(Un cúmulo de casualidades concatenadas, como para sospechar que alguien todopoderoso tiene interés en que funcione lo mejor posible)
Apareces en la hora que te toca de un día, de un mes, de un año, en un lugar determinado de un planeta que se llama Tierra y que es uno de los nueve que giran en torno a una estrella enana amarilla –el tercero y de los medianos- que conocemos como Sol y que se ubica en un universo que no permite ver su final. Eso sí, nos dicen que estamos en una galaxia –una más de los millones de ellas que parecen existir- que se llama la Vía Láctea o Camino de Santiago, que la forman doscientos mil millones de estrellas, calculadas a ojo de buen cubero y otros astros –planetas, satélites y vete a saber cuáles más- innúmeros. Es la razón vital que dice Ortega y de la que emana todo lo demás, sucesivo y concatenado.
Somos un animal mamífero. Los seres humanos no lo olvidemos, formamos parte de la biodiversidad terrenal. No en vano, velis nolis y mal que nos pese, taxonómicamente, somos parte del reino Animalia, del subreino de los Metazoa, del phyllum de los Cordata, del subphyllum de los Vertebrata, de la clase de los Mammalia, del grupo de los Eutherios ó Placentarios, del orden de los Primates, del suborden Anthropoidea (Haplorrini), del infraorden Simiiformes, del parvorden Catharrini (Viejo Mundo), de la superfamilia Hominoidea, de la familia Hominidae, de la subfamilia Homininae, de la tribu Hominini, del género Homo y de la especie Sapiens. Esto último es esperanzador y debiera ser sinónimo de responsabilidad.
Nacemos de una madre, una hembra que nos sufre nueve meses –o doscientos setenta días- en su cavidad abdominal, aportándonos alimento y medios de formación física y crecimiento de su propia sangre, por haber tenido que ver en amores y sexo con un padre, que normalmente asiste a la fiesta y colabora en nuestra bienvenida. Hemos sido invitados a la vida, sin nuestra anuencia, por lo que hay que presumir que supone un beneficio y que Alguien ha optado por nosotros porque es bueno. Estamos supeditados ya al tiempo y al espacio, y a una durabilidad.
Cuando nacemos comienza a correr para cada uno algo que llamamos tiempo, que no sabemos lo que es, pero que condiciona nuestra vida, nuestra edad –tempus fugit– y que se relaciona con lo que llamamos espacio, distancia y duración, y así entendemos algo de su sustancia, que no es mucho.
Nuestra madre viene preparada para alimentarnos en los primeros meses con algo adecuado a nuestra frágil condición infantil. Procedemos de dos progenitores, estos de otros dos cada uno, y así sucesivamente cada antecesor –dándose la paradoja de que cuanto más vamos hacia atrás procedemos de más gente, cuando son menos los habitantes- por lo que arrastramos una genética compleja que huye de la endogamia cuasi-incestuosa que tuvo que haber en un principio y difícilmente coincidente, así que lo normal es no parecernos a nadie, y resultar únicos e irrepetibles para nuestro bien o para nuestro mal, aunque perpetuemos rasgos propios de ese acúmulo.
Es la historia mendeliana de los guisantes, que se complica a cada paso y que poco a poco, a lo largo de años y años, se ha comprobado que existe una genética prodigiosa en nuestras células y una cadena de ADN en ellas, propia de cada cual, a manera de código individual. Todo a partir de una pareja de células, que unidas forman una sola que se divide y subdivide continuamente hasta ser millones y darnos forma humana en 3D, y conformar un ser, una persona, que va a salir a la vida desde el calor de una madre y continuar en marcha hasta que alguien le llame a capítulo.
Nuestro corazón late durante muchos años, y nos parece algo normal y resulta que somos un 71% de agua y unos cuantos elementos. El 29% restante es la suma de carbono que supone el 23%, de nitrógeno, calcio y fósforo el otro 6% y un 1% restante de esos 29%, lo componen tres docenas de elementos en cantidades mínimas, que en una droguería no nos costarían mucho más allá de cinco o seis euros, si no menos, por el tiempo en hacer paquetitos, más que por el producto en sí. ¿Otra casualidad, obtener tanto con tan poco?
