Por Ricardo Javier PARRA LUIS * | Publicado en Reino de Valencia nº 112-113
El carlismo es un legitimismo. El Diccionario de la Real Academia Española define legitimista como “partidario de un príncipe o de una dinastía, por creer que tiene llamamiento legítimo para reinar”. Es cierto que históricamente el término irrumpe en la ciencia política con ocasión del Congreso de Viena (1814-1815). Es entonces cuando se habla de restablecer el principio monárquico de legitimidad frente al principio revolucionario de la soberanía nacional o popular. En realidad, la restauración no fue tal. La realpolitik y el principio de equilibrio de poderes fue lo que finalmente se impuso, retornando a lo que nuestros clásicos llamaban el “despotismo ministerial” (también llamado ilustrado) o absolutismo, el estado de corrupción que había catalizado el proceso revolucionario, y no al auténtico régimen orgánico tradicional. El concepto de soberanía o poder inmanente e ilimitado no tardó en ser trasfundido, sin grandes dificultades, del rey absoluto al pueblo, o mejor dicho, a sus representantes electos.
El carlismo, sin embargo, no ha dejado de insistir en que su cristalización como fenómeno político no respondió en ningún momento a un mero conflicto dinástico, sino a una disconformidad de fondo entre la Tradición, la identidad histórica de un pueblo, y la Revolución, entendida ésta como un proceso de rechazo a la autoridad recibida y transmitida en todos los ámbitos de la vida social. Por esta razón, en más de una ocasión, alguna de ellas tristemente reciente, los carlistas han reprobado a un príncipe cuando éste ha vulnerado los términos del pacto con su pueblo, que se recogen en el concepto de la Tradición.
En consecuencia, la Legitimidad para el carlismo no se limita a la necesidad de respetar las leyes tradicionales que rigen la sucesión en el trono. La institución monárquica es, para el pensamiento político tradicional español, el instrumento más apto para coronar de forma duradera un orden social de justicia, pero si un determinado rey obra contra la justicia y la verdad, incurre en ilegitimidad de ejercicio y deviene en una potestad tiránica. Por otra parte, un gobernante que no cuenta con legitimidad de origen, es decir, que ha accedido irregularmente al poder público, puede legitimarse si su labor de gobierno finalmente se traduce en un orden social justo, es decir, si ejerce legítimamente (según los principios del Derecho natural o de gentes y la tradición histórica de su pueblo) sus potestades.
Este es el planteamiento tradicional, el que dicta la sabiduría popular y, en el fondo, el sentido común. Ahora bien, esto no es lo que se enseña en las Facultades de Derecho ni en las de Ciencias Políticas. El pensamiento único imperante es el postulado en su Teoría General del Derecho y del Estado (1945) por el jurista austríaco, Hans KELSEN:
“El Derecho se refiere a esta técnica social específica de un orden coactivo, el cual pese a las grandes diferencias existentes entre el Derecho de la Babilonia antigua y el de los Estados Unidos en la actualidad… es esencialmente el mismo para ambos, a saber: la técnica social que consiste en provocar la conducta socialmente deseada, a través de la amenaza de una medida coercitiva que debe aplicarse en caso de un comportamiento contrario. (…).
El acto antijurídico es delito si tiene una sanción penal, y es una violación civil si tiene como consecuencia una sanción civil.
Un comportamiento es malo sólo cuando está prohibido. (…).
Lo que ha sido presentado como Derecho Natural o, lo que es igual, como justicia, consiste en su mayor parte, en fórmulas vacías como, por ejemplo, «a cada uno lo suyo…». La justicia es un ideal inaccesible, irracional… Sólo en el sentido de legalidad puede el concepto de justicia entrar en el ámbito de la ciencia jurídica. (…).
Es de la esencia de la democracia el que las leyes sean creadas por los mismos individuos que resultan obligados por ellas. Las leyes públicas se configuran así en la forma del contrato, comenzando por el contrato social que constituye el Estado. (…). La validez de la primera Constitución es el supuesto último, el postulado del que depende la validez de las normas de nuestro sistema jurídico. Se prescribe que cada uno debe conducirse en la forma que ordenaron el individuo o individuos que establecieron la primera Constitución. Esta es la «norma fundamental» (grundnorm). La norma básica de un orden jurídico establece que hay que conducirse en la forma prescrita por los «padres» de la Constitución y por los individuos directa o indirectamente facultados – mediante delegación – por la Constitución misma. (…).
En una revolución ocurre siempre que el orden jurídico de una comunidad es nulificado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden, es decir, cuando la sustitución no se hace en la forma prescrita en el orden anterior, … Si los revolucionarios fracasan … su empresa ya no es interpretada como acto jurídico, como un acto creador de Derecho o como establecimiento de una Constitución, sino como un acto ilegal de acuerdo con la vieja Constitución, que sigue vigente.
(…).
El orden social de la Unión Soviética es un orden jurídico con los mismos títulos que el de la España de Franco o el de la Francia democrática y capitalista. (…). El principio de legitimidad queda así restringido al principio de eficacia (…). El Derecho es un orden de organización específica del poder”.
[*] Doctor en Derecho.