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Economía Cristiana

La lluvia de millones y de misioneros laicos que cae sobre determinados países menesterosos a cambio de que en ellos se aborte, se mutilen tradiciones, se controle la población o modifiquen hábitos, forma parte de lo que todo cristiano lúcido debería ver como pecado.

La reivindicación de la Economía como ciencia humana puede parece un ejercicio estéril, un academicismo ritual, una especie de juego floral. No obstante es el empeño de figuras intelectuales de talla enorme, entre las cuales sólo quiero mencionar a Marx, Chesterton o Polanyi. El último de la lista, en concreto, escribió: «La Economía ocupa un lugar cambiante en la sociedad». Esto significa que los problemas que hoy damos en llamar económicos no forman, en puridad, una categoría apartada de los demás problemas humanos. Todo el sistema de la economía de una sociedad, ya sea ésta capitalista, ya sea pre-moderna o primitiva, está «empotrado» en la sociedad misma y no deja de ser parte de la racionalidad inmanente y colectiva de los hombres, con la cual, ellos tratan de adaptarse al entorno y resolver sus propios conflictos.

Ha sido el liberalismo la doctrina pérfida que negó esta evidencia o dato del sentido común. Sólo el liberalismo ha pretendido inventar una teoría de la racionalidad económica universal por encima de las diferencias esenciales que entre los hombres y entre las comunidades se dan. La economía liberal occidental ha ensalzado la propiedad privada, las figuras jurídicas del contrato, la institución de los mercados de libre competencia y de oferta y demanda, etc. como si fueran unas categorías universales, eternas, deseables, supremas. Sin embargo es cierto que los hombres que vivieron antes de Adam Smith, tanto en culturas ajenas a occidente como en nuestra propia cultura, han sobrevivido –muchos muy dignamente- sin esas instituciones o categorías. Incluso en países clave para la Historia de Occidente, como los países católicos, sólo por imposición e influjo extranjero (masonería, liberalismo) fueron éstas categorías prestas a divinizarse por encima de los propios preceptos de comunidad natural cristiana, ordenada al Bien Común y a la salvación de las almas.

La antropología nos enseña que toda sociedad debe encontrar los medios materiales para su propia subsistencia, y en esa búsqueda, cada cultura trata de resolver -a su modo y acorde con su entorno y tradiciones- el problema de la reciprocidad y el de la redistribución. Toda sociedad consta de un «toma y daca», y una sociedad humana no es tal si algún código de amistad, parentesco, intercambio de favores, dones y servicios, no se ve firmemente establecido. La Comunidad, así, tejiendo esta red de reciprocidades, deviene Sociedad, esto es, algo que trasciende lo orgánico y espontáneo. Institucionaliza y, por ende, regula, aquello que cristianamente se denomina «caridad» lo cual supone algo que va mucho más allá de dar limosna a los pobres: incluye el que cada uno se defina a sí mismo como menesteroso y si ha de dar, no será porque le sobre, sino más bien porque le falta. Uno, hasta Rockefeller, Soros y el Tío Gilito, es pobre de entre los pobres si para en mientes en que necesita de los demás. Siempre habrá algo que los demás le tendrán que dar.

Todos somos menesterosos y seguimos el mandato divino de dar para que nos den, esto es, el precepto de la reciprocidad, no ya por «interés», sino porque las propias comunidades orgánicas en que el hombre ha de vivir crean esas redes de cara a su propio mantenimiento. Smith, y toda esa degenerada progenie de liberales anglosajones, siempre parte de un individuo desarraigado, egoísta, que si da es porque le interesa, porque le trae ventajas. Toda la desgravación fiscal y la ingeniería social, política y mercadotécnica da cuenta hoy de toda esa elefantiásica existencia de las Oenegés, de las Fundaciones para la reforma del hombre, esa zombi duplicación de una Iglesia Misionera. El egoísmo sublimado en «solidaridad» será una de las causas del derrumbe de Occidente, y si no, al tiempo.