En este mundo galáctico se miden las distancias por años-luz. La luz que recorre en un segundo 300.000 km, 1.080.000.000 km en una hora, 25.920.000.000 km por día y 9.460.800.000.000 km por año. La estrella más cercana a nuestro sol, que se llama Próxima Centauri, está a 4,22 años-luz, que son 39.924.284.000.000 km. La luz del Sol tarda en llegar a la Tierra, en recorrer los 149.600.000 km que nos separan, 8 minutos y 19 segundos, o 499 segundos.
Miramos al cielo cuando nos llama la atención la luna en la noche y se ven infinidad de puntitos en la lejanía. Al Sol, de día, no le podemos, ni debemos mirar. Alguien dice que no es infinito el número de estrellas porque entonces se vería todo blanco y nos da lo mismo, porque no pensamos mucho en ello. Simplemente, para poder dormir.
Estamos flotando sobre una bola de tripas incandescentes, una esfera provista de una costra de unos treinta kilómetros de espesor medio que contiene ese magma a miles de grados y que tiene un radio de seis mil trescientos setenta y un kilómetros, un diámetro de doce mil setecientos cuarenta y dos y un perímetro ecuatorial de cuarenta mil setenta y seis.
Un bombón de licor, preocupante, que gira como una peonza a 1.669 kilómetros por hora -463 metros por segundo- para un punto inscrito en el ecuador, porque ha recorrido los 40.074 km en 24 horas. El cálculo no tiene problema alguno. La velocidad con la que recorre el planeta los 930.000.000 km de elipse en torno al sol en un año –trazando los solsticios y los equinoccios en virtud de los 23,5º de inclinación del eje terrestre en relación al plano de la eclíptica, ni más, ni menos, que producen las cuatro estaciones a lo largo del año, en un alarde de casualidad y exactitud suiza- supone una velocidad de 106.000 km por hora, o 29 km por segundo. Sesenta y tres veces más velocidad que en la rotación. ¿Lo notan? No, pero es así, tal cual se lo digo. Es lo que tiene el vacío interestelar, ni te despeinas.
A esto añadamos que nos movemos con la galaxia a mayor velocidad aún y al año que viene el día de hoy, dentro de 365 días, habremos recorrido más de 18.000.000.000 km, (poco menos de un día-luz) 49.300.000 millones de km diarios que suponen una velocidad de 2.054.000 km/hora, que son 570.555. km por segundo, equivalente a una vez y media la velocidad de la luz y por tanto palabras mayores. Diecinueve veces m y hiuele a verbena la traslacing?) al espacio uy a una durabilidad.umir que supone un beneficioás velocidad que en la traslación. ¿Notan algo? Es sorprendente y parece mentira, al menos a mí. Es una cadena de velocidades enormes y crecientes que se suman y tiene todo el aspecto de una locura, pero que no se avienen a nuestro concepto de velocidad y muy posiblemente aportan la imprescindible estabilidad al sistema.
La sensación en una noche tranquila de verano –cuando cantan los grillos y huele a verbena y a hierbaluisa- es de paz, de quietud y de sueño y nos incita al amor y a la procreación de vida por la interactuación de macho y hembra, por poco que nos faciliten la tarea, lo que procura satisfacción y placer. Es todo un invento divino y no del diablo. Es mi tesis.
Nos desenvolvemos en una capa gaseosa y acuática, la biosfera, que envuelve nuestro planeta y que supone una pequeña parte del volumen que se aprecia en el planeta cuando se contempla desde la estratosfera. La capa gaseosa rodea enteramente la esfera terrestre y todo aparece azul y apetecible. La acuática salada ocupa un 70,9% de los 510.101.000 que tiene la superficie de la Tierra, por tanto, suma 361.661.600 km2 esa hidrosfera que, con unas determinadas temperaturas terrestres, que dan 15º medios durante miles de años, se corresponde con una cantidad de evaporación que va a proveer de agua regada y dulce a toda su superficie irregularmente y en forme de lluvia, granizo o nieve. ¿Otra casualidad?
