Ayer por la noche me encontraba espectando una entrevista realizada a un prestigioso economista liberal argentino en uno de los principales canales de la mass media televisiva. Como es lógico, la cuestión avanzo rápidamente sobre cómo resolver las penurias económicas que nos aquejan. Siguiendo la teoría económica liberal, estableció que la clave es el crecimiento económico. Este requería libertad económica y moneda “sana”. Afirmo que Argentina debería pasar del puesto nº148 del índice internacional de libertad económica hacía, al menos, el Nº20 y expreso la necesidad de dolarización de la economía argentina.
Es necesario mencionar el asombro en el que me vi atrapado cuando el licenciado finalizó su exposición. La “impunidad” o, más exactamente, la libre expresión sin pudor con la que desarrollaba sus argumentos, a priori y en apariencia, tan radicales, era realmente llamativa. Hace muy poco tales propuestas le habrían valido una simple descalificación y una negación a cualquiera para dejarlo fuera de aire. No obstante, no hubo caras de asombro ni risas burlonas, era un clima de respeto y atención. Sin embargo, si bien esto podría parecer una razón para alegrarse, y para un servidor, luego de tantos años de socialismo explicito repartido a mansalva por toda la mass media, ver algo, a priori, distinto es un gran respiro. La verdad es que esta pequeña sorpresa y alegría se esfumo rápidamente. El optimismo me hizo creer que algo efectivamente había cambiado. Lamentablemente, cambio no hubo ninguno, esto es solo el inicio de una nueva fase del mismo ciclo.
Para expresar mejor esta idea, revisemos concretamente las propuestas del entrevistado. Sobre la moneda, la solución radicaba en terminar con su manipulación arbitraria, en la vigencia de la política monetaria. Esto es, que el Estado haga política, y política electoral, mediante “jugar” con la moneda -acto que, de no ser realizado por el Estado, o por privados bajo el aval del Estado, sería considerado fraudulento-. Para esto, la dolarización propuesta implica legislacion y es aquí donde está el problema. La injerencia del Estado sobre la moneda no está en duda, solo se critica su intromisión arbitraria y concurrente, abierta y publica, pero el circulante sigue bajo su jurisdicción.
Respecto de cómo avanzar en la dirección de la libertad económica, el liberal promedio abarca la cuestión desde el plano internacional proponiendo la celebración de tratados de libre comercio, y cuantos más, mejor. También lo trata desde el plano interno argumentando sobre los beneficios de los impuestos “bajos” y de leyes laborales “flexibles”. Sin embargo, estrictamente, la discrecionalidad, el arbitrio del Estado, sigue vigente. Después de todo ¿Desde cuándo el comercio libre requiere de acuerdos políticos? ¿Qué es un impuesto “bajo”? ¿Qué es una ley flexible? Estos criterios son siempre discrecionales y subjetivos. Es en este sentido que el Estado no cede “soberanía económica”, su poder de injerencia sobre la economía en su totalidad solo pierde la oportunidad de intervención permanente “a gusto y piacere” de cara a cada elección. Lo que el liberal hace es reducir la discrecionalidad, hasta un punto en el que, a su criterio, el Estado “funciona bien”, quizá, pero jamás la elimina.
En el fondo, como habremos notado, el liberal no propone ningún cambio en serio, ninguno real, uno que sea a nivel sistémico, una verdadera alternativa, es más, ni siquiera la concibe. Toda la exposición gira en torno a mejorar lo existente para salvaguardarlo, para asegurar su subsistencia. Este es el fondo de la cuestión: El liberal es el mejor amigo del Estado. El buen liberal tiene bien en claro el punto central de su fundamentación, y aquí su teoría es correcta: Lo que está fallando es el Estado, pero su respuesta ha sido la canónica, mejorarlo. Jamás habló de su desmantelamiento, nunca considero dejarlo de lado, es más, la intrínseca relación entre el Estado y la economía jamás estuvo en duda. Todo se trató de como volver al Estado más eficiente, lo que implica que siga manteniendo su rol central en la economía. Este es un eje de la cuestión, que el liberal no atentara jamás contra el Estado, es más, su teoría lo alaba e invoca cuasi como deidad. Si. Me refiero al contractualismo.
