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De la maldita equidistancia

Se le llama “equidistancia” a la “igualdad de distancia entre varios puntos u objetos”. Así lo define, con bastante acierto, ni que decir tiene, la Real Academia de la Lengua. Es por lo tanto un concepto matemático, trigonométrico o geográfico, como prefieran Vds. Nada más.

En España, desde hace ya un par de décadas, ha adquirido un segundo significado del que hasta la fecha no se ha hecho eco la Academia, cual es la que lleva a cabo la persona que intenta mantenerse “a igual distancia” de otras dos que se hallan enfrentadas, tratando de o no dar la razón a ninguno de los dos, o de dársela a los dos a partes iguales, sin entrar en ninguna otra consideración que tenga que ver ni con la justicia, ni con la razón, ni con cualquier otro criterio digno de ser considerado.

La primera persona a la que oí utilizar el término con este significado fue al entonces presidente Aznar, que intentaba definir con él la posición a la que se habían aficionado no pocas personas en España, de la clase política, de la clase periodística, incluso en la calle, entre nosotros, para enfocar el “conflicto vasco”. Un “conflicto” que, en pocas palabras, se sustanciaba con casi un millar de personas indefensas asesinadas por una banda de maleantes armados, contra los que nunca se tomaban represalia alguna: un “conflicto” bastante extraño, porque, como alguien definió muy bien, “unos ponían las nucas, los otros las balas”, pero nunca ocurría al revés.

Desde entonces, muchos españoles se han aficionado a utilizar el método para el análisis de todos los problemas, que sean de tipo público o político como incluso privado. Entre hermanos, entre amigos, entre colegas, entre vecinos, todos buscan últimamente instalarse en la equidistancia. Sí señores, en España ¡está de moda la equidistancia!

El español era un tipo caliente, conocido como tal, que acostumbraba a tomar posición ante cualquier problema que se le planteara, a hacerla pública y a defenderla. Ahora no, ahora prefiere dárselas de comedido, de “amigo de todos”, de “hombre bueno e imparcial”, de “demócrata” en suma, esa democracia que ha venido a justificar en nuestro país tantos y tantos extraños comportamientos que en realidad, poco o nada tienen que ver con la democracia…

La equidistancia así entendida es un subproducto del famoso “buenismo” que también aprendimos desde el ámbito de la política gracias a ese gran “buenista” que fue el Sr. ZP. Todos éramos muy buenos: ser bueno era no tomar postura, era tratar por igual al bueno y al malo, hablar muy bajito y despacio para no decir nunca nada.

Pero es, sobre todo, un subproducto de la pereza, del pasotismo, del todo vale: se adopta la posición de la equidistancia para no tener que trabajar en formarse una opinión, y sobre todo, para no tener que comprometerse ni tener que dar la cara por algo o por alguien.

En cuanto al resultado de la equidistancia, es un subproducto más del relativismo. La verdad, la justicia, dejan de estar donde dicta la recta razón, para estar en un lugar a idéntica distancia de dos partes en conflicto, aceptándose que las dos tienen parte de dicha razón, aunque la de una de ellas sólo se base en la fuerza y no en argumento alguno. Es más, al final, la llamada «equidistancia» tiende a estar más cerca del que tiene la fuerza que del que tiene la razón, del agresivo peligroso, que del pacífico inocuo.

Alguien podría pensar que, por lo menos, la equidistancia evita problemas. Pues bien, craso error: la equidistancia es mala, es contraproducente, para todos. Lo es, desde luego, para los “equidistados”, pero lo es también, para el equidistante.

Es mala, como negarlo, para los equidistados. Para el que tiene la razón (o más razón tiene), porque le hace sentirse solo y agraviado, primero por el agresor y luego por el equidistante, del que habría esperado más. Y segundo, para el que no la tiene, al que se priva de una oportunidad de hacerle ver que se ha equivocado y, en consecuencia, de remediar el yerro.

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Pero lo es también para el equidistante, que decepciona al que tiene la razón, el cual no le perdona su frialdad y su desapego. Y también al que no la tiene, tanto porque crea tenerla y en consecuencia se sienta tan decepcionado como el que la tiene, como si sabe que no la tiene pero desea imponerla, en cuyo caso, la postura del equidistante no basta a sus propósitos de imponerse.

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¿Quiere todo esto decir que la equidistancia no existe, que no es posible, o que no tiene nunca efectos positivos? No, no quiere decir eso. La equidistancia existe y puede ser buena o conveniente, según el caso. Son los que se llaman árbitros, mediadores, amigables componedores y de tantas otras maneras. Pero para que sea auténtica, para que sea eficaz, requiere de la concurrencia de tres circunstancias imprescindibles, a falta de cualquiera de las cuales no es posible.

La primera, un “equidistante” habilidoso, con talento para la mediación, una cualidad que no sólo no le es dada a cualquiera, sino que, en realidad, le está vedada a casi todos. Hoy día incluso existen estudios para el arbitraje y la mediación, estudios que se refieren no a los aspectos técnicos de la cuestión, sino a sus aspectos más personales, sentimentales y psicológicos. Por eso llama tanto la atención encontrarse hoy día por las calles tantos supuestos “equidistantes” que, en realidad, sólo son componedores de pacotilla, impostados hombres buenos, patosos con ínfulas de talento, perezosos redomados.

La segunda circunstancia, aún más importante, aún más imprescindible si cabe, que las dos partes, repito, las dos partes, -no basta con una-, deseen la mediación y acepten la equidistancia a la que ésta pueda dar lugar, aunque pueda o tenga que ser ajena a la razón o a la justicia. A semejante situación pueden llegar dos personas enfrentadas por muchas razones: la primera y fundamental, por el hartazgo; la segunda por percatarse ambas partes que el peor acuerdo es mejor que la mejor disputa… por tantas y tantas razones. Pero si las dos partes no están de acuerdo en que un tercero realice una mediación que no excluya la equidistancia, toda equidistancia será inútil, por lo que mostrarse como equidistante no proveerá solución ninguna.

Y la tercera, aceptado que se desea una mediación, que ambas partes estén de acuerdo en la persona del mediador.

En fin amigos. Con estas breves líneas, me gustaría haber sido capaz de demostrar a Vds. que la equidistancia es mala de toda maldad. Es mala para los “equidistados”, pero lo es también para el “equidistante”. Y espero haberles podido demostrar que para que la equidistancia pueda proveer solución alguna, algo que sólo ocurre excepcionalmente, es necesario que el equidistante sea un hombre realmente capacitado para ella, que las dos partes en conflicto la deseen y que ambas estén de acuerdo en la persona del mediador. Por lo que no cualquiera vale para la “equidistancia”.

Entretanto, mejor no sean equidistantes. Eso no quiere decir que vayan Vds. por ahí metiendo los pies en todos los charcos o buscando problemas que no les corresponde resolver. Pero si el problema efectivamente les atañe, si el problema es realmente suyo, mójense, comprométanse. Los españoles acostumbrábamos a hacerlo. A la larga, por paradójico que parezca, tendrán menos problemas y serán más queridos. Las personas “equidistantes” generan antipatía y aversión, cuando no, un cierto tipo de asquete, un cierto tipo de “no sé qué”.

Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

Por Luis ANTEQUERA Periodista. Escritor. Religión en Libertad / En cuerpo y alma.

 

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