Por Evaristo Palomar
Si algo, más que desvelar, muestra el desánimo de un pueblo, lo es indudablemente el sujeto que lo constituye: el elemento poblacional. A partir de aquí, entra en juego el conjunto de variables restantes, desde su propio ser a otras más accidentales. Pero, desde luego, sin población, no hay pueblo.
La cuestión demográfica –desde hace ya algunas decenas de años– dibuja una curva abisal para el conjunto europeo, y cuya prospección solo apunta su refuerzo y tendencia bajista.
Desertización de regresión acelerada en la que desembocan fotografías parciales: matrimonios, edad en la que se contrae, tasa de nacimientos… Si, por otro lado, atendemos las rupturas junto con los abortos procurados, la radiografía social muestra una sociedad sin particular esperanza más allá de un carpe diem tedioso. Por supuesto, las “políticas” podrían minorar los efectos, que no es el caso.
De manera que disminuyendo las chuches…, nos encontramos con que se incrementan los chuchos. De la cuestión se hizo eco este verano el Diario Oficial de la Inhumanidad Socializada (léase, El País), incidiendo desde noticia anterior, para abundar, en el caso de Madrid, en las zonas donde resulta más fácil ver canes que niños echando los caninos, llevándose la palma el distrito Centro.
Esta sustitución de la población infantil y juvenil por la perruna, lejos de ser una cierta disrupción, se corresponde con la misma corriente en profundidad: la enemiga contra el hombre. No es, pues, tanto una consecuencia, cuanto un absoluto en el punto de partida ilustrado. Y como tendencia, asola el conjunto europeo.
Liberalismo, socialismo, nacionalismo, feminismo, animalismo…, dependen todos y cada uno de la misma anegación: el naturalismo. Opera por nivelación. Para más inri, en nombre de la dignidad de la persona humana.