Por Juan V. OLTRA (Publicado en Reino de Valencia nº 111)
Escucho todo tipo de discursos tras la polémica sentencia que condena a nueve años de cárcel a los integrantes de “La Manada”. Mayoritariamente, se pide una revisión de la condena por considerarla demasiado ligera, considerando que a los condenados se les ha atenuado su responsabilidad. Pero no olvido otras voces donde se deriva esa responsabilidad hacia los jueces, por la falta de consideración de determinadas pruebas, hacia los legisladores que nos dotan de un código penal que parece mimar a los delincuentes, e incluso hacia la propia víctima, con argumentos que prefiero no traer al recuerdo.
Humildemente, yo discrepo de todos ellos. Yo creo que todos cargamos con la responsabilidad. El comportamiento disparatado y execrable de los miembros de la manada, dejando de lado que pueda entrar o no en las lindes de lo lícitamente punible, escapa como liebre del cazador a toda consideración ética. Que esos sujetos, de los que cada vez vamos teniendo más datos de sus perfiles (antecedentes, miembros de grupos de ultras futboleros de izquierda), hayan sido capaces de hacer lo que hicieron, no ha sido, al menos no únicamente, porque se constituyeran en manada, sino porque nuestra sociedad está deviniendo en piara, cada vez más lejos de valores y principios tradicionales. Una sociedad capaz de olvidar a otras manadas, como ésa llegada de Argelia, que violó repetidamente a una niña de 14 años, o que se rasga las vestiduras ante el aumento de los delitos con prisión permanente, mientras focaliza su ira, justa ira por otra parte, en casos mediáticos como el que nos ocupa, es una sociedad, como poco, engañada y, como mucho, podrida.
Dándole vueltas a este fenómeno, vino a mi recuerdo una historia que me contó un viejo amigo divisionario, ya fallecido. Una historia que él mismo no sabía si era verdad o no lo era, o cuanto tenía de verdad y cuanto de añadido como adornos sucesivos en los cuartos de banderas. Una historia que corrió como la pólvora a mediados de los años 40. Contaba aquel tipo excelente, polvo, sudor y hierro en la memoria, la historia de un capitán de la legión que tenía una hija. Esa hija, huérfana de madre, pues murió en el parto, fue dejada por el capitán al cuidado de su hermana en la península.
Un día le llegó un mazazo: alguien había violado a su hija. Su superior le dio sus bendiciones para ir a verla, rumiando algo que todos sus compañeros sabían: haría lo posible por encontrar al culpable. Y así fue: con antiguos camaradas destinados en la policía de Barcelona, lugar donde pasó todo, lograron seguir el hilo. Sin documentarlo, sin poner nada por escrito, como un deporte… o como una señal de hermandad.
Lo que hizo aquel capitán cuando dio con él no se puede describir sin hacer la competencia a esas películas de terror llamadas «gore», que en los 80 y 90 se pusieron de moda. Al regreso al cuartel, la noticia había llegado antes que él. Dicen que le esperaba Fernando Garcia-Valiño en la puerta, quien le preguntó si se lo había pasado bien en Logroño y le informó de que por necesidades de servicio, no podría tener permisos en una larga temporada. Se non è vero è ben trovato.
Cabe añadir una reflexión personal: sin ser perfecto, con todas las trabas que quieran ponerse, me gusta más el concepto de justicia de ese legía. Porque en el nuestro, en el de nuestra sociedad que aspira a ser piara, me cuesta reconocer a la dama de los ojos vendados. Aun más: me cuesta no sentir un asco infinito.