El profesor Plinio Correa de Oliveira, en su obra «Trasbordo Ideológico Inadvertido y Diálogo», describió magníficamente el efecto perverso de determinadas palabras, a las que denominó «palabras talismán». Estas son palabras biensonantes y atractivas, pero que no tienen límites ni contenidos precisos, que utiliza repetitivamente la Revolución para acabar consiguiendo la renuncia a las convicciones de quien «inadvertidamente» se deja seducir por ellas.
Los ejemplos típicos que ofrecía el doctor Plinio fueron las palabras «diálogo», «coexistencia», «reconciliación», etc. Sin embargo el elenco es largo, y en constante ampliación.
Pues bien, los católicos españoles, como los de otras muchas naciones católicas, sucumbieron al embrujo de las palabras-talismán, en concreto, entre otras, a las palabras «aconfesionalidad» y «laicidad». Supuestamente lo que buscaban estos términos no era más que convertir el «espacio público» en religiosamente neutral, de manera tal que los católicos podrían seguir desarrollando su vida espiritual y religiosa en el ámbito particular y doméstico. Para «encantar» a los católicos la Revolución les prometió un reverdecer de la Iglesia al volver al primitivismo de antes de Constantino, cuando el Cristianismo no era religión oficial y por tanto no ocupaba el espacio público. Con tal engaño los católicos cayeron en la trampa sin percibir que la sola neutralidad del espacio público ya era un pecado grave contra la Fe, pues como admirablemente expresó León XIII en Immortale Dei o Pio XI en Quas primas, el deber de rendir culto a Dios no es solo del individuo, sino también de la sociedad, y ello por ser Dios creador y sostenedor tanto del individuo como de la sociedad.
El caso es que parece que los católicos van descubriendo la realidad gracias al estado de cosas al que nos ha traído la introducción de tales términos en nuestra legislación. Y es que a día de hoy ya va pareciendo evidente que toda sociedad tiene que ser «confesionalmente algo», y que si ese algo no es la confesión católica, ni ninguna otra religión, será confesionalmente laica. Pero no del laicismo de límites confuso de la palabra talismán, sino del laicismo con límites radicales que la utilización talismánica del vocablo ocultaba.
Así ya nadie puede negar que el laicismo (abandonando su ropaje neutral) persigue a Cristo en la esfera pública (retirada de cruces y elementos religiosos en espacios públicos; cambio de nombre de calles con referencias cristianas; investigación –para su posterior apropiación- de los bienes de la Iglesia; retirada de emisiones de contenido religioso en televisiones públicas, etc.). Y aún más allá de la esfera pública ha invadido la esfera familiar e individual. Así, por ejemplo, a través de los planes educativos ha introducido en las aulas la malhadada ideología de género, que pretende suprimir la antropología no solo cristiana, sino incluso la natural, aquella a la que se llega con el solo uso de la razón, sin necesidad de la luz de la Revelación.
Y esta persecución del cristianismo en la esfera pública y privada la realiza por medio de la imposición, de la fuerza, del castigo y del abuso del poder. Y es que al laicismo no le queda otro camino que acudir a la fuerza, y no al combate leal y valiente, y ello en tanto en cuanto en un combate limpio no puede alcanzar la victoria (ni aún pasajera), pues sabe que no puede dar respuesta a todas las dimensiones de la realidad humana (en concreto a la dimensión trascendente del hombre). Por eso busca el silencio del contrincante, pues si confrontara directamente ambas opciones la laicista, por incompleta, sería derrotada.