Es ciertamente complicado desde un criterio religioso disertar sobre esta distorsión orgánica e intelectual que es la homosexualidad, masculina y femenina. Penosa dificultad, realmente, cuando hemos de sumar sus secuelas o variedades como, por ejemplo entre otras, la pederastia y el bestialismo. Y no sólo, por los católicos, al estar incluida con relevante categoría entre los pecados capitales, sino porque el sujeto que la sufre es su primer juguete, por exacerbarse desde la adicción meramente física hasta la enajenación mental y espiritual.
El tema más se complica si se enfoca desde la actual pastoral católica, la cual no se asegura que la comprensión del pecador se acompañe con el consejo y la sujeción a las leyes establecidas. Tenemos ahora que la pastoral debe apoyarse, según el Papa Francisco, más en el perdón que en la lapidación, como nos recuerda el pasaje de la mujer adúltera. Castigo que sabemos no se cumplió porque Nuestro Señor propuso que, de los justicieros, tirase la primera piedra aquél que estuviera libre de pecado. De lo que resultó que, empezando por el más viejo, todos se fueron dejándola sola con Jesús.
Gran pasaje, ¿verdad?… Pero el brillo del perdón nos ciega delante de su enseñanza final:
─ Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
─ Se han marchado.
─ Pues yo tampoco te condeno. Vete y no quieras pecar más.
(Jn 8, 7-11)
«… y no quieras…»
He aquí, en este llamado a su voluntad, la esencial coordinación de la misericordia con la positiva aceptación del pecador. Positiva en tanto que alimenta y refuerza su voluntad. Queda muy lindo predicarnos más partidarios del perdón que de la lapidación, pero eso no es doctrina cristiana, no educa y sí es muy grave engaño. Porque al vicioso corruptor dicha piedad bobalicona no le cierra la puerta al pecado, ni a su propia desgracia.
Además de que, en general, los pederastas carecen de verdadera intención de salir de su lacra. Es común que en su fuero interno estos desequilibrados se complazcan más en seguir su tendencia, hasta el descaro de, además, exigirnos ser aceptados e inclusive imitados. Que eso es la locura del Orgullo Gay. Algo que recuerda a aquella malhadada chirigota de los años 30:
Somos los tuberculosos
los que más,
los que más nos divertimos;
cuando nos vamos de fiesta
los que más,
los que más sangre escupimos…
Y puesto que ahora Roma coloca el feo asunto de los abusos bajo el foco de la misericordia, apoyémosla con algo muy a propósito, además de evangélico. Y ello es que esta misericordia quienes más la reclaman son los niños y niñas, muchachos y muchachas indefensos en su inocencia..
Esos niños y adolescentes son los verdaderos sujetos de misericordia, y no los canallas corruptores, propagadores, que son reos de lesa humanidad. Que lo son aquellos sacerdotes, desde sus inicios en los seminarios, donde entraron por desidia en los deberes de sus padres o, principalmente en España, para disimulo del bando perdedor de la guerra anticomunista. De lo que surge otro interrogante: ¿Para cuándo revisar la biografía de quienes son tan comprensivos con los envenenadores de la sociedad, justo en lo más cándido y limpio que se les confía? Recordemos que en lo que a misericordiosos se refiere Jesús nos dice:
«…quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos mejor le sería que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar.» (Mt 18,6)
─¡Anda…! Pero… ¡Oigan ustedes! Aquí nuestro Divino Nazareno no es lo que se dice misericordioso, sino «de lo más despiadado» con el «desquiciado abusador».
Estudien aquí los teólogos si es éste otro de esos pecados «que no se perdonan ni en esta vida ni en la venidera» . (Mt 12, 32 )
Pero la Iglesia, en su historia, no siempre resbaló en melindres y falsas misericordias, sino muy al contrario legislando contra este arma de Satanás. Verdadera arma de destrucción masiva. Tomemos algunos datos de interés:
En España el Concilio de Elvira, año 305, decretó negar la comunión a los corruptores de menores, incluso en el momento de su muerte.
También en España, en el XVI Concilio de Toledo, año 693, se condenó el estupro como un verdadero crimen que podría castigar también el poder civil. El clérigo era reducido al estado laico y castigado con exilio perenne.
En el siglo XI la situación de la Iglesia era de práctico desahucio moral a causa de la herejía, el cisma, la simonía, la homosexualidad y su purulencia la pederastia. En el año 1057, el Papa Esteban IX consagró obispo a Pier Damiani y le elevó a Cardenal con el mandato de reformar y reconducir, con el máximo rigor, la moral del clero. Este personaje merece mención por haber publicado en 1051 un tratado de moral, probablemente el primero en este género, denunciando las perversiones sexuales y la corrupción de niños. En él se dictaba que
« cualquier clérigo o monje que moleste a un adolescente … sea azotado públicamente y pierda la tonsura… Después, cortado el pelo, con su cabeza cubierta de esputos, se le encadene y encierre en estrecho calabozo durante seis meses. »
En el año 1179, el III Concilio Ecuménico Lateranense estableció que
« si un clérigo es sorprendido cometiendo una relación sexual contra natura sea para siempre apartado lejos de toda comunidad cristiana. »
Todavía en el pontificado de Pío IX fue quemado en la hoguera uno de estos desalmados.