La incertidumbre es mala, muy mala. A nivel personal genera angustia, inseguridad, estrés. Los horizontes indefinidos quedan muy bien en los anuncios de agencias de viajes o de coches híbridos. Pero la incertidumbre es un estado espiritual contrario a la virtud de la esperanza. De ahí que la esperanza, aunque desconozca el cómo, reposa ya en el fin esperado que es un bien en sí mismo por definición.
A nivel colectivo, sucede algo parecido. Una sociedad puede vivir en la esperanza, incluso en momentos de agitación y dificultades. Esta esperanza humana sólo puede entenderse desde una esperanza teologal con la culminación del Reinado Social de Cristo. Es una esperanza y un acto de fe, a sabiendas de que se tendrán que pasar tiempos aterradores, tormentas y zozobras.
Por el contrario, la política moderna cercena la esperanza y nos arroja a la vacuidad nihilista de la incertidumbre. El mundo que se autoproclama racionalista y lógico, contra la religiosidad a la que acusan de síntoma de incultura, es incapaz de vislumbrar su propio futuro. Y, peor aún, transmuta la esperanza sobrenatural en un optimismo construido artificialmente con discursos sinsentido, imágenes de jóvenes políticos sonrientes y promesas que nunca se cumplirán.
Daremos tres argumentos para la incertidumbre y uno para la esperanza.
El sociólogo Pitirim Sorokin anunciaba hace muchas décadas que en las culturas donde domina el sensualismo en el ámbito de los valores personales, acabará en la esfera política en la inestabilidad constante. Esta extraña relación no lo es tanto. El relativismo moral llevado a todos los niveles de la vida, hace que la política no sea una praxis virtuosa encaminada al bien común, sino juegos cortoplacistas de mentes apoderadas por la libido dominandi de unos sujetos que se llaman políticos pero que son esperpentos humanos.
La casta política, sea nacional, sea nacionalista, no mira un horizonte de futuro donde concretar un bien común perenne. Eso sólo lo pueden hacer los grandes hombres de Estado o los grandes monarcas cuyo gobierno y responsabilidad no depende de un puñado de votos. Llevamos meses, quizá años, absortos contemplando cómo los políticos no miran las necesidades sociales, sino a los sondeos electorales. Y de reojo se espían entre sí, hasta sus más mínimos postureos, para saber si han de pactar o convocar elecciones.
En el fondo da igual lo que hagan porque nos han instalado en la incertidumbre permanente y han desgajado la esperanza para siempre del alma millones de españoles. Los españoles ya no tenemos esperanza, sino que “esperamos” que algún día nos caiga un subsidio para no tener que depender de nadie que no sea el Estado. Y este es el segundo momento de incertidumbre. El desgobierno a que nos ha abocado la soberbia infantiloide de Pedro Sánchez, no ha hecho más que disparar la deuda pública que ya representa el 105% del PIB anual español.
Para que se entienda, estamos en quiebra técnica que se disimula mientras nos seguimos endeudando para que lleguen las nóminas de los funcionarios y las pensiones a los jubilados. Pero este dinero sale de Alemania que nos compra la deuda pública. Pero el país germánico está como Merkel, temblando. Incluso los economistas más optimistas e ilusos (son términos sinónimos) avisan de la inminente recesión alemana que arrastrará todas las economías europeas y nos cogerá en un fuego cruzado entre China y Estados Unidos.
Tercera noticia. A pesar de las oleadas migratorias desde hace dos décadas, España ha registrado en el censo de 2018, el menor número de niños de toda la historia desde que existen los registros demográficos. Los envejecimientos poblacionales son procesos lentos pero imparables de consecuencias desastrosas no sólo morales, sino también de rebote económicas (tenemos como ejemplo el estancamiento económico del envejecido Japón). España muere, lentamente y entretenida con las utopías que cada día salen del armario de la estupidez: ahora toca jugar con el trans-género, trans-especeísmo; la trans-idiotización en definitiva.
Un argumento para la esperanza. La sana filosofía dice que todo mal -que no deja de ser ausencia de bien- sólo subsiste mientras que exista un bien. El bien sigue persistiendo en la sociedad, quizá reducido a su mínima expresión, quizá escondido humildemente en muchas almas, quizá en los gritos en el desierto que algunos tenemos la obligación de lanzar. Busquemos ese bien concreto y metafísico a la vez. Pongámonos a su servicio y de nuestras almas desaparecerá la incertidumbre y volverá la paz espiritual que transmite la esperanza. Este es el primer paso para salvar a España.