Adoración es un nombre propio femenino de origen latino en su variante en español. El significado del nombre es el mismo que el de la palabra homónima, el efecto de adorar, y proviene de la Adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús. Se entiende por ello que a esta señora sus ideas le lleven a rechazar su nombre y cuanto significa, por lo que todo el mundo la conoce como Ada Colau Ballano, nacida pocos días antes de los idus de marzo de 1974, alcaldesa de Barcelona desde 2015. Y ese rechazo, que no solo es nominal, se refleja, como veremos, en su concepción de lo que debe representar un belén.
Los cuatro domingos anteriores a la Navidad junto con ella misma y la Epifanía forman el período del Adviento, del latín adventus, que significa venida, llegada del Niño Dios y se trata de avivar en los creyentes la espera del Señor para lo cual, tradicionalmente se valían de representaciones de las cuales ya existen en las catacumbas. La costumbre popular actual del belén (o presepio) es mucho más reciente. Según varios historiadores, la primera escenificación de la Navidad fue realizada por San Francisco de Asís, quien plasmó la representación en 1.223 en Greccio. El ejemplo fue seguido por Santa Clara, que se encargó de difundirlo por los conventos franciscanos y extenderlo por toda Italia.
Surgió una gran afición por los belenes que no tardó en extenderse por todos los rincones y clases sociales: en toda la Europa cristiana, se convirtieron en pequeñas obras de arte por sí solas, en figuras de adorno para altares o salones de la nobleza. En países europeos como Italia, Alemania, Austria, Portugal, Chequia, Polonia, Rusia, Hungría y Holanda tuvieron gran auge. En España están recogidas las tradiciones del belenismo español, a través de las escuelas murciana, valenciana, mallorquina, andaluza, madrileña, vasca y la muy importante catalana. Su máxima difusión fue después del Concilio de Trento, ya que el papa invitó a las personas que pudieran a “crear” capillas domésticas que representasen el nacimiento del Niño. En España la práctica se difundió en el siglo XVIII gracias al rey Carlos III, tras su llegada de Nápoles, donde la tradición estaba en su apogeo.
La costumbre del Belén ha evolucionado y las representaciones han ido ampliándose: en principio solo eran figuras de la Virgen María, San José, el niño Jesús, un buey y una mula, con unos cuantos pastores. Luego se le agregaron los Reyes de Oriente y sólo en el siglo XVII los escenarios cambiaron, introduciendo el mundo “profano”: mercados, tabernas, panaderías, personajes de cualquier especie, pero en éstas, llega a la alcaldía de Barcelona Ada Colau y dice que quiere celebrar el solsticio de invierno con un belén. Belén que más bien es una burla a lo que debe representar. De nuevo se ha generado una gran polémica que ha dividido más a los barceloneses. El año pasado se creó el pesebre flotante que emulaba con siluetas blancas el nacimiento de Jesús. El de este año, obra de Sebastiá Brosa, quiere reflejar una típica cena familiar navideña: una enorme mesa cubierta de musgo con sillas de distintos estilos y motivos, un poema sobre la estrella fugaz, platos con distintos mensajes, de modo que en la plaza de San Jaime solo está representado (muy en consonancia con sus ideas), lo material: la mesa preparada para la comida con sus platos, vasos, cubiertos, etc. y rehúyen (¿les hará daño?) la representación de aquello que pueda expresar una mínima sensibilidad o ternura, mucho menos espiritualidad, en la conmemoración del Nacimiento de Cristo.
Visto lo cual podríamos decir que es un “belén minimalista”, siguiendo su principio de despojarle de elementos sobrantes, es decir, simplificar todo a lo mínimo y reducir así el objeto a lo esencial, pero claro olvidan que lo esencial en un belén son las tres figuras principales, especialmente el Niño Dios y no tanto la comida con la que se pueda celebrar el importante acontecimiento de su venida al mundo.
Tan a lo mínimo lo han reducido, que han prescindido de lo esencial, pero tampoco nos extraña; nos indigna, claro, pero hemos oído decir a doña Adoración que quiere cambiar la Navidad por el “solsticio” del mismo modo que Carmena quiere hacerla “multicultural”. Cualquier cosa menos hablar de la Navidad propiamente dicha, porque estos fans del modernismo, que en su torpeza equiparan moderno con avanzado, caen en el más radical de todos, el ataque a la iglesia y cuanto representa, sin percatarse de que lo que representa está muy por encima de ella misma, por lo que por más que lo intenten, no conseguirán destruirla. Deberían recordar las barbaridades y masacres que hicieron durante la guerra civil tratando de conseguirlo. Especialmente Colau debería acordarse de los muchos asesinatos de inocentes firmados por Companys, y, que, sin embargo, por más torturas que sufrieron, jamás lograron obtener una sola apostasía.