Otras superficies y otras temperaturas darían otras evaporaciones y otras precipitaciones. Nunca llovería a gusto de todos, sin duda. Tanto una biosfera como la otra tienen un espesor que no pasa de tres kilómetros la primera y de cuatro –medios- la segunda, en los que es posible la vida. Cuando una se superpone a la otra, como es en el caso de los océanos en los que están los cuatro km de agua y los tres km de atmósfera, tenemos una biosfera de aproximadamente siete kilómetros de espesor medio, pero ambas caben muy aproximadamente en un cubo de 1.560 kilómetros de arista o lado, lo que, comparado con el perímetro de la Tierra de 40.000, es algo pequeño y frágil, una veintiseisava parte de ella.
En ella se suceden los fenómenos que facilitan la vida, el clima, los vientos, las corrientes marinas, la lluvia y la nieve, las horas de sol –la constante solar- las temperaturas, y los solsticios y equinoccios, que son otros fenómenos ¿casuales? fundamentales muy seriamente para la vida.
Bueno, pues a esto añadamos el magnetismo de la Tierra. Algo que tampoco entendemos bien y no sabemos cómo se produce eso de que el polo Norte sea el Norte y el Sur sea el Sur, como nos indica una simple brújula en virtud de su existencia. Ese campo magnético bien desarrollado de la Tierra, amén de otras tantas cosas, nos protege cual escudo poderoso –fuerza de Lorentz- de los maléficos y letales rayos gamma del viento solar, radiación electromagnética ionizante constituida por fotones, muy penetrante, que procede del Sol y sus elementos radiactivos, semejante a los rayos X, de mayor longitud de onda y enormemente perniciosos para la vida –que la harían imposible tal como la conocemos- y son desviados por él hacia el espacio exterior. ¿Otra casualidad?
La luna afecta a las mareas beneficiosas y regula la duración de los días en la tierra, que en su ausencia serían muy cortos, en otra casualidad prodigiosa y regular, amén de estabilizar a la Tierra como contrapeso, o a manera del venterol de un viejo reloj. Su rotación y su traslación en torno a la Tierra –a un kilómetro por segundo- se sincronizan de tal modo que solo vemos una sola cara. Podemos respirar un aire con una determinada proporción de oxígeno, ¿casual? que nos da vida sin quemarnos, beber el agua destilada de la lluvia, alimentarnos con la biodiversidad vegetal y animal que la puebla y nos acompaña en la aventura y que se desenvuelve en una cadena trófica autoalimentándose a partir de la luz del sol y la función clorofílica, casualmente, donde empieza todo partiendo de la química inorgánica de los suelos –sales minerales- a la orgánica –la vegetación- en un alarde y ante nuestros ojos.
Venimos provistos de cinco sentidos, vista, oído, tacto, gusto y olfato, con los que percibimos nuestro entorno con cierta facilidad. No echamos de menos otro. ¿Es la intuición un sexto sentido? Hay quienes vienen a falta de alguno o algunos, lo que condiciona sus trayectos vitales en gran manera. Son cosas de la biología a la que estamos sometidos en la circunstancia vital. Nos remitimos a que la vida es un azar temporal y que Quién ha dispuesto todo, sabe lo que hace y sabrá compensar el sufrimiento y las deficiencias.
Nuestro cerebro, que son dos lóbulos unidos por un istmo, algo sustancial para nuestras capacidades, viene a estar compuesto por doscientos mil millones de neuronas interrelacionadas con sinapsis, como una red tridimensional, que ya dije que era el número estimado de estrellas de nuestra galaxia. Nuestro cerebro es el máximo consumidor de energía de nuestros órganos. Con el 2% del peso corporal consume el 20% del oxígeno y de la glucosa del organismo y la materia gris, la más noble e intensiva de la actividad intelectual, más que la blanca. ¿Otra casualidad?
