El huracán de violencias y odios, desatados por los sin Dios contra todo lo que supiese a Dios en la Cruzada de liberación, arrastró el día 7 de febrero de 1939, a las 10 de la mañana, el Comandante Pedro Díaz junto a un Comisario político, un teniente y una treintena de milicianos armados con fusiles-ametralladores a la prisión de Molíns para hacerse cargo de los presos allí custodiados y, después de robarles lo que llevaban, los ataron de dos en dos por las muñecas con muy malos tratos, los subieron a un camión en dirección de Les Escaules y a unos 1200 metros se detuvieron, bajaron a los presos obligándolos a subir monte arriba por el cauce seco del barranco, donde fueron acribillados a tiros y quemados con gasolina.
El espectáculo macabro que ofrecían los restos destrozados y medio consumidos por el fuego de 42 víctimas, fue presenciado por el pastor Pere, de Can Salellas. Fue tal la impresión que recibió que cuando llegó a casa no podía articular palabra, demudado y tembloroso. Sólo pudo decir: «¡Cuántos muertos!» … Entre ellos se encontraba el cadáver del obispo de Teruel, Monseñor Polanco, tenía la llamada actitud del gladiador, de los que mueren quemados, y no ofrecía señales de putrefacción, quedando el forense enormemente sorprendido al ver brotar sangre fresca de las encías cuando las punzó para reconocer la dentadura.
Fue enterrado en Milíns y posteriormente a ruegos de las autoridades de Teruel, los restos mortales del obispo Polanco fueron trasladados a la capital de su diócesis, donde hoy reposan en la cripta de la catedral.