El amor y respeto a la religión, sobre todo a la católica, en la mentalidad de esta gente es algo reaccionario e, incluso, franquista y así tratan de introducirlo en las mentes, especialmente de los jóvenes. Es un rasgo típico de la mentalidad totalitaria pensar que el poder, por ser tal, está legitimado para cambiar a su antojo absolutamente todos los planos de la vida social. En las sociedades occidentales actuales, donde el poder descansa cada vez más sobre estructuras anónimas e instancias económicas y técnicas, las posibilidades del poder político para modificar las condiciones materiales de existencia han quedado muy limitadas. Por el contrario, el poder tiene campo libre para meterse en el alma de las personas (en el “imaginario colectivo” como dicen aquellos que no creen en el alma) y tratar de reconstruirla según sus propias convicciones o conveniencias.
Quizá por eso la ultraizquierda contemporánea está apuntando de manera tan directa contra la identidad popular real para construir una identidad nueva en la mente del pueblo. De momento, Ada Colau, empleando la habitual demagogia barata y populista que abandera la izquierda, defiende el laicismo radical que nos invade. Primero cuestionó la capilla situada dentro de la casa consistorial[1], impidió que el castillo de Montjuic albergara una misa en recuerdo de las víctimas de la Guerra Civil que se llevaba celebrando desde hace 35 años y excluyó de los actos oficiales la tradicional misa en la Basílica de la Virgen de la Merced −patrona de Barcelona junto a Santa Eulalia− argumentando que aboga por la «diversidad religiosa« de la ciudad.
Ahora Ada Colau ha vuelto a dar muestras del sesgo anticatólico con el que quiere marcar su paso por el Ayuntamiento y ha dado otro palo a los católicos barceloneses: ha decretado que no hay Navidad y que lo que se celebra es el solsticio de invierno. Ya había anunciado su intención de que las fiestas navideñas sean «del todo diferentes«; consuma así la cancelación de la fiesta religiosa. A través de la web del Consistorio hace un llamamiento a todos los ciudadanos para que acudan a la ciudad condal a celebrar el próximo solsticio de invierno –«una de las celebraciones más antiguas», señalan-. De esta forma se refiere la marca blanca de Podemos a las tradicionales celebraciones: “Durante el solsticio de invierno los días son más cortos que en ningún otro momento del año –continúa el escrito–, pero es durante este periodo cuando se comienzan a alargar. Con el solsticio celebramos, por tanto, el triunfo de la luz sobre la oscuridad, un momento que anuncia que la primavera llegará pronto”. Sin embargo, quita protagonismo al alumbrado callejero como símbolo de su intención de apagar la Navidad y programa “actividades relacionadas con el reciclaje y la sostenibilidad, espectáculos de magia, marionetas, circo… y también un espectáculo de luz y sonido con las fuentes de la plaza de Cataluña como grandes protagonistas” en imitación sutil de las fiestas de Himmler a la luz de las velas.
En esta carrera contra la identidad popular real en la historia reciente de Europa hay varios precedentes similares, totalitarios de distinto signo, como comunistas o nazis. Ambos pretendían despojar la Navidad de sus connotaciones cristianas, por lo que terminaban el año con la celebración del solsticio de invierno, lo que no deja de ser una pedantería decimonónica surgida en el ámbito del nacionalismo “völkisch” alemán. Se trataba de reconstruir la singularidad identitaria germánica frente al peso de lo “romano”. La iniciativa nunca fue mayoritaria, pero pasó al acervo folclórico del nacionalismo y conoció un cierto apogeo durante el nazismo, que lo incorporó a sus liturgias populares y, si bien nunca tuvo un peso político real, sin embargo sí ejerció una cierta influencia en el intento –típicamente totalitario- de reconstruir la cultura social y la vida cotidiana de la gente. El régimen, no obstante, constató que le resultaba más práctico nacionalizar la religiosidad popular a través de la Iglesia Evangélica (luterana), que no opuso gran resistencia a la iniciativa. Algo semejante ocurrió en la Unión Soviética, donde el régimen trató de sustituir la Navidad por la fiesta revolucionaria del Año Nuevo aunque con éxito muy limitado.
Ambos regímenes totalitarios trataban de eliminar la identidad tradicional de verdad, la que la gente del común comparte, aun bajo formas trivializadas, y arrasar el campo para construir una identidad artificial de nuevo cuño. En esto, como en otras cosas, la herencia cristiana es un obstáculo para el poder. Por eso hay que extirparla. Estamos ante un proyecto totalitario. Por más que se trate de un totalitarismo “soft”. Hace falta ser muy petulante, y muy poco sabio, para creer que uno tiene derecho a cambiar unos rasgos identitarios que se remontan a más de mil años. Pero el totalitarismo “soft” de nuestra ultraizquierda nunca se ha distinguido ni por su modestia ni por su sabiduría. Lo más lamentable es constatar cuánta gente interpreta como “progreso” esta petulancia maligna[2].