Comenzamos a despegar del suelo, porque no paramos de evolucionar -crece nuestro cuerpo a costa del alimento y del cariño de nuestros padres que suplen nuestra indigencia en todos los órdenes- y se manifiesta en nosotros algo interno que nos hace sentirnos nosotros y mirarnos al espejo para ver quiénes somos, en contraste con quienes nos rodean, que vemos semejantes, y nos procura una memoria que traemos a la vida, que nos permite aprender, retener y almacenar hechos, imágenes y conceptos de cosas, una inteligencia que nos permite especular con lo aprendido y retenido y recomponer hasta el infinito como un juego y una voluntad que nos hace proceder en consecuencia, optar y elegir entre esas alternativas que se nos ofrecen, y eso sin que pongamos nada de nuestra parte, salvo quererlo.
Somos sociales. No nos complace la soledad. Y sin embargo cada vez vamos siendo más y más nosotros mismos, únicos e irrepetibles, según acumulamos datos y vivencias, recuerdos, imágenes, conceptos abstractos… A eso contribuyen quienes nos rodean, sean familiares, compañeros, profesores o amigos de juegos o de clase, niños o niñas.
Estamos sujetos a leyes físicas, químicas y biológicas, pesamos –somos atraídos por el suelo en virtud de la gravedad- nos hacemos daño si caemos, nos pinchamos y nos duele, enfermamos y buscamos el calor y la quietud y se nos alimenta, se nos abriga, se nos procura bebida y nos satisface y agradecemos el cariño que se nos presta devolviéndolo. Recuperamos fuerzas y seguimos en el empeño. En cualquier momento de esta vida podemos terminar, no hay garantía alguna de duración. Nadie puede añadir un milímetro a su estatura, ni un día más a su vida. Hay lo que hay.
No podemos parar mucho tiempo. Dormimos de noche y nos despertamos con nuevas fuerzas cuando sale el Sol. Desayunamos. A veces llueve, otras hay luz, o está nublado y hace frío. Nos gusta el calor entonces. Si hay buen tiempo y hace calor buscamos el fresco de la sombra, el agua, o la bebida fría y nos libramos del Sol. No somos conscientes de que cambiamos día a día, que nuestras células no paran, que ganamos altura, que nuestros brazos ganan fuerza, que cada día comemos, digerimos, orinamos y eliminamos deshechos y nos crece el pelo y las uñas y vamos describiendo una evolución en el tiempo, alcanzamos la madurez –cual los frutos- y si duramos terminamos en decadencia, en vejez y en caducidad. Son nuestros materiales finitos y nuestro reloj biológico que da hasta donde da.
Entendemos lo que se nos dice poco a poco, aprendemos a decir a manifestarnos, a escribir, leer, calcular, prever (ver para prever y prever para proveer, como decía Comte) y atender a conceptos abstractos, que acumulamos, almacenamos e interrelacionamos. Sabemos quién es quién. Quienes son los nuestros, cómo son y manifestamos simpatías y antipatías, filias y fobias. Leemos, miramos, escuchamos. Conocemos animales y distinguimos lo que es la racionalidad, el uso de la razón, el sentido común, la amistad, el cariño y sentimientos de seguridad, inseguridad, peligro, amor, deseo, ira…. Jugamos, corremos, y buscamos nuestros límites… Nos gustan los animales pacíficos que se dejan acariciar y tenemos prevención con aquellos que muestran hostilidad, que pican o son desconocidos y no nos gustan nada.
La música nos afecta gratamente, nos alimenta y nos da placer, como la belleza, y el otro sexo, a la recíproca y nos produce felicidad, como el intercambiar ideas, discutir y crear ambientes amistosos y enriquecedores. En esas circunstancias no nos planteamos nada desagradable ni apocalíptico, sino lo grato y ameno. Nos gusta vivir. Competimos en lo que nos parece mejor.
