“Si vosotros calláis hablaran las piedras” (Lucas 19:40), dice el Evangelio. Esta cita siembre la evocaba nuestra mente al contemplar la Catedral de Notre-Dame, sita en la isla de los Parisi y ambientada en uno de los enclaves más sugerentes de Occidente. En el corazón de la Francia laica, heredera de la Revolución Francesa, Notre-Dame era (¿es?) un clamor de piedra a lo que fue la cristianísima “hija predilecta de la Iglesia”. Durante dos siglos los discípulos de los Marat, Danton, Saint Just y Robespierre, se han dedicado a socavar los fundamentos del catolicismo franco. Pero existió una Francia resistente: desde la que regó su sangre en los campos vendeanos hasta la que la vertió misionando por África y Oriente.
Pero la resistencia se agotó desde que fuera apuñalada por los propios tras las intrigas modernistas y progresistas. La debacle maritainiana, posconciliar, la pastoral anticatólica en nombre del cristianismo, el desnorte de los fieles y el abandono de sus pastores, convirtieron a Francia en un páramo espiritual al que coadyuvó una magistral obra de derrocamiento por parte de las sectas masónicas. Tras el “sesentayochismo” llegó la utopía revolucionaria en forma de distopía: multiculturalismo, nihilismo, un islamismo arraigado y prepotente, crisis total de identidad cristiana y comunitaria, hasta languidecer lentamente en manos de las más que altas oligarquías dominantes y la más tétrica de las ingenierías sociales.
En el corazón de la Francia laica, heredera de la Revolución Francesa, Notre-Dame era (¿es?) un clamor de piedra a lo que fue la cristianísima “hija predilecta de la Iglesia”
Las piedras hablan. Nos dicen que Saint Sulpice y hasta siete iglesias habían sido atacadas e incendiadas los tres meses anteriores al desastre de Notre-Dame; nos dicen que durante 2018 se han atacado o profanado una media de tres iglesias al día en Francia. Cada uno ve lo que ve e imagina lo que imagina. Ver consumirse por el fuego uno de los símbolos más emblemáticos de la Cristiandad nos suscita la reflexión de que si Occidente ha renegado de Dios, para qué preservar sus templos. ¿Acaso para convertirlos en cuevas de fariseos y turistas automatizados por la necesidad de experiencias artificiales y la fijación incansable de la fotografía y el narcisista selfie? ¿para eso se erigieron las Catedrales?
Si Europa ha renegado de Dios para qué apropiarse de las piedras que se alzaron para alabar su gloria. ¡Oh que trágico paralelismo vislumbramos los que amamos la Sagrada Familia! Un templo que debía ser para reparar nuestras faltas personales y colectivas se ha convertido en lugar de perpetua simonía posmoderna. Esta vez no sería Cristo, sino Gaudí, el que cogería el látigo para alejar a los que con su vacuidad y smartphones profanan esas piedras.
Ver consumirse por el fuego uno de los símbolos más emblemáticos de la Cristiandad nos suscita la reflexión de que si Occidente ha renegado de Dios, para qué preservar sus templos
Israel, cuando no aceptó el Mesías esperado, su Templo fue destruido e inició una diáspora de dos mil años. El sionismo, no deja de ser la forma más explícita del mesianismo secularizado. “El Mesías esperado es el propio Estado de Israel hecho realidad”. Y así lo dejaron escrito muchos de sus fundadores y promotores. Macron, el hombre de la masonería y el mundialismo en Francia, ha declarado que la reconstrucción de Notre-Dame es necesaria para la “continuación de la nación francesa”.
Hasta los más anticlaricales reconocen la necesidad de los símbolos fundadores de la Francia. Pero sólo quieren las piedras, no el espíritu que las animó; y las quieren mudas para que no que proclamen su razón de ser y estar ahí. La Revolución Francesa, y sus secuelas, apagó la fe de la nación de San Luis, Santa Juana de Arco y tantos y tantos santos. Para Macron, el fuego destructor de la catedral que idealizó Víctor Hugo, ha de servir para apagar el fuego “guerracivilista” en el que se halla inmerso el país galo.
Hasta los más anticlaricales reconocen la necesidad de los símbolos fundadores de la Francia. Pero sólo quieren las piedras, no el espíritu que las animó
De momento, la tragedia en el corazón de Francia, ha unido no por amor, sino por convulsión, a una sociedad herida de muerte. Francia, agoniza desde el día que se creyó con el derecho de guillotinar reyes y autodivinizarse como nación. Ese día, las catedrales dejaron de tener sentido en sí mismas y empezaron a ser instrumentalizadas como reclamo a la “grandeur”, el nacionalismo y la autoglorificación del Hombre. No en vano, en Notre-Dame, durante la Revolución Francesa, fue expulsada la Virgen para entronizar a la diosa razón, representada por una prostituta. Francia debe apagar y pagar su apostasía, y quizá Alguien haya dispuesto que el fuego ha de hacer perecer lo que late agónico para “que se hagan nuevas todas las cosas”.
Por Javier Barraycoa. Este artículo se publicó primero en Ahora Información: “El fuego que apaga”