El rol del liberal es el de salvar al Estado de su colapso económico luego de una sesión atroz de socialismo. Claro, para que luego de restaurado, una vez purgado por completo el mal, puedan volver otra vez a continuar con más socialismo. Pero la cura jamás llegara porque no extirpa de la sociedad el verdadero tumor que lo aqueja, y ese es el Estado. Solo “lo limpia”, higieniza una herida que inmediatamente después vuelve a infectarse y a expandir una gangrena severa por todo el cuerpo social.
Esta relación simbiótica entre ambos, entre políticas económicas liberales como salvaguardia y, a la vez, preludio del caos económico socialista, en realidad es solo la manifestación de la lógica política democrática que domina nuestros días, pero revelada en un área específica, la relación entre el Estado y la economía. En rigor, se trata de un caso más de la función esencial del conservadurismo de salvaguardar al progresismo. Este es el eje fundamental de la cuestión. La democracia es una revolución legal permanente y relativamente paulatina que lleva, por su propia lógica dialéctica interna, hacia la redistribución, entendida como un atentado sistemico contra la propiedad privada ejercida desde las estructuras estatales coactiva, vertical y centralizadamente, guiadas bajo la premisa del igualitarismo. Pero atentos, la redistribución estatal democrática no es solo económica, de la propiedad, es de estatus. Esto es, reemplaza las jerarquías generadas espontáneamente generadas que hacen al orden social natural y que son heredades a través del tiempo, por una jerarquía artificiosa y arbitraria a discreción estatal. El fin de la democracia es, entonces, el máximo de redistribución estatal, y esto es el comunismo.
En política democrática, derecha e izquierda son ambos miembros del mismo espectro político revolucionario, son ambos revolucionarios por igual. Conservadores por un lado y progresistas por el otro, así es como son típicamente denominados. En el fondo, son ambos progresistas, solo que unos son más radicales mientras que los otros prefieren ser moderados. Los primeros quieren llevar rápidamente la revolución, la democracia, hasta sus últimas consecuencias, los segundos prefieren, según qué tan a la derecha del espectro se encuentren, ralentizarla o intentar pararla. Pero lo que ninguno quiere, y ni siquiera se imagina, es desmantelarla, salirse de ella. Se resume a una cuestión de la “velocidad” a la que realizan la revolución. Celebre es aquella frase que enuncia “un socialdemócrata (o socialista en términos modernos) es un comunista sin apuro” y yo agregaría que un conservador es un socialdemócrata sin apuro.
El conservador siempre será el bufón de la corte en democracia y esto se debe a su lógica interna de dialéctica redistributiva. En democracia, para “gobernar” o, más precisamente, para ocupar la cabeza del Estado, primero hay que ganar. Como ganar requiere necesariamente de apelar a la redistribución, la retórica democrática torcerá el arco cada vez mas a la izquierda. Así, en principio las expresiones más conservadoras que el sistema contempla se van excluyendo por si mismas. La democracia es el progreso en una sola dirección y esa dirección es la redistribución. Así, se van sucediendo gobiernos cada vez mas conservadores. O bien porque una expresión politica fue derrotada electoralmente por una mas progresista. O bien porque el mismo gobierno, las mismas caras, para ser reelectos se volvieron mas redistributivos. Sin embargo, este camino no está libre de baches. Cuando una reacción contra el establishment progresista se produzca por el hartazgo social generado el caos radical, allí estarán los conservadores, listos para saltar a escena a reemplazar “progres”, o en rigor, para sustituirlos momentáneamente. Aclamado como un líder popular, cual salvador, asumirá un líder “derechista”, un tipo duro, de fuertes convicciones, por lo general. Su deber es sencillo, el vendrá a arreglar los enormes desastres de sus hermanos radicales, pero la democracia quedará intacta. Esta es la función por excelencia del conservadurismo: Canalizar institucionalmente todo tipo de descontento social reaccionario hacia el régimen que, de alcanzar cierta magnitud, podría implicar un peligro para la clase política. Conservar el régimen, no es nada más que eso. El conservador es el guardaespaldas del progresista, el siempre estará allí, atento y acechante, para salvar al Estado y a la democracia cuando sea necesario. Y por supuesto, hambriento por los votos que la democracia en pleno ciclo de redistribución acelerada le niega. No olvidemos que el conservador, por mas que nos parezca agradable en ciertos aspectos, sigue siendo un político más, un mendigo pordiosero de poder y, por lo tanto, despreciable como todos.