Así como a otros pequeños no se les explica nada respecto a este milagro de la vida y llegan a pensar que la vida es una cadena de casualidades muy casuales, producto del azar y tantas y tan incomprensiblemente, que es como para pensar. Mis padres me dijeron –como a mis hermanos- que hay alguien que está muy por encima de nosotros, que ha dispuesto nuestra venida a esta Tierra, que nos ama como un padre y que nos tiene pensados desde la eternidad, y que ni un cabello se nos cae sin que Él lo permita y que, si lo permite, Él sabe por qué.
Es un concepto que nos excede y de proporciones inconcebibles para nosotros como nos cuenta San Juan de la Cruz, que llega a percibir, a colegir –le es dado hacerlo- algo de esa presencia desde la noche obscura, pero que está ahí. (Es consciente de que: Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo). Hay enfermedades terribles, hay dolor, hambre, soledad, accidentes… Ni la física ni la química nos perdonan. Es la consecuencia de vivir en la Tierra.
Miramos al Universo, donde se plasma que todo es posible y grandioso y parece que es convincente que sea así, porque esto no es normal, ni sencillo, ni elemental, sino enormemente complicado y pleno de leyes y contraleyes, que nos exceden y nos abrumarían si tuviésemos que desentrañarlas con nuestras fuerzas.
Son las generaciones de pensantes, en el transcurso de los siglos, de elementos humanos especialmente dotados para cada rama del saber, quienes van abriendo camino, tanto desde la especulación filosófica, como desde la experimentación, la observación y la inventiva empírica, al conocimiento humano. El estudio, la meditación, y esa observación van haciendo acopio de conocimiento y lo transcriben para los legos y lerdos, que vamos captando, e intentando su digestibilidad.
Nuestra civilización, la occidental, que es el conjunto de nuestra formación integral la debemos a la religión judeo-cristiana, a la filosofía griega recuperada por el renacimiento y la escolástica, al derecho romano y al cúmulo de técnicas y tecnologías evolucionadas, que facilitan nuestras vidas y que nos graban, e imprimen caracter. Es el cimiento, como dice Zubiri. La guerra, que llena la Historia de muerte, crueldades y dolor, es un mal a eliminar y un síntoma de disfunción social que hay que combatir con empeño.
Hay un mundo material y otro inmaterial –parece evidente- que ya colegían los griegos, e inmortal, y que estamos llamados a cosas que no podemos ni imaginar, pero que antes hay que pasar por el crisol de la vida terrestre, de la animalidad y que puede ser no sólo durísima, sino cruel y despiadada y además caduca, finita, pero que su temporalidad y los auxilios del Creador pueden superarla y ayudarnos. A veces experimentamos momentos tangenciales, pero fugaces que nos dan a pensar. Hay quienes no lo ven así y todo lo adjudican a una mecánica casual, a una evolución ciega que plantea serias dudas de que pueda ser y que comprendemos que haya quienes puedan pensar así, porque Dios lo permite, pero sabios como Pascal la valoran en probabilidades al 50% cuanto más o cuanto menos.
Muchos sentimos que somos algo más que un cuerpo finito y caduco, que tenemos un alma como ya decía Platón dentro de nuestras costuras, que se desprende en nuestra muerte física para trascender y pasar a otro nivel y que por dentro nos sentimos el mismo durante toda nuestra vida, mientras en el espejo vemos los cambios que afectan a nuestro físico.
Cuando morimos quienes tenemos la suerte de la fe o el mérito de haberla asumido por voluntad de hacerlo, sabemos, tenemos la certeza de que vamos a otro plano, donde alcanzaremos la felicidad que hemos buscado lícitamente toda nuestra vida. De cualquier modo, no nos apetece nada y nos espanta, como al mismo Cristo en la cruz, que más certeza no se podía tener en el Paraíso, cuando le decía en verdad al buen ladrón.
La especie humana, como otras superiores a las que se asimila en ciertas cosas, se mueve por mor del sexo entre dos criaturas, que el Génesis llama hombre y mujer.