Y continua Gómez de Liaño en el prólogo al que nos referimos: Miguens va al fondo cuando explica que el concepto de nación que blanden esas ideologías «no surge de las personas sino de un espíritu de cada pueblo (Volksgeist) que se impone a todos unitariamente como condición de pertenencia», y que ese espíritu nacional «se autodefine y se individualiza, hacia el exterior, por la exclusión de lo diferente mediante la guerra con las demás naciones, que se ve como actividad sagrada; en lo interno, purgando de su unidad a los que no aceptan el pretendido espíritu del pueblo o piensan distinto, considerándolos en ambos casos como traidores».
Nada combaten más los representantes del nacionalismo que la discrepancia, o sea, la eventualidad de que cada cual pueda expresar libre e individualmente su pensamiento acerca de la idea de nación, pues para ellos lo que importa de verdad es el espíritu o sentimiento nacional-colectivo encarnado en la ideología nacionalista, ante la cual la discrepancia ha de ser silenciada o incluso perseguida y, si es posible, anulada. A lo que aspira el político nacionalista (que, como también señala Miguens, nada tiene que ver con el patriota) es a que la sociedad sea una masa moldeable con la que hacer lo que le viene en gana.
En congruencia con esos rasgos esenciales del nacionalismo (la exclusión del diferente, la persecución del que piensa y obra por libre, el silenciamiento del que no se pliega al espíritu o sentimiento nacional), los propagandistas se las ingenian, como se ve en el nacionalsocialismo alemán, para fabricar un gegentypus, contratipo o revés del «hombre nuevo» nacionalsocialista, que les sirve para encarrilar los odios, colorear sus realizaciones y, de paso, formar su satánica iconografía.
En esto todos los nacionalismos se parecen, como se ve en el caso del nacionalismo catalán. Si para el hitleriano el gegentypus era el «judío maléfico», el nacionalista catalán endosa ese papel al español, un ser igualmente maléfico que se dedica a robar al pobre catalán y ha tenido bajo su yugo durante mil años a ese catalán o a ese vasco considerado superior por la delirante y racista ideología euskeriana del padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, al que por cierto se le han dedicado, dentro de España, monumentos y espacios públicos a pesar de su furibundo antiespañolismo[3]
Estas razones encadenadas: la influencia de la New Age, el minimalismo y los totalitarismos que se están implantando en Cataluña, permiten que no nos extrañe el hecho de que, aunque desde el final del Tercer Reich ningún gobierno europeo había retomado este tipo de festividades paganas del solsticio de invierno, sea el gobierno izquierdista de Ada Colau quien vuelva a retomarla setenta años después.
Tampoco que aplique el gegentypus que para el nacionalismo catalán de último cuño, en vez de señalar con la estrella de David al “judío maléfico”, lo hacen a la inversa: los “buenos” son los que llevan como una condecoración el lazo amarillo y los “malos”, a los que, de alguna manera hay que anular, (cada vez lo explicitan con mayor claridad), son todos aquellos españoles que disienten de sus ideas racistas y supremacistas y, por el contrario, enarbolan orgullosos la bandera nacional, se emocionan con su himno y no aceptan llevar el lazo amarillo.
Si unimos las actitudes racistas de Colau, los Puigdemont y los Torras, con las sillas vacías del belén de la alcaldesa, la memoria nos lleva a recordar la famosa Bohaterów, plaza principal de Podgorze, el gueto de Cracovia, donde se seleccionaba a los judíos que iban a ser transportados al campo de concentración.
En esta plaza se encuentra el monumento de las sillas, sillas vacías, un homenaje de Roman Polanski para recordar a aquellos judíos dominados por el totalitarismo nazi. Acostumbrados como estamos a sus recados sibilinos no podemos dejar de temer que las sillas vacías de la plaça de Sant Jaume sean un mensaje a navegantes. ¿La convertirán en una nueva Bohaterów para seleccionar disidentes?
Ante la preocupante situación de Cataluña, preguntamos:
* Las fuerzas políticas harán ALGO?
* Las fuerzas morales, especialmente la jerarquía eclesiástica, hará ALGO?
*“El honrado pueblo español”, ante el atropello de unos y la pasividad de otros, hará ALGO?
“Justicia, Justicia y Libertad para los disidentes[4]. Que el pueblo se levante, que despierte de la pesadilla, de la mentira… ¡Que la Nación nos lo demanda!”
(Gonzalo Valdés Medellín[5])
[1] Esto comenzó a hacerse con todas las capillas que existían en los distintos organismos públicos de Madrid, ya en tiempos de Felipe González.
[2] Ignacio Gómez de Liaño, prólogo al libro del abogado y sociólogo católico argentino, José Enrique Miguens: “Modernismo y Satanismo en la política actual”, Editorial Siruela
[3] Ibidem
[4] En la Cataluña actual los disidentes son los constitucionalistas
[5] G. Valdés Medellín: ¡Que la Nación me lo demande! p. 31; nº238