la dirección hacia el otro” que puede entenderse en un doble sentido: hacia el individuo o hacia la comunidad. Si bien, a través del carácter social se realiza una especie de amor (al pueblo, a la profesión, al club o a la humanidad) este no es el amor en sentido estricto. La filantropía y el altruismo nada tienen que ver con la naturaleza del amor. La contra figura del filántropo es el egoísta, que no puede amar porque se ama sí mismo sino mas bien porque no puede tomar en consideración los valores de los otros. Su lema es, como decía mi padre: yo me llamo Juan Palomo, yo me lo gano y yo me lo como.
Como dijimos el amor se dirige al ser más alto de un objeto valioso. El amor abre los ojos a los valores más altos del objeto amado. Así el amor es fértil porque al hacer emerger del objeto amado el valor más alto en cada caso muestra su significación creadora. Es cierto que el amor no crea valores pero al despertar los valores más altos los introduce en la existencia.
Otro rasgo esencial del amor es que todo amor genera amor recíproco. Este amor recíproco da nacimiento al principio de solidaridad de todos los seres morales entre sí, en donde todos valen para uno y uno vale para todos. Esta es la expresión de la única y genuina igualdad: la de la dignidad de la persona humana. El resto es el pernicioso igualitarismo del todos por igual que conduce a la disolución del orden social en donde los que más tienen terminan explotando a los que menos tienen, bajo la mascarada ideológica de que todos somos iguales.
Así el amor al valor de la persona, a su dignidad, es el valor moral stricto sensu. Y como este valor de la persona no depende del cambio de las cualidades o actividades que realice, esto hace que el amor no se limite solo a los buenos, como sucede con la filantropía o el fariseísmo, que solo aman a los buenos sino que incluso ama a los malos en tanto ellos no han perdido la dignidad de persona humana. Y este es en definitiva, el amor cristiano.
Nos es dado conocer a la persona; ser único, singular e irrepetible. Moral y libre en la medida en que comprendemos y vivimos lo mismo, co-ejecutando (y este es el secreto) sus actos: “Este valor moral de la persona, el último de todos, solo nos es dado, por ende, en la co-ejecución del propio acto de la persona”[2]
Esta idea de co-ejecutar, esto es; de ejecutar junto con, nos lleva a la suprema idea de amor que es el amor a Dios que, paradójicamente, no se limita a un “amor a Dios” como la cosa más buena, sino que es: amar a Dios en Dios= amare Deum in Deo, como enseña San Agustín.
Es decir, amar a Dios es co-ejecutar con Él su amor a sí mismo amare in Deo a través de su amor al mundo=amare mundum in Deo, pues los hombres somos y estamos en el mundo=cosmos, que es “lo bello” y es la mayor obra de Dios.
La persona, a través del amor, ejecuta junto con Dios su acción en el mundo al que transforma en un lugar vivible; esto es bello, que lo enaltece en dignidad.
Al respecto afirma el filósofo Josef Pieper (1904-1997): “la contemplación dista mucho de ignorar o pasar por alto la realidad del mundo visible… cada cosa encierra y esconde en el fondo de sí misma una señal del origen divino. Quien llega a divisar esa señal ve que esta y todas las demás son cosas son buenas. Lo ve y es feliz.”[3]
La mística cristiano-católica desde siempre concibió a Dios como “amor infinito, bondad infinita y perfección infinita” y por ende solo existe una sola manera de seguirlo o ejecutar con Él y es seguir su ejemplo, imitándolo en todo. Y el ejemplo que tiene el cristiano en el mundo es Cristo Jesús, el crucificado.
Ello cierra de alguna manera este círculo del amor que se pone en movimiento merced a la cosa valiosa, pasa a la persona y descansa en Dios para transformase en motor del mundo.
[1] Scheler, Max: Esencia y formas de la simpatía, Ed. Losada, Buenos Aires (1943), 3ra. Edición, 1957, p. 204
[2] Scheler, Max: op.cit. p.224
[3] Pieper, Josef: Antología, Ed. Herder, Barcelona, 1984, p. 159-160