Hay una fuerza genésica que se vincula a la atracción recíproca entre macho hembra, por razones físicas, químicas o espirituales, hormonales y feromónicas del uno hacia el otro, que tiende a la unión, a la cópula sexual productiva, que aprovecha la naturaleza en la suavidad, el perfume, la virilidad, la feminidad, el ciego instinto que nos apremia con los deliciosos prolegómenos excitantes de caricias y besos que avocan a la penetración del macho en la pasiva hembra, que lo busca y a los afectos irresistibles, para interesar ciegamente a la especie en otro ente.
Otro ser, procedente de ambos, de nuevo cuño y todo ello en base al placer que procuran las presencias al uno y al otro y la impenetrabilidad de los cuerpos, principio que desafían en el acto sexual, buscando la mayor unión que más les satisfaga hasta explotar y luego sus capacidades de mantener ese vínculo para bien del tercero en discordia. Las voces, los gestos, los cariños… Impregnan nuestras vidas y nos procuran paz.
Dios ha previsto todo ello, ha dispuesto unas leyes que funcionan –¡vaya si funcionan!- que a veces comportan sacrificio, paciencia y entrega incondicional para superar los escollos de cada día, que no son pocos y muchas veces incomprensibles e injustos a nuestro parecer. Todo ajusta, todo va y si añadimos caridad y confianza todo saldrá bien. ¿Por qué se han empeñado algunos en atribuir este invento al demonio y le han metido en el baile divino?
Pero aun no estamos en ese Paraíso que decía y prometía Cristo a Dimas en la cruz del martirio ¡Menudo sitio! Nos toca esperar y perseverar. Todo llega.
Le llamamos, y es amor, imagen del que Dios ha puesto en cada criatura y que significa vida y que Él hace tender a la eternidad, como diría san Agustín.
No entendemos, ni lo haremos nunca, tantas cosas. Un misterio, si, un enorme misterio complejo ante el que hay que agachar la cabeza y encomendarse a quién lo ha dispuesto, que está en nosotros, que se declara Padre nuestro, que nos escucha y sabe lo que debe ser en cada momento, pese a nosotros, nuestra pequeñez y nuestra miseria. Y sin embargo respeta nuestra libertad, nuestra dignidad. ¿?
Sabe que si nos pregunta nos vamos a negar, pese al enorme beneficio desproporcionado que nos propone pasadas las horcas de la vida. Conoce nuestro escaso alcance y cobardía y los mejores momentos para comprometernos y mantener las instituciones que descubre el Derecho Natural.
¿Era necesario todo el universo creado para que naciese Cristo, el hijo del Creador y Creador a su vez, miembro de una trinidad que no entendemos, en un planeta estable y funcionando como un reloj suizo al cabo de los siglos para pasar por lo que hay que pasar, por la muerte y el sufrimiento, de un plano a otro para comprobarlo, vencerlo históricamente y darnos testimonio para que surgiese la Humanidad? Einstein manifiesta que unas leyes perfectas exigen un legislador perfecto. Me quedo con esta opinión de un superdotado y me tranquiliza mucho.
Ahí aparece el fenómeno de la fe, algo que Dios nos sugiere, nos ofrece, pone a nuestro alcance con tantas casualidades si lo queremos aceptar y ejercerlo, pero que de ninguna manera nos impone. Permite que optemos por su negación ya que da una importancia absoluta a la libertad al libre albedrío de cada cual, y de eso hace depender nuestro futuro o no futuro, en la eternidad.
Yo creo que es infinitamente misericordioso, porque es infinitamente justo y que cuando nos toque partir, cuando cierre nuestros ojos la postrera sombra que nos llevare el blanco día, veremos la lux perpetua luceat eis, la que se dice en los responsos rezados desde este lado y creo, de verdad y por la clemencia infinita del Padre, que nadie se quede fuera de ella por un quítame allá esas pajas.
¡Ni Judas Iscariote!