Carta escrita por don Agustín de Iturbide, hace 195 años (27 de abril de 1824), a su hijo mayor Agustín Jerónimo antes de salir de Londres rumbo a México, por el texto se aprecia que presiente su muerte, por cierto también deja ver que su regreso a México no es para recuperar el trono perdido.
«Vamos a separarnos, hijo mío, Agustín, pero no es fácil calcular el tiempo de nuestra ausencia: tal vez no volveremos a vernos. Esta consideración traspasa el corazón mío y casi parece mayor mi pesar a la fuerza que debo oponerle; ciertamente me faltaría el poder para obrar, o el dolor me consumiría, si no acudiese a los auxilios divinos, únicos capaces de animarme en circunstancias tan exquisitas y tan críticas. A tiempo mismo que mi espíritu es más débil, conozco que la Providencia Divina se complace en probarme con fuerza; si, hijo mío, quisiera entregarme a meditaciones y a cierto reposo cuando los deberes me impelen y el amor me obliga a hablar, porque nunca necesitarás más de mis consejos y advertencias que cuando no podrás oírme, y es preciso que te proporcione en pocos renglones que leas frecuentemente los recuerdos más saludables y más precisos, para que por ti mismo corrijas tus defectos y te dirijas sin extravíos al bien. Mis consejos aquí serán, más que otra cosa, una indicación que recuerde, lo que tantas veces y con la mayor eficiencia, te he dado.
Te hayas en la edad peligrosa porque es la de las pasiones más vivas, la de la irreflexión y de la mayor presunción. En ella se cree que todo se puede. Ármate con la constante lectura de buenos libros y con la mayor desconfianza de tus propias fuerzas y de tu juicio.
No pierdas de vista cuál es el fin del hombre; estando firme en él, recordándolo frecuentemente, tu marcha será recta: nada importa la crítica de los impíos y libertinos: compadécete de ellos y desprecia sus máximas, por lisonjeras y brillantes que se presenten. Ocupa todo el tiempo en obras de moral cristiana y en tus estudios. Así vivirás más contento y más sano, y te encontrarás en pocos años capaz de servir a la sociedad a que pertenezcas, a tu familia y a ti mismo. La virtud y el saber son bienes de valor inestimable y nadie puede quitar al hombre. Los demás valen poco y se pierden con mayor facilidad que se adquieren.
Es probable que cada día seas más observado, por consiguiente tus virtudes o tus vicios, tus buenas cualidades o tus defectos, serán conocidos de muchos, y esta es una razón auxiliar para conducirte en todo lo mejor posible.
Es preciso que vivas muy sobre tu genio: eres demasiado seco y adusto, estudia para hacerte afable, dulce, oficioso; procura servir a cuantos puedas, respeta a tus maestros y gentes de la casa en que vas a vivir, y con los de tu edad se también comedido sin familiarizarte.
Procura tener por amigos a hombres virtuosos e instruidos, porque en su compañía siempre ganarás. Ten una deferencia ciega, y observa muy eficaz y puntualmente la reglas y plan de instrucción que se te prescriba. Sin dificultad, te persuadirás que varones sabios y ejercitados en el modo de dirigir y enseñar a los jóvenes, sabrán mejor que tú lo que te conviene.
No creas que sólo puede aprenderse aquello a que somos inclinados naturalmente: la inclinación contribuye, es verdad, para la mayor felicidad; pero también lo es que la razón persuade, y la voluntad obedece. Cuando el hombre conoce la ventaja que ha de producir la obra, y se decide a practicarla, con el estudio y el trabajo vence la repugnancia y destruye los obstáculos.
¿Qué te diré de tu madre y hermanos?, innumerables ocasiones te he repetido la obligación que tienes de atenderlos, y sostenerlos en defecto mío. Dios nada hace por acaso; y si quiso que nacieses en tiempo oportuno para instruirte y ponerte en disposición de serles útil, tú no debes desentenderte de tal obligación y deberes, por el contrario, ganar tiempo con la multiplicación de tareas, a fin de ponerte en aptitud de desempeñar con lucimiento los deberes de un buen hijo y de un buen hermano. Si al cerrar los ojos para siempre, estoy persuadido de que tu madre y tus hermanos encontrarán en ti un buen apoyo, tendré el mayor consuelo del que es susceptible mi espíritu y mi corazón; pero si por desgracia fuere lo contrario mi muerte sería en extremo amarga, y me borraría tal consideración mucha parte de la tranquilidad de espíritu que en aquellos momentos es tan importante, y tú debes desear y procurar a tu padre en cuanto a ti dependa.
En otra carta te diré las personas a quienes con tus hermanos te dejo especialmente recomendado, la manera con que debes conducirte con ellas, con otras instrucciones para tu gobierno; y concluiré ésta repitiéndote para que jamás lo olvides: que el temor santo de Dios, buena instrucción y maneras corteses son cualidades que harían tu verdadera felicidad y tu fortuna; para lograrlas buenos libros y compañías, mucha aplicación y sumo cuidado.
Adiós, hijo mío muy amado: el Todopoderoso te conceda los bienes que te deseo y a mi el inexplicable contento de verte adornado de todas las luces y requisitos necesarios y convenientes para ser un buen hijo, un buen hermano, un buen patriota, para desempeñar dignamente los cargos que la Divina Providencia te destine.
Burry street en Londres a 27 de abril de 1824.
Agustín de Iturbide.»