Todo conservador es el preludio de un progresista, o mejor, un progresista moderado es siempre antecesor de un progresista radical. Esto porque, reitero, sus propuestas jamás atacan el fondo de la cuestión y, cuando lo hacen, la lógica política democrática se lo impide. Por un lado, porque gobernar requiere votos. Pero aun cuando cualquier medida impopular pueda ser tolerada por el electorado más saturado, asqueados de políticos socialistas que pueda haber, la democracia hará su trabajo y lo purgara con el tiempo, a mediano plazo, ni siquiera en uno largo. “La gente” olvida fácil y rápido. No pasaran mas que unos pocos periodos electorales para que las propuestas redistributivas de un progresista se ganen a la población. El conservador nada puede hacer ante esto, solo esperar a que el sistema tiemble por la frenética autodestrucción progresista radical y allí aprovechar su oportunidad. Al final, en un intento inútil por retener algunos votos, terminara plegándose a las mismas posturas redistributivas de sus hermanos radicales solo que con cierto desgano y algo más de demora. Es la lógica del “me too” de la que hablaba Kuehnelt-Leddinh al referirse al rol de los republicanos americanos luego de la paliza recibida por los demócratas liderados por F.D. Roosevelt. Prueba de esto es que cualquier político conservador de hoy en día sería un progresista radical en el pasado, y en uno relativamente inmediato, solo unas pocas décadas, o menos.
Esta nociva lógica aplica a todas las democracias modernas, y el fracaso del conservadurismo por ella y el posterior enaltecimiento de radicales tiene sus grandes exponentes a nivel internacional. Uno de los mejores ejemplos es el propio Reagan, a quien la democracia devoro. Y si, lamentablemente, esta inquebrantable lógica también aplica para Trump o Bolsonaro, quienes, para algunos de nosotros, no son mas que una mera alegría transitoria.
El problema de la revolución es que jamás acabara hasta que termine, hasta que llegue a su fin. Y el fin de la revolución democrática es el comunismo puro y duro. Stalin nos da una pauta de ello cuando, para asegurar su mandato y antes de que la revolución lo devore a él, decidió ponerle un fin. Finalizarla implico llevarla hasta sus últimas consecuencias y declarar, así, la victoria de la revolución. Claramente esta no es una opción, no podemos permitir que la revolución triunfe.
Ser conservador es ser conservador de la revolución, es mantenerla viva, esto es, perpetuar el bucle, el ciclo sin fin de caos radical y reforma conservadora continua en el que vivimos, y en el que el punto de partida está cada vez más a la izquierda -porque el reformista inicia desde una base ya desplazada por el caótico radical al que sucedió-. Esto y lo que sigue es lo que debemos comprender, y a esto apunta este artículo, y personalmente me quedaría satisfecho con el simple hecho de que algo de esta conclusión permeara, en este sentido, mínimamente en el lector; es que, si hay salida al bucle democrático, ese fin no es democrático, y valga la redundancia. Toda propuesta que implique competir electoralmente para intentar disputar el control a la izquierda radical debe ser descartada de cuajo, desde el inicio. Pues solo implicaría legitimar y expandir el sistema con nuestra participación y, aun peor, desperdiciar el poco capital político, en forma de rechazo social al establishment, del que puede disponer toda reacción genuina, para al final fracasar, como todo conservador, y preparar el regreso triunfal de una renovada izquierda radical.
Sobre la cuestión de que hacer, de cómo actuar en consecuencia, dejémoslo para otro momento.
Por Marco Rassmussen. Este artículo se publicó primero en Ahora Información: La trampa