Por Amparo TORTAJADA NAVARRO * | Publicado en Reino de Valencia nº 112-113
En mis tiempos de estudiante en Alemania, recuerdo que iba una oscura tarde de invierno a mi residencia, en autobús, charlando con una amiga argentina que estudiaba conmigo. Naturalmente, hablábamos en español. En esto, se levantó un hombre de aspecto descuidado y mediana edad, que se encaró con nosotras y nos espetó a la cara ¡“Scheißasylanten!”, una palabra hasta cierto punto de moda en los primeros noventa en Alemania, y que podemos traducir bastante fielmente como ‘refugiadas de mierda’. En aquellos tiempos, en plena guerra de Yugoslavia, había un número nada despreciable de croatas y bosnios pidiendo asilo político en Alemania y, como se echa de ver claramente, había gente que no acababa de llevarlo bien.
Sin embargo, nuestro interlocutor no se fue de rositas. Nosotras nos limitamos a mirarle extrañadas, y creo que llegamos a balbucir que no éramos refugiadas, pero una joven, a la que no conocíamos de nada, pero que debía comprender algo el castellano, gritó que éramos estudiantes, y llamó la atención del conductor, que detuvo el autobús, se encaró con el causante del problema y lo echó del autobús con cajas destempladas, entre los aplausos de prácticamente todo el pasaje y nuestra mirada incrédula. Y es que, si había gente que llevaba mal lo de acoger refugiados venidos, no lo olvidemos, de una guerra muy real, la gran mayoría no tenía ningún problema con ello, y sí con las pocas voces que daban la nota.
Hace tiempo que no paso una temporada larga en Alemania, y no sé cómo estarán las cosas por allí, pero en Bélgica, y más aún en Bruselas, hace ya tiempo que la población extranjera tiene una importancia enorme. En Bruselas, más de la mitad de los habitantes no son de origen belga, aunque una parte haya adquirido posteriormente esa nacionalidad. Y aquí entra todo tipo de extranjero, desde el musulmán radicalizado de nacionalidad belga, que vive medio hacinado en Molenbeek o Schaarbeek, hasta el francés de Uccle que no piensa cambiar de nacionalidad, vive en una casa impresionante, y sólo busca eludir la tributación de su país de origen, pasando por todo tipo de clases medias y, últimamente, por los refugiados que hoy llegan de Siria o de países africanos, igual que en los primeros noventa del pasado siglo venían de Yugoslavia.
En Bruselas, se comenta abiertamente que el tema estrella de las próximas elecciones europeas, que tenemos ahí, en mayo de 2019, será la inmigración. No faltan en prácticamente toda Europa partidos políticos que enarbolan la bandera del rechazo al extranjero. El éxito de algunos de ellos ha llevado este tema a los programas de casi todos los demás, que han debido tomar posición en uno u otro sentido, y la mayoría de ellos proponiendo medidas de control, no sé si por creer en ellas o más bien por creer que así conseguirán más respaldo, que es lo que les importa.
Unos son un nuevo nacionalismo que ha perdido la fe en Dios para conservarla sólo en la nación, y rechazan al inmigrante basándose en prejuicios muchas veces racistas, presuponiendo que quienes vengan son, por definición, enemigos de la nación y que vienen a destruirla.
Otros, por contra, no sólo han perdido la fe en Dios, sino que luchan contra quienes la conservan, y ven en los inmigrantes una gran oportunidad para diluir los principios cristianos que puedan quedar en las naciones europeas y para imponer su programa destructor de los mismos.
Pero, para un cristiano, no debiera haber ninguna duda de que nuestra actitud para con cualquier criatura de Dios debe ser de acogida. No es cristiano, y ni siquiera es humano, abandonar a su suerte a quienes emprenden un camino incómodo, difícil y lleno de riesgos, para terminar en un país extraño en el que todo va a ser incierto para ellos. Y sí, en contrapartida se les debe exigir a estos inmigrantes un respeto por el país que les acoge y que se esfuercen por adaptarse al mismo. Y, si alguien no lo hace en absoluto, la sociedad de acogida no tiene por qué aceptarlo y tiene todo el derecho de defenderse, pero en la misma medida en que se defendería contra el nacional que tampoco se adaptara.
Quienes hemos pasado la mayor parte de nuestra vida en el extranjero tendemos a ver estas situaciones con perplejidad. Sí, todos tenemos prevención contra el diferente y contra el extranjero, hasta que el diferente y el extranjero somos nosotros. Nadie deja su patria y su casa por gusto, ni siquiera el francés de hace unos párrafos y que se ha ido para eludir los impuestos, sino porque no tiene mejor remedio. Y ya es bastante que tengas que salir de tu tierra, aprender una lengua que nunca será del todo la tuya y en la que tienes que desenvolverte mejor o peor, para que encima tengas que soportar que cualquier descerebrado, como nuestro interlocutor en aquel autobús, te insulte y desahogue en ti sus propias frustraciones. Y, lo que es aún peor, que haya quien se diga cristiano y justifique esto. Más le valdría aprovechar las oportunidades de evangelizar que le da la presencia de tantos extranjeros en su propia tierra, y dejarse de lamentos.
[*] Analista política. Unión Europe