Apunto he estado de titular este artículo como el “nulo” control judicial de los poderes públicos, pero he caído en la cuenta de que aún existen jueces de lo contencioso administrativo que saben desempeñar su labor de control a los poderes públicos (que es para lo que están y no para lo contrario). Menos mal, y ojalá hubiese más que supiesen ejercer esa función de control adecuadamente y menos quienes la entiendan mal y la tergiversen. Como le dijo el Molinero a Federico el Grande de Prusia: “aún quedan jueces en Berlín”.
Porque la Jurisdicción Contencioso-administrativa lleva ya muchos años convirtiéndose en el “escudo” de las Administraciones, cuando deberían ser todo lo contrario como ya he dicho; esto es, el reducto para evitar cualquier clase de desviación de la senda del Derecho por quien ostenta el poder. Mal vamos por ese camino, que no hace sino reforzar a una Administración a la que sus privilegios parecen encaramar por encima del Derecho, llegando a dar lugar a auténticas situaciones de abuso, ante la casi seguridad de que los Tribunales avalarán su actuación.
Como dice nuestra Constitución (artículo 103.1) “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”. Esta sumisión al Derecho (como no podría ser de otro modo en un Estado democrático), debe entenderse ligada a la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la CE) de tal forma que no tendrá lugar, o no será efectiva, cuando exista una evidente desigualdad de armas entre los litigantes, como sucede en los procesos contencioso-administrativos. Dicho de otra forma, cuando la Administración no actúe conforme a Derecho, y así quede argumentado, los Tribunales deben reconocerlo y dar la razón al particular porque esto es lo que impone el doble mandato constitucional (anular el acto que no sea conforme a Derecho y permitir al particular una tutela judicial efectiva).
Cierto es que nuestra Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa (LJCA, en adelante), con evidentes reminiscencias del pasado, concibe esta Jurisdicción como “guardiana del interés público” y así se pone de manifiesto -entre otros- en sus artículos 76 y 77, en donde a pesar de que se produzca un allanamiento de la Administración, se impone al juez la obligación de dictar la sentencia “ajustada a Derecho”.[1] Es decir, se atribuye al Juez de lo Contencioso administrativo un papel similar al de la propia Administración: resolver conforme a Derecho (a pesar del pacto entre las partes) en cualquier caso.
Se tratar de una peculiaridad de esta Jurisdicción que ha inducido a quienes imparten aquí la Justicia a equiparar de forma apodíctica cualquier actuación de la Administración con una actuación conforme a Derecho, lo cual vendría auspiciado por la mera presunción de legalidad de la que gozan los actos administrativos (actualmente, reconocida por el artículo 39.1 de la Ley 39/2015). Posiblemente debido a la confusión entre esa presunción de validez (que solo es eso; una mera presunción “iuris tantum”) y el hecho de que tanto las Administraciones públicas como los jueces de lo contencioso administrativo tengan la misma finalidad (la consecución del interés público conforme a Derecho) es lo que ha dado lugar, en la práctica, a una tremenda desigualdad de armas cuando se litiga contra la Administración.
Los abogados que litigamos en sede contencioso-administrativa nos encontramos, muchas veces, completamente indefensos e impotentes ante la “doble barrera” que forman Juez y defensor de la Administración. No es suficiente con tener razón, ni con el hecho de contar con una pericial judicial que avale lo que reclama el particular porque, como se diría en “castizo” hay que tener mucha razón para que te la reconozcan, lo cual raya muchas veces en una auténtica denegación de la tutela judicial efectiva.
Pero dejando ya aparte ese derecho fundamental (lo que no es, ni mucho menos baladí) quiero poner de manifiesto una vez más -ya he escrito sobre esto mismo- la necesidad de que nuestros jueces y Tribunales de la Jurisdicción Contencioso-administrativa den un viraje en redondo respecto a lo que debe ser su misión fundamental. Porque tal misión no consiste en defender a “capa y espada” a la Administración sino, justamente, en todo lo contrario: velar porque su actuación sea conforme a Derecho depurando y anulando las actuaciones que no respondan a este criterio.
Solo así podrá cumplirse el ideal democrático de una separación efectiva de poderes y las Administraciones públicas dejarán de comportarse como sujetos prepotentes (como sucede en la actualidad, y desde hace mucho tiempo) porque cualquier agravio no ajustado a Derecho podrá ser debidamente controlado por la Jurisdicción Contencioso-administrativa. Las Administraciones públicas tienen, ciertamente, sus privilegios reconocidos por Ley (especialmente, la presunción de validez de sus actos y la ejecutividad de los mismos) pero tales privilegios no pueden dar lugar a auténticas zonas de inmunidad práctica en sede judicial, porque eso sería tanto como admitir que su actuación carece de control efectivo (y así es hasta este momento), lo cual se compadece muy mal con un auténtico Estado de Derecho.
Soy muy consciente de que ese “viraje en redondo” al que aludo no se producirá de la noche a la mañana, y requerirá bastantes cambios en los “modos” de actuar por parte de los Jueces de lo Contencioso administrativo. Sin embargo, el simple hecho de que tomen conciencia de cuanto aquí denuncio sería ya un paso muy importante en esa senda hacia el control judicial de los poderes públicos absolutamente deseable y necesaria.
Notas:
[1] Y en los casos de acuerdo entre la Administración y el particular, el artículo 77.3 dispone lo siguiente: “Si las partes llegaran a un acuerdo que implique la desaparición de la controversia, el Juez o Tribunal dictará auto declarando terminado el procedimiento, siempre que lo acordado no fuera manifiestamente contrario al ordenamiento jurídico ni lesivo del interés público o de terceros”.
Por Jose Luis Villar Ezcurra (Socio director de Ariño y Villar, Abogados. Profesor Titular de Derecho Administrativo. Universidad Complutense de Madrid).
Este artículo se publico por primera vez en la Revista Reino de Valencia.