Esta respuesta de Jesús, niño de 12 años, a Santa María y a San José subraya la idea de que las parábolas reflejan con especial claridad y fielmente la Buena Nueva. Esto es «el carácter escatológico de su predicación y su oposición contra el fariseísmo». (Joachim Jeremías). Toda su predicación estuvo sometida al amor del Padre, a la preferencia del orden superior y a nuestra educación hacia el valor real de nuestra existencia.
En aquel tiempo y lugar se tenía una idea de prójimo interpretable solamente a beneficio del judío. Esta innoble exclusiva fue descalificada por Jesús cuando marcó la equivocación de los que creen que el estar dentro de un colectivo -el levita, el sacerdote, el endeudado con una obra- baste para tener derechos de vida eterna y filiación de Dios. Realidad y esperanza que es fundamento de nuestra gratitud y fidelidad. Es evidente que esta lección se desprende del mismo Jesús cuando sus discípulos, un poco espesos de mollera, le preguntaban cómo distinguir a los que son fiables de los que no lo son. A lo cual Jesús respondió lapidariamente: «Por sus hechos -obras- los conoceréis.» (Mt 7, 16) Recogido aún con mayor claridad en Lucas 6, 44: «Por los frutos se conoce al arbol»
Consecuentemente no son garantía ni promesa la raza o el nacimiento, y menos aún el sólo remite a un acta de bautismo, sin confesión de fe y sin obras. Puesto que de hechos y frutos hay muchas interpretaciones, Jesús hablaba de que los frutos buenos denotan al árbol bueno, entendida su bondad objetiva. Es aquí donde debemos acudir a la definición del substantivo longanimidad con el que los cristianos identificamos nuestra orientación.
Por tanto, a mi parecer, ante esta parábola es fácil atrevernos a rescatar el principio lógico de que la fe sin obras -luteranismo, calvinismo, etc.- no es fe verdadera. Con sobrada razón, Hilaire Belloc afirma que cristianos solo lo somos los católicos; los demás, aun con Cristo en sus prédicas no pueden decirlo. Para ser cristiano no basta agruparse en una comunidad, asistir a todas las actividades parroquiales o ir a la iglesia los domingos. La Parábola del Buen samaritano sugiere el mandato de la fe con obras, y éstas fundadas en la fe.
Veamos.
Un samaritano para el sacerdote y para el levita era lo más apartado de la salvación, y en este contraste de su elección Cristo, creo yo, nos hace una advertencia hoy muy destacable. Recordemos: «…las parábolas reflejan con especial claridad y fielmente la Buena Nueva». Esto es «el carácter escatológico de su predicación y su oposición contra el fariseísmo.» Porque en el samaritano que atiende al malherido, que es Jesús mismo, Cristo se vuelca en los despreciados de Israel, en la gentilidad de donde ya piensa reclutar su Iglesia. Esos gentiles que los judios le escamotean a Dios, Padre de todos, acaparando para sí solos su amor universal.
Hoy que es tiempo triunfal judaizante esto no se quiere interpretar, pero ¿qué otra cosa puede deducirse en esta parábola? (Y en todo el Nuevo Testamento).
En la nueva interpretación «oficial» se pretende ver a Cristo en el samaritano. Pero no es así, en el samaritano siempre creimos, al menos hasta el CV2º, que se simbolizaba al cristiano, a la Iglesia que viene de la gentilidad y ya no de la sinagoga.
¡Ah! Como paréntesis déjenme decir que lo de socorrer sin discernimiento me parece una interpetación muy apresurada de la parábola. Porque “hacer el bien sin mirar a quién” puede redundar, por ejemplo, en crímenes si el ayudado es un criminal. Por tanto, de la propuesta de Jesús se entiende, por un lado, que la víctima de los bandidos era un hombre de bien -para nosotros Jesús mismo, el Dios hecho hombre- y que el samaritano obró bajo convencimiento de tal condición. Este enfoque determina una aplicación más veraz y menos ilustrada. Una interpretación hacia el Bien, y hacia Dios, su fuente. Más amplia y más ajustada para protegernos de la oleada humanista.
El humanismo en la doctrina de la Iglesia es una blasfemia.
Haré aquí un paréntesis para recordar grosso modo, que en la historia de la Iglesia, a cada tiempo de exaltación humanista ha seguido una lógica e inevitable decadencia -o exterminio- del esencial enfoque cristiano. Se cumple así fatalmente su advertencia: «Sin Mí nada podéis hacer.» (Jn 15,5) ¿Que ahora Cristo es secundario y el hombre es lo que importa? Pues no nos sorprenda la tisis galopante de espiritualidad que sufrimos.
Por no remontarnos a la antigüedad recordemos solamente que tras los desvios del Renacimiento vino el Protestantismo y sus persecuciones; que por la llamada Ilustración, sufrimos la sangrienta Revolución Francesa, y por el Liberalismo que encandiló a Pio IX, el fruto final de cien millones de víctimas del comunismo. La última edición humanista podríamos asociarla a la persona de Jacques Maritain y su «Nueva Cristiandad» -conferencia en Santander, en 1934-, junto al modernista Buonaiutti y su discípulo Roncalli. Este último, el papa del Concilio Vaticano II. Un concilio que pocos años después Paulo VI, no a humo de pajas, se atrevió a calificar «¡más decisivo e importante que el de Nicea!» (A confesión de parte…)
Conclusión
«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…»
¿Quién es ese hombre que baja del cielo al mundo?
Pues sin duda el mismo Jesús de Nazaret. (Otros interpretan que Adán, pero es una tontería: Adán «ya estaba en Jericó», su habitat no era el cielo.)
Unos bandidos le roban y le dejan malherido.
¿Quiénes son esos bandidos?
Los fariseos y los judíos, la increencia y el egoísmo. Los que adulteran el Catecismo y el Culto.
¿Quién el samaritano que socorrió, curó y cuidó al herido?
Más claro que el agua: el cristiano, la Iglesia enseñada que salva nuestra fe de las cornadas del demonio. («Ve y haz tú lo mismo».)
¿Quiénes el levita y el sacerdote?
«Los suyos», a los que vino, tal como estaba anunciado, y no le recibieron. (Jn 1, 10-12)