Mi carrera con el diablo recoge el testimonio del renombrado escritor Joseph Pearce, su autobiografía desde su infancia hasta su conversión y entrada en la Iglesia católica.
Un trayecto vital que no es ni mucho menos único y que precisamente en su tierra natal, Inglaterra, han recorrido grandes hombres (véase, por ejemplo, el libro del propio Pearce dedicado a los escritores ingleses conversos) pero que en cada caso tiene peculiaridades propias. En el suyo, su militancia en el mundo del nacionalismo extremo y racista y sus devaneos con la violencia, lo que le hizo pasar dos temporadas en la cárcel, una experiencia que sería de gran ayuda para su cambio de vida, como ya lo fuera para otro literato, Dostoievski.
La narración de Pearce se inicia en su infancia feliz en la Inglaterra rural, unos años que dejaron huella y que me recuerdan aquello, precisamente de Dostoievski, de que un hombre que ha sido feliz en su infancia está salvado. Luego, ya en Londres, su temprana militancia en el National Front, su dedicación plena a la causa nacionalista y racista, sus contactos con los grupos loyalist del Ulster y con los hooligans del fútbol, empezando por su amado Chelsea. Un recorrido que, como hemos señalado, acabará con sus huesos en la cárcel, en una sentencia probablemente injusta pero que le hizo mucho bien y que demuestra que Dios se vale también de las injusticias para salvarnos.
Junto a estas experiencias, destaca la honestidad vital e intelectual de Pearce, su curiosidad y hambre por saber y, como decíamos, su honestidad, tanto hacia los demás como hacia sí mismo. Fruto de esta actitud fue su encuentro con los grandes del catolicismo inglés: Chesterton, Tolkien (también C. S. Lewis, a pesar de no haber dado el paso final hacia la plena comunión con Roma), Belloc y la sombra siempre presente del gran Newman (sin olvidar su profunda comunión con Solzhenitsyn, a quien también biografiaría).
Uno de los grandes aciertos de esta biografía es la sinceridad de Pearce para explicar lo que hizo y qué le movió a ello, sin caer en autocomplacencia, admitiendo sus errores, pero sin cargar las tintas, sin autoflagelarse forzadamente. Y también su capacidad para mostrar todos sus errores, pero también aquello en lo que acertaba, sin aplicar nunca aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Por desgracia Pearce ha descubierto que sus amigos de antes son ahora sus enemigos, pero que sus antiguos enemigos siguen siendo enemigos.
Libro muy recomendable, que interesará especialmente a quienes conocen los ambientes equivalentes en nuestro país, nunca idénticos, a aquellos en los que Pearce se movía en su agitada juventud. Gracias a Dios, en vez de al agitador racista que fue, tenemos ahora a un gran apologeta católico y a un fino escritor y biógrafo. Hemos salido definitivamente ganando.
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