El otro aspecto de la fraternidad, además de la reciprocidad, que no es exclusivamente cristiana sino una constante antropológica, se llama «redistribución». Todo un monto de bienes, dones, favores, servicios, puede acudir a un centro en función de necesidades cambiantes, de urgencias y de otras sobrevenidas coyunturas. Los despotismos antiguos de Egipto y Mesopotamia, por ejemplo, eran en buena parte regímenes centralizadores que hacían afluir el grano para las provincias y comunidades en riesgo de perecer por hambre, víctimas de sequías, guerras o catástrofes varias. El emperador o faraón providente, que controla el grano, el agua u otro recurso concentrable, acumulable, se hacía pasar así como un ser pródigo y providente ante un pueblo que debía ver en él un duplicado del dios intangible. En cambio, la civilización cristiana debe velar porque sea la propia familia y la comunidad natural inmediata la que ahorre y, en red, redistribuya al más necesitado, no porque sensibleramente sea éste una persona que «nos dé lástima» sino sencillamente porque es un hermano cuyas necesidades están entretejidas con las mías y las de los míos, y que el ahorro y patrimonialización de las comunidades naturales del hombre son, per se, el único y legítimo mecanismo de redistribución, los demás serán derivados de éste. Todos esos monstruosos organismos internaciones que «dan ayudas» sin delegar in situ en las propias redes locales –familias, parroquias, asociaciones campesinas- deberían ser mirados con lupa. Es fácil que sean brazos armados (armados con instrumentos financieros de soborno) de monstruos más grandes e invisibles aún. La lluvia de millones y de misioneros laicos que cae sobre determinados países menesterosos a cambio de que en ellos se aborte, se mutilen tradiciones, se controle la población o modifiquen hábitos, forma parte de lo que todo cristiano lúcido debería ver como pecado. Al menos, antes, a la puerta de la iglesia, las viejecitas decían al pobre mendigo bebedor: «tenga, y no se lo gaste usted en vino». Ahora, no son precisamente viejecitas con un real en la mano las que lanzan admoniciones, sino entidades invisibles que amenazan con cortar el grifo «humanitario» si no adecúan su desarrollo a la planificación mundialista.

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Una Economía cristiana debe velar porque el interés individual de la persona, legítimo siempre que caiga dentro de lo honesto y no resulte perjudicial al prójimo, pueda hallar su satisfacción siempre dentro de los límites morales de su Comunidad. El Mercado, más allá de ser un «mecanismo» no puede ser hipostasiado ni elevado a un Bien en sí mismo. Puede haber, y las hubo perfectamente, economías fraternas, esto es, basadas en la reciprocidad y la redistribución: vale decir, Economías cristianas. En la medida en que la propiedad (antes que el mercado) es un derecho natural para el desarrollo individual de la persona y de las comunidades (familiar y local, principalmente), esta institución de la propiedad es mucho más importante, jerárquicamente se halla más cerca de la voluntad de Dios, que el propio mercado. Polanyi, de forma mucho más exacta y actualizada que Marx, subrayó que el mercado estaba llevando a cabo una verdadera usurpación de las relaciones sociales, de todas aquellas que más allá de la compra y la venta. Relaciones éstas que por naturaleza no son mercantiles sino dimensiones y funciones connaturales a la persona, como la amistad, el amor, la propia fraternidad, hoy pervertida como «negocio solidario». El liberalismo quiso injertarnos en el cerebro la idea de que siempre, desde que hay hombres civilizados, hubo mercados, y por siempre, incluso bajo la máscara de colectivismos despóticos como el  soviético, hubo y habrá mercados, todo lo distorsionados que se quiera. Pero los mercados antiguos, o los socialistas, no eran «libres», justo como las personas que vivieron en civilizaciones anteriores o paralelas a la cristiana tampoco lo eran. Eran instituciones muy menores y «empotradas» en la cultura donde actuaban. La sobredimensión de la cual el Mercado ha sido y es objeto bajo el dictado del liberalismo parte de la idea de que no existen personas a tener en cuenta, siempre entretejidas con otras personas en una Comunidad orgánica, a la que se deben, de la misma manera en que la mano se le debe al brazo y al cuerpo entero que la sustenta. El individuo puede y debe desarrollar sus intereses como persona de una forma directa y más esencialmente por medio de las redes de reciprocidad y redistribución que toda Comunidad orgánica teje si es que vive cristianamente. Y la pertenencia o arraigo de las personas se logra antes por la propiedad que por el mercado, pues la propiedad engendra obligaciones y compromisos que exceden todo interés mercantil. La casa que perteneció a nuestros padres y abuelos, el terreno donde se alzan árboles sembrados por ellos, la heredad que soñamos con que también la cuiden nuestros hijos y nietos… Quien desee formar parte de esta Comunidad e «integrarse» en ella no debería venir a la busca de paguitas y subsidios, sino a la búsqueda de propiedad por medio de la cual entrar en reciprocidad y compromisos con los otros.

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Carlos Javier Blanco, asturiano, Doctor en Filosofía. Autor de diversos libros como "La Caballería Espiritual", "La Luz del Norte", "Oswald Spengler y la Europa Fáustica", "De Covadonga a la Nación Española".

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