Se dice que cierto color utilizado en señales de alerta o de precaución ante algo en concreto (la meteorología y el tráfico vial son los ejemplos más comunes, a poderse apreciar directamente), guarda un significado relacionado con la inseguridad y la furiosa indignación reactiva ante algo en concreto. Para ser más precisos, se trata del color amarillo.
La interpretación simbólica de valores transmitidos por medio de ciertas impresiones producidas por tonos de luz no viene a ser algo tan objetivo como, por ejemplo, la equivalencia de la suma de dos pares de un objeto concreto a cuatro unidades del mismo, o la inviabilidad de utilizar variables no inicializadas en muchos casos de la programación informática.
Pero sí es fácil de corroborar que ese es el distintivo de esas masas de ciudadanos franceses que desde hace semanas llevan manifestándose en los espacios públicos de nuestro vecino del norte pirenaico contra el ejecutivo centro-izquierdista liderado por Emmanuel Macron. Los llamados “chalecos amarillos” reaccionaron ante una subida del precio de los carburantes por medio de impuestos de propósito “ecologista”.
A priori, comprensible era que más de uno pudiera congratularse de que uno de los países europeos con mayor presión fiscal (ya, por delante de Suecia, con un 46’2% del Producto Interior Bruto -PIB-) y mayor hipetrofia del Estado (más del 56% del PIB, se destina a gasto gubernamental, lo cual es un útil medidor de las dimensiones del sector público de un país).
Pero no han sido así las cosas por parte de un Estado que, según el think-tank liberal-conservador norteamericano The Heritage Foundation, tiene unos indicadores propios de una economía totalmente intervenida en lo que respecta a la presión fiscal, al gasto gubernamental y al mercado laboral (uno de los más rígidos del Viejo Continente).
Las reivindicaciones de este colectivo, que degeneraron en no pocos actos violentos, se han estado basando en una “defensa de los servicios públicos” y ciertas “mejoras salariales”, al mismo tiempo que manifestaban su indignación ante el encarecimiento planificado de los carburantes. Ahora bien, ¿cómo ha reaccionado Emmanuel Macron?
Que este señor no sea un férreo escéptico de la idea de un Estado que siga complicándole la vida a sus ciudadanos no implica negar su “bajada de pantalones” ante estos, pero no voy a ello. El caso es que, al mismo tiempo que aplaza la subida fiscal planeada y rebajará impuestos a pensionistas y trabajadores, subirá el salario mínimo en cien euros (este supera el millar actualmente) e impondrá una paga “extra” de fin de año.
Así pues, visto lo visto, no deberíamos dudar de que no ha habido una revuelta en pro de un cambio de paradigma en ese país. Allí donde se gestó no solo la concepción nacionalista, sino máxime, las bases del socialismo (igualitarismo, coacción, …) tras la Revolución de 1848 (era de intolerancia religiosa), aparte de reivindicarse la vía cultural gramsciana para lo anterior hace cinco décadas, han pedido más de lo mismo.
Consideremos a los llamados “giletes jaunes” (en lengua francesa) como un hatajo de colectivistas que reivindica una mayor expansión del Estado francés, sin ser conscientes de su elevado coste (¿Acaso es extraña la hipocresía de los socialistas? ¿Les gusta tributar a los ministros del Frente Popular de 2018 (que ha “okupado” la Moncloa, gracias a Pedro Sánchez)?) y de los riesgos que entraña para la libertad.
Este artículo se publicó primero en Ahora Información: Ya nos lo dejaron claro los “chalecos amarillos”